El
lodo de la estirpe |
Guardábamos en ánforas la sal de los ojos, la dejábamos descansar a buen recaudo. Añejábamos
líquidos vertidos por la familia, sustancias dignas como la leche, y aún el semen. Nada de deshechos malolientes, nada que enlodara la estirpe. Vasijas con licores exquisitos, mieles y aceites familiares. Odres repletos de sudores, volcados en situaciones irrepetibles: incestos, bodas, nacimientos, noches de vampiros. Lágrimas derramadas en el entierro del mártir o el velorio de la abuela. Lágrimas de nodriza loca y de toda aquella capaz de criar más de tres hijos, propios o ajenos. Y estaba el líquido vertido por los tajos, el derramado por las filosas hojas expuestas sin aviso o por contrato, dagas ensartadas en cuerpos jóvenes como el de Asir o antiguos como el de Tiresias. Las siervas entraban sigilosas, recogían sábanas y manteles, escurrían fajas y pañuelos. "Aunque más no sea tres gotas", murmuraban, temerosas de volver pobres y agotadas. Las ánforas sedientas esperaban su premio o su castigo. Altas mujeres como catedrales, hombres poderosos como percherones. Todos derramaban flujos para el acopio familiar. Y siempre las doncellas recogiendo frutos. El licor generado era mercancía exquisita. Se vendía al más alto precio de la dignidad: dos dracmas el odre, un centavo la pizca de sal, tres sextercios el gramo de sangre desecada: especias para la carne asada a la brasa enrarecida, alimento para los amantes que elevan sus vientres al unísono. Algunos ofrecían panes exquisitos bañados en salsas enriquecidas, vistosas como niños. Y las mujeres parían crías oscuras como el murallón de la tormenta, hembras febriles que ataban los brazos de los hombres a los pies de las camas. Y allí descansaban armas y monedas, se sumaban miembros a la estirpe. |
Melisa
Machado De "El lodo de la estirpe" Editorial Artefato, Montevideo, 2005 |
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