-De nueve años, durante el Sitio de Montevideo, mi abuelo se venía de la
estancia del padre y más de una vez, cuidó la tropilla de azulejos que
tenía Oribe. Así que mirá si somos blancos, nosotros.
No de la realidad -que debió ser más compleja y contradictoria,
inabarcable- pero si de las espontáneas imágenes que primero evoca
Espínola al ser preguntado por su familia y sus primeros años, se puede
obtener -por pura deducción- lo fundamental de su persona: formación
cristiana, tradición criolla, devoción filial por los caudillos -su
padre es uno de ellos- paternal conmiseración por los infelices
desheredados a quienes se da amparo en la casa del abuelo y en su propia
casa paterna.
Paco Espínola
-Mi abuelo nace a los dos años de ser esta nación independiente. Yo
apoyé mi mejilla de muy pequeño niño en sus grandes barbas blancas para
oír la tradición de mi familia, de mi partido y de nuestra raza- dirá
Paco en un discurso.
Este nieto del patriarcal estanciero de la barba florida, el hijo de don
Paco, comandante en las patriadas, habrá de ser pues, por destino, un
señorito criollo, un joven feudal, el heredero de un castillo
imaginario: su condición de hijo de una antigua, importante familia en
un pequeño pueblo de provincia.
-Mi padre, siendo como era, me decía siempre, yo tendría ocho o nueve
años, me decía: Usted tiene que tener un cuidado bárbaro, más que nadie,
porque usted es noble. Si, tomando mate, che, un gaucho imponente como
era. Y entonces me hacía el relato de Betancour, porque él era canario,
vino de cinco años, que Juan Betancour fue el que conquistó las
Canarias. Y de allí venimos nosotros, no de él sino del sobrino, Mació.
Y te digo más (que esto se sabe no por documentos, que cada uno escribe
lo que quiere, sino por tradición oral de la familia, en nuestro caso mi
tía, la mujer de Alfonso; ella y los demás, toda gente honrada, incapaz
de decir una cosa por otra) sabemos que nosotros... estamos emparentados
con una princesa guanche y si vas más atrás, venimos de los atlantes. ¡
Capaz que no sabias que era noble, yo!
-Y atlante, todavía.
-¡ Pero qué cosa, che! Y no parezco... Pero, ¿sabés para qué me decía
que éramos nobles? No para compadrear, sino porque así yo tenía la
obligación de cumplir con los de atrás, siendo como ellos, imponiéndome
deberes con todo el mundo, sirviendo a todos, y ¿qué es lo que noto yo,
ahora? Papá me leía también y estaba templándome. Me hacia querer y
admirar a los grandes personajes. Los hombres. Podía ser "El 93" de
Víctor Hugo, o los poemas homéricos -yo sé todavía de memoria el canto
VI de la Odisea en la versión de Hermosilla y no por las clases, que
trabajo con la traducción de Zegalá- y era el Cid, también, o pedazos de
Balzac, aunque yo, los autores, ni me enteraba de quiénes eran. Eran
esos hombres imponentes los que me hacía conocer. Yo temblaba de
admiración y de angustia.
Creo que con mucha angustia temblaría, porque el muchachito que oía a su
padre queriendo estar de igual a igual, tomando mate con él, bajo un
árbol, cerca de los caballos que habían estado en la guerra, era un ser
inmensamente tierno y fantasioso, con sensibilidad de artista y no de
jefe. No es difícil adivinar la vergüenza, el sentimiento de culpa que
habrá agobiado a ese niño y después al adolescente y aún al joven
escritor que no se sentía capaz de ser así -un héroe- y que, por el
contrario, se ahogaba de ternura y de compasión y aún de miedo ante la
agresividad del mundo y su obligación de ser fuerte y luchar en él con
grandeza. Una cosa era el destino que su origen y situación le estaban
marcando y otra su manera de ser, imaginativa, sensible.
Al explicar cómo empezó a escribir, Paco dice que su primer cuento fue
"Visita de duelo" y que en él procuró meterse en lo hondo de la gente y
mostrar que bajo esa apariencia hosca, bajo esa indiferencia áspera del
carácter español y criollo, está oculta la ternura. Era un modo de
justificarse.
-Fijáte; en ese cuento se muere el hijo y el viejo no había confesado
que lo quería. Es nuestra manera de ser. Estamos cerrados.
-¿Su padre era así?
-Claro. Si fue por eso. Me parecía que mi padre era duro conmigo.
En el único fragmento de memorias que Espínola escribiera bajo el titulo
de Las rotas, puede leerse:
"Me veo, siendo muy niño, siguiendo una mañana hacia el fondo de la
vieja casona del abuelo a una criada que, entre aspavientos, portaba una
gran caldera de agua hirviente. El fondo era extenso. A un lado estaba
la caballeriza y el altillo para los forrajes, largo de diez metros. Al
frente, las piezas de la servidumbre y de los recogidos. Cuando la
criada se detuvo frente a una trampa de alambre que encerraba dos ratas,
el espanto estrujó mi corazón.
"Al vernos, ellas se debatieron contra las paredes de la jaula, arañando
los alambres. Luego, se echaron con las cabecitas pegadas al suelo,
jadeantes. Sus ojillos abiertos no querían mirar.
"De pronto, profiriendo a gritos:
"-¡Destrocen ahora! ¡Traigan pestes, ahora!- la mujer alzó la caldera.
"Un chorro humeante, un solo, breve chorro, cayó sobre las ratas, cuyos
lomos humearon, despeinándose y se encogieron entre ahogados chillidos.
La maldita jaula se estremeció, se dio vuelta, rodó, saltó, despidiendo
un pegajoso tufo a carne recocida. Como ositos se paraban en dos patas
las infortunadas, rascando con las uñas los fatales alambres. Y caían. Y
en botes de epilepsia se destrozaban los hocicos buscando salida.
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Con Vaz Ferreira
en la Facultad de Humanidades , en 1956. |
Ante la Catedral
de Santa María en Cracovia |
Espínola en la Cour de Rohan, sobre el único tripode que queda en Europa
sobre el cual los caballeros, con su armadura podían subir a sus
caballos.
Inexorable, la criada dejó caer un nuevo chorro; esto vez prolongado,
perseguidor. Sin voz de horror, yo permanecía inmóvil, con los ojos
secos, vueltos vidrio. Entre el clamor de los chillidos, la jaula daba
tumbos, crujía a influjo de las pequeñas garras urgidas. Y aparecían los
dientecillos, en las crispaciones del martirio.
"-¡Destrocen, ahora! ¡Traigan pestes, ahora!
"Hasta que una cayó, encogiéndose brusco y estirándose luego,
imperceptiblemente. Entonces, enloquecida, la otra quiso guarecer la
cabeza bajo el cuerpo inerte. Pero alcanzada otra vez por el agua, tocó
el techo, de un brinco, rodó también, temblando, y quedó quieta.
"Cayó todavía más agua, acabando con la tersura de aquellas pieles
grises. La mujer se alejó sin mirarme. Yo... yo no había recibido
todavía el golpe de saber que las oraciones aprendidas eran sólo para
los humanos; que lo demás, las plantas, las bestias, la tierra toda
quedaba fuera, en el horroroso desamparo de la nada. Al salir de mi
anonadamiento, pues, me arrodillé. Y elevé mis preces a Dios por las
almas de las dos bestiecillas quemadas.
"Momentáneamente, una dulce paz se posesionó de mí. Volví al patio.
"Entré al cuarto donde mi madre yacía en cama, enferma. No sé por qué,
guardé el secreto de la escena que acababa de presenciar. Ella extendió
el brazo y acarició mis mejillas. Estaba ojerosa y pálida. Bella como la
que, allí mismo, rodeada de flores, me contemplaba desde su nicho, a la
luz permanente de una veladora.
"Mi madre me cantaba siempre la canción de un viejo arpista muy pobre,
con varios niñitos, a quienes tenía muy poco que darles de comer. Una
noche de lobos en que llegó sin nada, al oír "!Danos pan¡ ¡Tenemos
hambre!", desesperado, se puso a tañer el arpa. Ellos danzaban. Danzaban
hasta caer dormidos, a sus pies, para no abrir ya nunca más los ojos.
"Bajo la mano de mi madre, el reciente martirio y la idea de los
roedores que todavía vivían en sus cuevas del fondo volvieron a turbar
mi corazón. Asocié la canción del viejo arpista con sus niños
hambrientos.
"-Mamá -dije, trepándome a la cama- cántame lo de los niños.
"Ella sonrió, melancólica. Me situó de manera que yo no tocara su
vientre, y accedió con su cara junto a la mía. Pero su acento, ahora,
evocaba en mí más que niños danzando hasta morir bajo los sones del
arpa. Yo veía también ratas, muchas ratas, extenuándose hasta caer
inanimadas...
"De pronto, algo cálido cayó sobre mi mejilla. Alcé la cabeza. Estaba
llorando mi madre. Evocaba por su parte, sin duda, ahora lo comprendo,
algo más que los hijos del arpista. Y derramaba lágrimas por dos niños,
yo y el que iba a nacerle, que nos hundiríamos pronto en el incierto,
hosco porvenir. Recién terminaba una guerra. El padre, herido, todavía
no había llegado; en los fogones revolucionarios las brasas ardían, aún.
2- Almas por
dentro y por fuera, un brillo satinado
Dieciséis cuentos y una novela integran el ciclo de San José de Mayo,
dentro de la obra de Espínola.
La acción de esos relatos sucede, sin excepción, en esa ciudad o en las
zonas rurales adyacentes.
Pero poco tiene que ver esta literatura con la gauchesca.
-A mí no me gustaba la literatura gauchesca -dice el autor -yo quería
algo más delicado.
¿Y qué entiende Espínola por delicado?
Notoriamente dos cosas: contar subjetivamente, atendiendo al exquisito
mundo interior de sus personajes y no a la pura acción exterior. Zum
Felde diría con razón: ". . . estos sentimientos de heroicidad, de
justicia, de venganza, de sacrificio, no son ya aquellos puramente
instintivos y personales que llenan la narrativa americana -y sobre todo
el cuento- con su realismo sensual y semibárbaro; no, son fuerzas, en
gran parte, de índole moral..." no se trata ya de caracteres, sino de
almas, es decir: de lo esencial y lo abismal del hombre".
Pero, por delicadeza, Espínola entiende, además del cambio de materia
-conciencia en vez de hechos- un cambio más esencial desde el punto de
vista artístico: un cambio en el modo mismo de contar.
No procuran sus narraciones "enterar" al lector, no son una mera
información que permita conocer determinados sucesos del mundo fáclico o
-como acabamos de ver- del mundo psíquico o del alma de los personajes.
Espínola "compone" sus cuentos, hace de ellos una máquina productora de
efectos calculados. Su intención formal es, a veces, tan importante, o
más, que el propio contenido argumental de su narración. El elenco de
palabras que usa, la expresividad y tono del lenguaje y de las imágenes
concitadas, el orden en que se dan los hechos, su selección y el juego
de omisiones son, a veces, el cuento mismo; hay una atmósfera virtual
que crea la factura artística. Como sucede en los escritores cuando son
realmente creadores, la forma se hace, en sus cuentos, contenido. Las
notas de realidad y realismo, que son siempre exactas, se alternan
libremente con el humor y la distorsión y así, rompiendo y rehaciendo la
realidad aludida y sin dejar de presentarla como verosímil, la hacen
esencialmente artificiosa, literaria en el mejor sentido de la palabra.
El propio Espínola explicó alguna vez este doble fenómeno de delicadeza
que se da en su escritura, al referirse a dos autores que reconoce como
influyentes en él: "Los casos de Gorki y de Andreiev son diferentes. El
primero me infundió, creo, el modo, la actitud tan francamente
respetuosa, -reverencial, mejor- y tierno de recibir en el alma al
personaje que se está creando; en la necesidad de descubrirlo, más para
admirarlo y amarlo desde una intensa soledad íntima, que para ponerlo en
escritura; aunque es preciso advertir que, sin duda con menos rotunda
evidencia, Cervantes se comporta así; y así los de la novela picaresca.
En cuanto a Andreiev, técnicamente más reflexivo que Gorki, más
"artista", de él recibí, en lo que me es dado discernir, ese modo
inicial de conducir la narración, no en su forma externa sino en el
movimiento interior, y esa satinación diría, que hay a veces en mis
cosas: como un brillo liso, algo que no encuentro ahora palabras para
explicar".
Paco: Vida y destino; cronología
Francisco Espínola nace en San José el 4 de octubre de 1901. Cursa en
esa ciudad sus estudios primarios y liceales y luego, en Montevideo,
inicia sin completar, preparatorios de medicina.
Amigo de juventud de Luis Gil Salguero, de Javier de Viana, por los años
veinte y, hacia la década siguiente, de Carlos Reyles. Participó de la
revolución armada contra la dictadura de Terra y es tomado prisionero en
la acción de Morlán (1935).
Publica los siguientes libros: en 1926, Raza ciega (cuentos); en 1930,
Saltoncito (relato para niños); en 1933, Sombras sobre la tierra
(novela); en 1937, La fuga en el espejo (teatro); en 1950, El ¡rapto y
otros cuentos; en 1954, Milón o el ser del circo (ensayo sobre
estética); en 1968, Don Juan, el Zorro (tres fragmentos de novela).
Es profesor de lenguaje en el Instituto Normal desde 1939 y de
literatura en Enseñanza Secundaria, desde 1945.
Ha dado varios cursos de composición literaria y estilística en la
Facultad de Humanidades y Ciencias, a partir de 1946. |