La tormenta |
Había llovido durante los tres últimos días y esa tarde la lluvia era un tapiz interminable, que caía, copiosamente, sobre gran parte del sur de Cerro Largo.
El cura párroco estaba en el almacén del pueblo, inclinado sobre una de sus piernas, jugando a los dados por dinero, con el peluquero, el Dr. Guerra y tres o cuatro parroquianos que formaban medio círculo, cuando llegaron dos hombres completamente mojados, con sus sombreros en la mano y la cara completamente desencajada por la noticia que traían.
Señor... -dijo uno de ellos.
Murió Irineo Sánchez -se apresuró a decir el otro.
Todos hicieron un profundo silencio por unos instantes y el sacerdote se persignó, mientras escondía su mano izquierda detrás de su sotana, en donde había cruzado su dedo índice sobre el medio, en un gesto que quiso que pasara inadvertido.
El Dr. Guerra seguramente pensó en una deuda que no tendría que pagar en tales circunstancias.
Hay que hacer una misa -dijo uno de los mensajeros.
Fue su último deseo.
El cura les dio como pretexto el hecho de que en la parroquia se estaban realizando algunas reformas, pero antes de que terminara con sus tontas disculpas uno de los hombres mojados dijo:
La quieren realizar en el teatro.
El Dr. Guerra, que hasta ese momento mantuvo silencio, se adelantó unos cuantos pasos y con gestos y ademanes -como si estuviese dando un discurso- les aclaró a los recién llegados que el teatro no se encontraba en condiciones, que el techo se llovía a mares y que faltaban no menos de seis vidrios de las ventanas.
Uno de los hombres, el más bajo, se acercó al párroco y le dio un buen mazo de billetes.
Dice la señora que es para los gastos.
-Se hará como quiso el Sr. Sánchez -dijo el prelado, siempre con los dedos cruzados, en su espalda.
Cuando se iban, uno de los mensajeros se volvió sobres sus pasos y aclaró:
Tiene que estar la imagen de San Agustín.
¿De quién?
San Agustín.
El cura se mostró algo turbado, pero enseguida les hizo una seña de que estaba todo bien, para que se fueran.
Por el alero del almacén y bar, junto al anuncio de bebida refrescante, caía un chorro de agua de un grosor considerable, que hacía bailar las baldosas flojas del suelo.
El párroco se remangó la sotana y salió encorvando la cabeza, con intenciones de esquivar los charcos más profundos, mientras meditaba cómo salir de ese problema, ya que en la iglesia no había imagen alguna de San Agustín. Cuando ya creía que la solución no aparecería, recordó que nadie en el pueblo era devoto de San Agustín, es más, no había nadie devoto de algún santo, por lo que ordenaría llevar la imagen de otro santo, de uno cualquiera, convencido que nadie notaría la diferencia.
Un grupo de niños pasó a su lado, a las carreras, tratando de alcanzar a un sapo grande y gordo, que se les venía escabulliendo desde hacía un buen rato.
Llegó a la iglesia y se dispuso a cambiarse la ropa y tomar todos los enseres necesarios, incluido el santo, que lo llevarían hasta el teatro dos jóvenes monaguillos.
El teatro, realmente, estaba en pésimas condiciones, pero todos querían llegar hasta la misa, solamente para verificar que Irineo era quien había muerto.
Cuatro jinetes salieron, bajo agua, desde la estancia El Remanso, pero al pueblo sólo llegaron tres, ya que uno se perdió en medio de la tormenta.
Al llegar al teatro el prelado vio que en la puerta, con su uniforme de gala y la carabina al hombro, se encontraba el soldado del pueblo, mojado de pies a cabeza.
¿Y usted qué hace por aquí? -preguntó el cura.
Fue deseo de Don Sánchez -dijo el soldado.
¿Y sus superiores saben de esto?
El soldado se sonrojó por completo y meció la cabeza en signo de desconcierto. El sacerdote pudo ver, aunque éste lo ocultaba, que el soldado tenía los dedos cruzados en la mano que escondía en su espalda.
Una vez que estuvo todo dispuesto: el féretro en el centro del escenario, a un lado el santo, el altar y el la cruz de bronce, se dio aviso para que pasase la gente que se agolpaba en la puerta de entrada.
Todos se acercaban al cajón y se cercioraban hasta en el más mínimo detalle de que el muerto era el Sr. Sánchez y no otro.
La lluvia se colaba por las tejas rotas del techo y los tablones del piso crujían a cada paso, sobre todo cuando pasó el Intendente, que por esos tiempos pesaba unos ciento treinta quilos. Al verlo así de grande y rozagante el párroco no pudo dejar de pensar que se decía en el pueblo que por haber sido tan prematuro al nacer no tenía ni uñas y pesaba menos que un buen pollo.
Todos se ubicaron en sus butacas, resquebrajadas y torcidas, y comenzó, entre truenos y relámpagos, la misa.
Un fino hilo de agua caía sobre el ataúd.
El frío era descomunal, y todos se pasaban, insistentemente, una mano sobre la otra y luego sobre sus piernas, y más de un niño pequeño se orinó, pero nadie quería perder detalle, y estaban dispuestos a seguir la procesión hasta el cementerio.
Seguramente la única persona que no fue al velatorio fue la señora Norton, quien se hizo un buen pastel y se lo fue comiendo, de a poco, en el correr de la tarde.
El chorro que caía, tenazmente, sobre el féretro fue mayor y hubo que cerrar el cajón antes de que se inundara.
Como la gente seguía llegando, desde diferentes localidades, para ver la cara del difunto, el escribano labró un acta, dando fe que el muerto era Irineo Sánchez, y se colgó en la cartelera de la sala, detrás de los cristales.
Algunos sólo llegaban a la puerta, leían el certificado, con alivio, y se volvían, otros, entraban, en silencio, y permanecían de pie, ya que el teatro estaba repleto.
Como no se lograron encender los cirios se iluminó el centro de la sala con una de sus arañas antiquísimas, pero al poco rato se apagó, dejando a todos en penumbras.
La viuda sollozaba, en primera fila, junto a su hija mayor y su yerno, y dejaba un billete de buena cuantía, cada vez que pasaba el sacristán con la canastita, como si estuviese en el entreacto de una obra.
La misa culminó con una oración y un ruego, cuando la lluvia caía con más fuerzas, y el párroco invitó a los presentes a formar un cortejo y realizar una procesión hasta el cementerio.
Cuatro hombres del pueblo llevaban el cajón y caminaban, a paso lento, bajo una verdadera pared de agua.
En medio de la procesión la viuda hizo señas para que pararan. Se acercó al párroco y le dijo:
-Las campanas. ¿Qué?
Él quiso que repicaran las campanas.
El cura frunció el ceño, pero luego hizo que alguien fuese hasta la iglesia e hiciese resonar, una y otra vez, las campanas.
La viuda, satisfecha, hizo una nueva seña para que siguieran.
Se hizo un nuevo alto frente a la que había sido su última morada, casa de dos pisos y dos aguas en la calle Anunciación, y allí estuvieron, en silencio, algunos minutos.
El párroco recordó a Don Sánchez tras su escritorio de roble estilo francés, con un cofre oscuro y pesado, con cerrojo de hierro forjado, sobre la mesa, y un maletín, como el que suelen usar médicos y dentistas, del otro lado. Lo recordó con sus gruesos lentes de aumento y su sonrisa sarcástica. Sus bromas que no eran muy buenas ni tampoco muy apropiadas.
Las gotas, gruesas e interminables, zigzagueaban todas las frentes, y los cabellos, renegridos y lacios, se pegaban a los cráneos, completamente helados.
El párroco veía cada minuto como algo inconmensurable y todos caminaban en silencio bajo la lluvia que no cesaba.
Una vez que llegaron al arroyo vieron que no daba paso, por lo que dieron un rodeo por tierras del señor Amejeiras.
En el cementerio esperaba el sepulturero, con el foso hecho desde la mañana, y la pala en su mano izquierda, escondiendo la otra detrás de sus espaldas, con los dedos mayor e índice formando una cruz.
Tenía la cara agrietada y cansada, con gesto taciturno, pero no demasiado triste, al decir de todos era un hombre reservado y parco, hecho a paladas de entierros.
Al verlo, el prelado recordó, una vez más, a Don Irineo.
Guardaba sus libretas de anotaciones en el maletín de cuero. La lista de sus libretas podría decirse que era casi interminable y que no distinguía posición social u oficio.
La procesión se acercó hasta la tumba en donde descansaría Don Irineo.
El foso, naturalmente, estaba inundado, por lo que al colocar el féretro comenzó a flotar con su muerto dentro.
Cada palada de tierra que se arrojaba se iba al fondo del hoyo y el cajón ascendía aún más, hasta que llegó a la superficie.
No hubo forma de sacar el agua, ya que la lluvia era tal que cada balde que se lograba llenar, para vaciar el foso, era insuficiente comparado con el torrente que caía.
La gente comenzó a impacientarse. Muchos hubiesen ayudado con una u otra palada sólo para ver el féretro bajo tierra. Pero todo fue inútil.
Por fin los familiares se convencieron que no podrían sepultarlo ese día y todos volvieron al pueblo, cruzando, una vez más, el arroyo.
La viuda, esa misma noche, le dio el maletín de su esposo al prelado, quien prometió dar una misa especial cada año, en conmemoración a la fecha, y le aseguró a ella guardar algunos silencios.
Ambos, conformes, se saludaron en el Atrio, y la viuda dejó una moneda de plata bajo los pies del Santo que pasó por San Agustín, en el velatorio. El sepelio se realizó dos días después, cuando un sol muy pequeño apareció detrás de los cerros más altos. |
Duilio Luraschi
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