El
lodo de la estirpe |
Llevo la piel atada en jirones: las raíces atascadas, colgadas como una estola. Uso el rostro marcado, tengo suelto cada diente: bailan en mi boca como un puñado de piedras. Llevo la boca saturada por un vino exquisito, brebaje rojo: áspero rezumadero de mis tajos. Labios abiertos más allá del grito. Y aún no es bastante. Dios levantó la piel de mis huesos, dejó los pómulos ventilados, las venas expuestas, perseguidas por la sombra de una extrema delgadez. El hierro quemó como plancha y tuve olor a brasa y a carne asada al mediodía. Fue la quema de todas mis edades. Sepultada ante siglos de arena cubrí los costurones con empastes de hierbas. Acaricié hasta el hartazgo los duros bordes de las heridas. Profané su obra en honor a mí. Esculpí mi rostro para arrebatarme después ante el reflejo de otros ojos. La piel se secó, se estiró, se volvió blanca. Demasiado apremiante mi deseo quedó exhibido ante las bestias. Recibí grito látigo fiera Fuí desmesurada: hechicera inmóvil, atroz maleficio de mis juegos. Acabé metida en una hoguera vuelta al revés devorando uno a uno los pequeños huesos de una rana. |
Melisa
Machado De "El lodo de la estirpe" Editorial Artefato, Montevideo, 2005 |
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