Silencio |
Estaba
sentado en un banco frente al cementerio. Vivía a media cuadra de la
puerta de entrada. Allí, el muro se alargaba, siempre igual, hasta el
arroyo, que en ese entonces era apenas un hilito de agua maloliente
bordeado de sauces, con sus largas ramas hinchadas por la humedad, que
caían, flácidas, sobre la basura que todos arrojaban. Estaba sentado
en el banco de piedra mientras esperaba que el ómnibus pasara. Trabajaba
al otro lado de la ciudad, en una carpintería pequeña, que pertenecía
a la viuda del último de los dueños del molino. Como el molino quebró,
ella dedicó lo que quedaba de la herencia a poner un negocio de
maderas, cosa muy común por aquellos días. Yo
no era de la zona. Había llegado con Sara, mi esposa, y mis dos hijos
pequeños no hacía tanto tiempo, y nos habíamos instalado en una casa
antigua pero luminosa en una calle angostísima, que no tenía más de
diez o doce esquinas, y moría, abruptamente, frente al arroyo. Los
vecinos eran pocos, ya que nadie quería vivir frente al cementerio. Los
niños crecieron entre perros de caza, criando renacuajos, buscando
tesoros debajo de las piedras, como todos los niños de la zona, pero
había algo en el varón que lo distinguía de los otros: desde que llegó
al lugar no dijo palabra. Tenía tres años cuando decidimos dejar
nuestro pueblo, cerca de Cerrillos, para probar fortuna en una ciudad un
poco más grande. La niña en ese entonces tenía ocho años, pero el
varón, de seis, no decía palabra. El
médico del pueblo, un hombre grandote, de pelo rasurado, nos indicó un
pase para un especialista, pero todos los especialistas vivían en la
capital, y si bien las cosas no me iban mal en el trabajo, no tenía el
dinero suficiente para la consulta ni para nuestro desplazamiento. Además
la carpintería tenía un pedido mensual de tres ataúdes finos, que
requerían de todo mi esfuerzo. Los otros, los cajones simples de pino,
los hacían dos jóvenes aprendices, pero los trabajos importantes me
los encomendaban a mí, cosa que me llenaba de orgullo. El
cura párroco nos había dicho que teníamos que dar nuestro hijo a la
Iglesia. Su silencio era un misterio divino, quizá un llamado del Señor
para que el niño ingresara a las filas del sacerdocio. Sara insistía
con que lo llevásemos al monasterio pero yo me negaba una y otra vez,
con la esperanza que el muchacho se curara, que como calló así, de un
solo golpe, comenzara a hablar del mismo modo. Cada noche, al llegar a
la casa, me quedaba observándolo. Él permanecía siempre en su silla,
en silencio, y nada se escapaba de sus ojos, vivaces, pero de su boca no
salía una sola palabra. Como
no podía ir a la escuela
se quedaba con Sara y la ayudaba con mínimas tareas de la casa, como
secar los trastos o hacer las camas. En
las horas que tenía libres cruzaba al cementerio, y recorría con su
dedo índice todas las lápidas y las cruces. Pasaba, a veces, la tarde
entera entre las tumbas. También
dibujaba. Sus dibujos eran extrañísimos, llenos de líneas de colores
vivos y brillantes, enmarcados con un trazo de por lo menos un dedo de
ancho, del negro más intenso. El cura párroco insistía que eran luces
celestiales pero yo me negaba a que mi hijo pasara el resto de su vida
encerrado en una celda en alguna abadía en medio del campo. Me
acercaba hasta él, sonriendo, y le pegaba suavemente en el hombro con
el puño. Él levantaba la vista pero sólo quedaba mirándome. Yo
estaba sentado, frente a la puerta del cementerio y pensaba en todo eso. El
ómnibus demoraba, así que me puse a armar un cigarrillo. Silbaba una
vieja canción, que oía cantar a mi madre cuando era pequeño.
Acostumbraba a silbar, lentamente, entonado, cuando estaba solo o
aburrido, cuando el tiempo se hacía eterno, como ese día en que
esperaba que apareciese el ómnibus que nunca llegaba. Y
allí estaba, sentado, haciéndome sombra con el ala más ancha del
sombrero, armando un cigarrillo sin premura, dejando que el tiempo
pasara. En
ese instante llegó Coitiño, con su andar lento, pausado, y se paró
frente a mi. -
¿Quién murió hoy? -
No sé -dije, mientras seguía con mi cigarro. -
¿Cómo que no sabe? -
Hace rato que estoy acá sentado pero no vi ningún cortejo. -
¿Y no le hicieron algún encargo especial? -
Ninguno. Tres cajones por mes. Lustrados, con cruz y aros de bronce.
Como todos los meses: tres cajones de los buenos. Coitiño
frunció el ceño, como si lo que yo le había dicho no fuese cierto.
Pero yo no lo sabía. No lo supe hasta que llegué a la carpintería. Era
tiempo de elecciones y un muchacho regordete pasó, montado en su
bicicleta enorme, con un altavoz anunciando que iba a hablar el diputado
Ibáñez en el Club Social esa noche. Parecía que en cada pedaleada
dejaba la vida, y decenas de gotitas de sudor le caían por toda la
frente, zigzagueando, hasta el cuello de la camisa. No le importó que
pasara frente al campo santo, siguió con su parlante a viva voz,
mientras pedaleaba. Por
fin se vio, a lo lejos, el ómnibus, que por el polvo que levantaba me
di cuenta que traía apuro por llegar a tiempo a su destino. Me paré en
medio de la calle e hice señas con los dos brazos. Era
el único ómnibus que había en la zona y cruzaba la ciudad de norte a
sur, la bordeaba en parte y volvía a cruzarla de oeste a este. Como ya
había hecho parte del recorrido encontré un único asiento. Estaba
sobre la rueda, que parecía que de un momento a otro fuera a estallar
por el calor del asfalto y la velocidad que el conductor le infringía. -
Llega tarde -dijo la viuda. -
Es por el ómnibus, usted sabe. -
Cámbiese de ropa y comience con un nuevo pedido. Es un ataúd especial.
Quiero que luzca perfecto. Elija el mejor y apróntelo como si fuese
para usted mismo. Una
vez que la dueña se marchó pregunté quién era el difunto. Parecía
que el único en le pueblo que no lo sabía era yo. Y Coitiño, pensé
después, recordando nuestra charla en el cementerio. La voz se había
corrido desde temprano en la mañana cuando encontraron al diputado Ibáñez
muerto, en un lugar impropio. -
Pero si yo oí el aviso del acto en el Club Social -repliqué. -
Lo que pasa es que el aviso estaba pago y como el dueño del altavoz no
quiso devolver el dinero, el partido lo obligó a dar toda la vuelta al
pueblo. En
ese momento apareció la viuda, dándose golpecitos de palma contra su
muslo generoso, y me indicó los últimos detalles. Trabajé
con esmero toda la mañana. A
eso de las doce los muchachos salieron a comer, pero yo me quedé porque
el pedido era urgente. Ya
casi había terminado cuando escuché que alguien entraba por la puerta
principal. Apretaba el último tornillo, aferrando la gran cruz con el
Cristo a la tapa, por lo que no alcé la cabeza hasta que oí una voz
profunda de hombre que decía: -
¿Está pronto el ataúd? Cuando
levanté la vista lo vi. -
¿Está pronto? -insistió la voz grave. Yo
no pude decir palabra. Era el diputado Ibáñez. Llevaba un traje habano
y camisa blanca de seda, pero, cosa rara en él, no traía lazo o
corbata. Entonces,
por la misma puerta por donde entró, apareció mi hijo con una bolsa
con comida. El niño pasó delante de él, y una vez que estuvo al lado
le acarició la cabeza, con cariño, como solía hacerlo en las
reuniones políticas con los hijos de los correligionarios. Yo me
adelanté unos pasos y lo traje conmigo. El niño dejó todo sobre una
mesita llena de herramientas y se quedó así, como siempre, mirando. El
diputado estuvo largo rato observando mi trabajo. Era, sin lugar a
dudas, el mejor ataúd que había preparado. Una vez satisfecho, se
marchó, lentamente, mientras se alisaba el cuello de su camisa. El
niño permanecía en un rincón, armando casitas con trozos de madera y
corcho, deshechos que muchas veces iban a la estufa o al asador. Parecía
tranquilo, inmerso en sus construcciones, que se elevaban unos veinte
centímetros de la mesa, y que semejaban pequeños panteones de un
imaginario cementerio. El niño estaba absorto en su juego mientras yo sólo
alcanzaba a lustrar una y otra vez la cruz del féretro. Cuando llegaron
mis compañeros estaba sentado junto al cajón, en total silencio. Entraron
a las risas, golpeándose los hombros, y se pusieron a trabajar de
inmediato, sin tomarme en cuenta, como si estuviesen inmersos en su
propio mundo. Entonces
pensé que todo había sido una broma; que ellos me habían mentido
acerca del muerto; que el fallecido podía haber sido el doctor o el
Intendente, quizá la esposa de Ladislao Guerra, hombre de mucho dinero
capaz de pagar un cajón de lujo. No
podía haber visto a un fantasma. Además había oído claramente el
altavoz anunciando su mitin en el Club Social esa misma noche.
Seguramente ese par de rufianes eran de otro partido. Ellos seguían riéndose
mientras lustraban sus cajones; se tiraban con tarugos y viruta, como si
hubiesen recibido una buena noticia o simplemente riendo como tontos que
no tienen en qué pensar sino en divertirse. El
tonto he sido yo, me decía, cómo pude creerle a ese par de cretinos. -
Ustedes me mintieron -les dije- No fue el diputado Ibáñez el que murió.
¿Para quién es este cajón tan lujoso? Los
muchachos dejaron de reír de inmediato. Tobías, el menor, fue hasta la
piecita del fondo y trajo el diario local. En la página fúnebre habían
por lo menos seis avisos: de su esposa, de sus hijos, del Partido, del
Club Albatros. Hasta había un editorial, escrito por un tal Javier
Jancovics, que elogiaba ampliamente a su correligionario e invitaba al
sepelio, donde habría una pequeña oratoria. No
hablé más del asunto. Terminé mi trabajo y volví a casa. Llevaba a
mi hijo de la mano. Le acariciaba suavemente la cabeza y pensaba que el
diputado Ibáñez había hecho lo mismo, unas horas antes. Sara
me esperaba con el diario sobre la mesa. Era el diario que había visto
en la carpintería. Mi hija vino corriendo del fondo y nos besó a su
hermano y a mí. Apenas
llegué, me puse a recordar nuestro primer día en esa casa: el muro
ciego del cementerio en la vereda de enfrente, la dueña, con su cara
alargada, que culminaba en una nariz musculosa, como la trompa de un
zorro; aquellas personas
que se acercaron para darnos la bienvenida. No
sabía bien por qué, pero me venían, en oleadas, todos esos recuerdos.
Entonces salí al jardín y quedé observando, desde la verja, la puerta
del cementerio. Los cipreses giraban de modo casi imperceptible. Entré.
Sara ya estaba sentada a la mesa. -
¿Viste quién murió? -preguntó. No
contesté. Esperaba que ella me lo dijera. -
El diputado Ibáñez -dijo, en seguida, mientras servía un plato con
trozos generosos de torta de vainilla. -
Hoy lo vi - le dije. Se
hizo un silencio y proseguí: -
Hoy lo vi. Estaba terminando su ataúd cuando apareció por la puerta.
Preguntó por su féretro. Quería saber si estaba pronto. -
Estás cansado -dijo Sara. -
No estoy cansado, lo vi. Entonces
ella se puso a cortar más trozos de torta, haciendo un montoncito con
las migas, que llevó hasta la cocina. Mi
hijo observaba, por la puerta entreabierta de la habitación, la gran
cruz de hierro forjado, y trataba de dibujarla en una hoja de papel
garbanzo. Mi hija jugaba en el patio. Yo
quedé pensando, con la vista perdida en la mancha de humedad que
ocupaba el techo y parte de la pared del fondo. Se
hizo la noche. Cuando
reaccioné, vi a mi hijo que, poniéndose el dedo índice sobre sus
labios, me hacía una pequeña seña para que guardara silencio. Entonces comprendí todo. |
Duilio Luraschi
Publicado en Las fieras, (Grupo editor Caracol al galope, 2002)
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