Junto al alambrado, pone su caballo al paso, y comienza la recorrida,
atento, observando, entendido, los hilos y las huellas, a la luz difusa
del alba.
Han desaparecido dos animales los últimos días, y por algún lado se
van...
—O por algún láu dentr'alguno... — murmura.
De pronto, el grito del zorro, se hace oír, más cercano. Ya aclara, y
Dermidio alcanza a ver, entre unas piedras grises, las puntiagudas
orejas, paradas, en observación atenta.
—Vos te vas'acercar más... — piensa, tranquilo y sonriente.
Continúa al paso.
Se desvía algo, siguiendo unas huellas que van a parar a un cañadoncito.
Vuelve junto al alambre.
Ya antes de asomar el sol, comienza a sentirse el calor.
—Tengo que caminarme como cuatro leguas...
Pero a la vuelta, tomará sus mates, y almorzará a la sombra, bajo la
ramada de la cocina.
De nuevo, el zorro le grita. Esta vez más cerca aún.
—Que quedrá éste?...
Dermidio no se vuelve. Aprieta los labios, y continúa la recorrida.
Ya es día claro.
Una niebla densa se levanta para el lado de los cerros, y se percibe el
rumor animal que despierta todos los días. Balidos lejanos. Presentidos
cantos de pájaros.
—V'hacer calor!... — murmura Dermidio. Y apura el azulejo, que toma al
trote, orejas paradas, haciendo sonar las narices, fuerte y contento con
el aire mañanero.
—Guá!... guá!...
Ahora ya cerquita, allí, detrás suyo.
Dermidio pone el caballo al paso, y sujetándolo poco a poco, lo detiene
por fin. Lento, se vuelve. Allí, a veinte metros, el zorro, sentado, lo
contempla con sus ojillos negros, las orejas enhiestas, el puntiagudo
hocico husmeante.
Dermidio descabalga. Hace como que arregla el recado, sin mirar al
bichejo. Como que no lo ha visto. Saca el revólver, y casi sin apuntar,
le hace un disparo. Una nubecilla de tierra vuela unos metros detrás del
zorro. Este se vuelve, mira aquella nubecilla, y tranquilamente, torna a
observar al hombre, la cabeza medio inclinada a un lado, como
interrogando. Irónico, valiente.
—Bicho juna gran...! Atrevido!... — rezonga Dermidio.
Lentamente, con precaución, acomoda el caballo manso, acostumbrado a
esos juegos, y apunta, afirmando el arma en la cabezada del recado.
Suena el disparo. El azulejo se estremece. La bala pica junto al zorro,
que da un salto de costado.
Pero allí vuelve a sentarse, y audaz, mira de nuevo al hombre. En su
actitud hay burla y desafío.
Ya enardecido, Dermidio va a disparar otra vez. Pero recuerda que no
tenía sino tres balas.
—Me vi'a quedar sin ninguna si le tir'otra vez,— piensa. — Y me puede
hacer falta.
Vuelve el revólver al cinto. Mira al zorro. Grita:
—Ya, bicho!... — Y revolea el rebenque.
El animalejo permanece inmóvil, en su actitud provocativa. Entonces
Dermidio salta sobre el azulejo. Lo llama en la rienda, lo tornea hacia
ese lado, le cierra piernas.
El caballo, pronto, buen animal del medio
para los rodeos, arranca con ímpetu, afirmándose en las patas y batiendo
el aire con las manos nerviosas, que golpean luego el seco suelo. El
zorro huye.
Pero ya está el caballo sobre él.
Dermidio toma el rebenque de la sotera, y tirándose hacia la derecha, va
a descargar el mangazo.
En ese momento, el zorro gambetea como un rayo, y el caballo baqueano,
inteligente, quiere aparearlo. Pero pisa mal, y clava la cabeza en el
suelo, dando una vuelta sobre sí mismo. Se ven las patas en el aire,
luego la panza overa. Cae por fin de costado, el cuello estirado sobre
el pasto, el belfo tembloroso y sangrante.
El hombre, desprevenido, no ha tenido tiempo de saltar, o se ha enredado
en las guascas, y queda debajo, apretado, inerte.
Flota un momento el silencio trágico de los grandes dolores. Una calma
inaudita puebla el llano, sobre el que vuelan los pájaros matutinos.
El grupo del hombre y la bestia, es sacudido por un sobresalto, al que
sigue un grito de angustia, un alarido de dolor. Es que el caballo
quiere pararse, y en los balanceos, aprieta y destroza más al gaucho.
Cuando el animal consigue levantarse, Dermidio permanece inmóvil,
arrollado sobre el pasto. Es un montón de ropa negreando sobre el verde
naranja de la gramilla. La brisa de la mañanita ondula la amplia
bombacha y hace flamear la roja golilla, llamita tímida del fuego que
empieza a abrasar el llano.
El caballo se sacude, suena las narices,
mira hacia su dueño, y luego se aleja un trecho, volviendo la cabeza
atenta, esperando... Después, pasta, tranquilo, parece indiferente. Y
buscando la hierba tierna, va alejándose lentamente del sitio,
incomodado por las colgantes riendas que pisa y lo detienen de pronto,
sorprendiéndolo.
Dermidio ha quedado solo, perdido el conocimiento, perdido él mismo en
medio del llano dorado por el sol que asoma ya, acostando sombras sobre
el campo.
El sol está ya alto, y el campo arde como una fragua...
Los ganados buscan ansiosos la sombra y las frescas aguadas del monte, o
vagan, despaciosos y lamentables, por los llanos abrasados o entre los
pedregales hecho ascuas.
Es entonces que Dermidio despierta totalmente de la semi-inconciencia en
que el dolor físico lo ha sumido.
Intenta moverse y lanza una exclamación de dolor. Experimenta la
sensación de que sus dos piernas hubiesen echado raíces en el suelo.
Quiere erguirse, sentarse, y un nuevo dolor agudo lo recorre desde las
piernas hasta el pecho, ahogándolo, paralizando el corazón.
El gaucho es guapo, es duro, pero aquello lo hace aflojar.
Se lamenta en voz alta, tembloroso:
—Juna gran perra!... qué desgracia!...
Luego, alargando un brazo, con miedo de
comprobar una verdad que siente terrible, alcanza a palparse las
piernas, y entonces, cae de nuevo, cara al suelo, y lo sacude un sollozo
ronco, mezcla de rabia y dolor:
—Las dos quebradas!... ¿Será posible, mi Dios!...
Se lleva las manos a la cabeza, y las retira rojas de la sangre que mana
de un enorme tajo en la frente.
Piensa cómo puede haber sucedido aquello. Ah! sí... el zorro!
—¡Bicho'el diablo!... maldito!...
Siente que la cabeza se le abre, que el sol lo cocina, en aquella
inmovilidad terrible.
Está pegado al sitio por sus dos piernas fracturadas, que no le permiten
casi hacer un movimiento.
—¿Y cómo me dejé apretar!... — Se admira quejumbroso, casi tan dolorido
de su fracaso, como de sus heridas.
Busca con los ojos su caballo, decidido, de pronto, a luchar con el
dolor. Pero el animal es un punto, allá, junto a la sierra, donde ya se
interna.
Dermidio quiere asirse con los ojos a aquel puntito oscuro, como a una
esperanza, pues es el único ser viviente que se mueve en todo el llano.
Quiere atraerlo con la mirada, con el deseo, con el temblor de su vida
enfebrecida.
Pero el caballo se pierde entre el gris verde de las piedras lejanas y
resplandecientes.
Entonces, recorre el campo con la mirada larga de ansiedad. Sus ojos,
inyectados de sangre, se ensanchan en esfuerzos implorantes, sobre el
mar de fuego que es a la sazón el llano. Y ni un animal, ni un pájaro
siquiera, puebla el inclemente desierto de verdura, ni la plancha
calcinada del cielo.
Dermidio ha conseguido sentarse, y se echa el saco sobre la cabeza, pues
el sol le derrite los sesos.
Tiembla, no obstante, y sus dientes permanecen apretados unos contra
otros, en un endurecimiento doloroso de las mandíbulas. A cada
movimiento que intenta hacer, el sufrimiento físico lo vence de un
tirón.
Al cabo de un rato, está como entontecido. Abrasado por el fuego que
baja del cielo y que ya devuelve la tierra. La boca seca, la lengua
hecha una guasca. Muerto de sed. Parece le va a estallar la cabeza,
amasada por unos dolores que comienzan en la nuca y lo sacuden con
chuchos escalofriantes.
—Hay pa enloquecerse... — Piensa aún.
Luego, cae de costado, atinando todavía a taparse la cara con el saco.
Queda así, inmóvil, vencido, inconciente, por largo espacio de tiempo.
La fiebre lo sacude por momentos, convirtiendo el sufrimiento hacia la
nuca y el cuello, que parecen atenaceados por presiones ingentes...
Es un roce fresco, como húmedo, sobre una de sus manos, que lo
despierta.
Y ve con repugnancia, cerca de su cara, una araña enorme, peluda, de un
color parduzco sucio, que ante su movimiento brusco se yergue ante él,
en actitud defensiva, las patas delanteras en alto, las tenazas con
visos carmesíes abiertas, prontas a morder.
—V'a saltar... — piensa Dermidio. Y lentamente, sin perder de vista al
insecto, recoge el rebenque, yacente a su lado, y aplasta de un mangazo
la vida misteriosa. La araña se estremece en temblores intermitentes
unos instantes, luego se hace un montoncito oscuro sobre el pasto.
Aquello lo vuelve a la realidad.
—Debe ser cerca 'e medio día... ¿habré dormido? ... — Piensa alto,
mirando el cielo, desde donde el sol, en el cénit, derrama fuego sobre
la tierra sedienta.
Intenta incorporarse y de nuevo las piernas lo crucifican en su
inmovilidad; y la cabeza le late de un modo que parece se agrandara y se
achicara.
Piensa de pronto que va a morir. Piensa que nadie vendrá. Que no darán
con él en aquel rincón del campo distante casi dos leguas del puesto. Si
hubiera ido alguno de la estancia... El viejo, los muchachos...
Habrá extrañado Lena su ausencia... Habrá salido el peoncito a
buscarlo... pero ese es tan bobo y tan miedoso para animarse a ir
lejos...
El almuerzo estará pronto, y la mesa puesta, con su mantel blanco y
limpio, y la jarra de barro llena con agua del pozo. El comedor con el
piso de tierra recién regado, oliendo a húmeda frescura. ¡Es linda
aquella pieza! Sombría y fresca!... Las paredes de barro, blanqueadas.
La alacena, exhibiendo por el tejido de alambre la vajilla enlozada. La
percha, con su poncho de verano colgado. Todo lo imagina, y le parece
más cordial, más íntimo, más suyo. El almanaque, regalo que para año
nuevo les hizo el pulpero, ese sí, no le gusta. Representa una pareja,
en un bote chiquito, que no se inclina para el lado donde ellos están.
El hombre besa la mano de su compañera, y ella mira hacia arriba. Visten
trajes puebleros, que no dicen con el monte y con el arroyo. Además
parecen bobos y aparatosos. Se engaña, recordando detalles pequeños,
insignificantes. Nuevamente piensa que sus ranchos están a dos leguas, y
la pulpería de Iturralde, los más cercanos, otro tanto.
Su mujercita no va a salir a buscarlo, aunque es guapa y de a caballo.
Pero los gurises... cómo los deja solos?
—El machito... — murmura — mañana cumple dos años... La gurisa va pa
cuatro...
Se le humedecen los ojos de ternura y de lástima, al pensar:
—Si quedo impedido...
¿No se animará su china a salir?... Pero, qué haría ella sola?...
Solamente que prendiera el carrito, que fuera a buscar gente... pero...
y si no sabe nada?... cómo va a imaginar?...
—Si no juera esta calor!...
Se abrasa, se ahoga. Muere de sed.
—Capaz que muera, mismo.
Y otra vez piensa en los hijitos, en la mujer...
—Lena!... — pronuncia con la voz quebrada
en un sollozo. ¡Tán buena! Tán trabajadora!... Cómo tiene los ranchos!
como espejos! Manos para cocinar!, para hacerle ropita a los hijos! No
se explica como le alcanza el tiempo todavía para lavar, amasar, cuidar
de la quinta, y el jardín... ¡Cómo tiene ese jardincito! Es una
hermosura! Malvones, jazmines, rosas, margaritas, claveles... malvones
hay de todos los colores: rojos, rosados, blancos, morados... A veces él
la pelea por tomarse tanto trabajo con las plantas... pero son tan
lindas! Alegran, tanto!... Ahora ve el jardincito bajo una luz de amor y
de ternura que lo hacen brillante y perfumado... Lo ve perfumando,
ennobleciendo sus días felices de paz y de trabajo.
—Lástima los perros, que un dos por tres rompen todo, con sus corridas y
sus brincos... y los gatos. . y las gallinas...
Se le va la cabeza. Como en una niebla le huyen las ideas.
Y los ojos le duelen de la luz despiadada, que tiembla a ras del campo,
con vibraciones mareantes.
—Qué ví'hacer?... qué horas serán?... — Piensa todavía.
La transpiración, copiosa, lo baña, lo enloquece.
Un yuyal seco, allí cerca, crepita, quemado por el sol.
—Capaz que muera, mismo!
Sin darse cuenta, ha palpado el revólver, en el cinto.
—¡Oh!...
Una esperanza lo sacude... pero al momento lo abate la conciencia de su
soledad, de la distancia.
—No oirán ... qué van a oír!...
Sin embargo... Pero tiene sólo una bala. Nada más que una bala.
—Una sola bala... una sola bala... — repite tontamente.
Más que casualidad que oigan un solo tiro. Tendrían que andar cerca en
ese momento.
Ahora, el estómago... el estómago le duele como si también se lo
prensaran. Y lo retuercen unas náuseas que lo arrojan deshecho, de cara
contra el suelo.
Rompe a llorar. Llora, llora dulcemente, como una mujer, como un viejo,
como una criatura.
—¡Como una criatura!... — piensa con vergüenza y lástima. Con una
inmensa lástima de sí mismo.
Cada vez lo inmovilizan más aquellas pobres piernas rotas. Imposible
moverlas... ¡Y la cabeza!...
—Me víá enloquecer! — dice en voz alta, casi gritando, rabioso de
pronto, irguiéndose, arrojando al suelo el saco, y el sombrero, y
empuñando el revólver. ..
—¡Loco!... Toy loco!...
Y agita el brazo derecho con el arma, y lo lleva a su cabeza ardorosa, y
vuelve a agitarlo con desesperación. ..
Entonces, oye distintamente tres disparos.
Queda como petrificado... Escucha anhelante, desfalleciente,
incrédulo... Luego se estira, medio arrastrándose, venciendo el dolor
con la esperanza, hacia el bajo, de donde parece llegó el ruido.
Suenan, a intervalos, otras tres detonaciones, más cercanas.
Grita, enloquecido de jubilosa angustia:
—¡Son los Iturraldes!... me buscan!...
Y en un último esfuerzo, dispara su revólver, y se echa, desvanecido de
emoción, sobre la tierra en llamas. |