Pollo al horno |
La
mesa estaba servida. Detrás, una lámpara de pie daba poca luz sobre un
sillón vacío que tenía un diario doblado en cuatro partes sobre uno
de sus posabrazos y un par de lentes abiertos por completo en el otro. La
habitación era pequeña, y desde la cocina llegaba un suave olor a
pollo horneado. Todo hacía pensar que de un momento a otro llegaría el
Sr. Branner. Saracho lo esperaba desde hacía una hora. En la radio se oía,
suavemente, un disco de Benny Goodman y sus dedos acompasaban el saxo
sobre la tapa del bargueño. Hacía mucho frío, y para contrarrestarlo,
se había servido ya tres whiskys. La
señora que se encargaba de la limpieza y la comida ya había regresado
a su casa. “No deje que el pollo se queme”, le había dicho a
Saracho cuando cerraba la puerta, con un golpe exagerado. Saracho
vigilaba el pollo entre vaso y vaso, pero no sabía si sacarlo y
recalentarlo luego, o dárselo a Branner en el estado en que éste lo
encontrara. La informalidad era algo que lo agobiaba y la cena estaba
programada para las nueve. Saracho
era un hombre más bien pacífico, pero por las noches se entregaba a
extraños sueños. |
Soñaba
con catedrales antiguas. Eran inmensas, repletas de oro y plata.
Catedrales antiquísimas en países desconocidos, llenas de bancos,
bordeadas de una infinidad de confesionarios. Pero había uno en
particular que acaparaba su atención. Estaba bastante apartado. Siempre
soñaba que iba hasta él y corría, de golpe, el cortinado, y entonces
se encontraba con la cara de Branner, que reía, y él lo mataba de diez
o doce puñaladas en el pecho y en los brazos. Cada noche ocurría lo
mismo, incluso luego de soñar el mismo sueño decenas de veces. Todo
culminaba de la misma forma, y despertaba, sobresaltado, sentado en la
cama, con la vista fija en el rosario de piedras negras. Como
no confiaba mucho en su ingenio, y no quería improvisar nada, planeó
la conversación con Branner desde el “Buenos días”, que le diría
cuando llegara, al “Café
o cognac”, luego de la cena. Tenía
por costumbre desmenuzar la conversación hasta lo más mínimo, con el
fin de que nada se escapara a su control. Añoraba el mundo de la niñez.
Añoraba los tiempos en que el mundo vivió su Edad Media, donde todo
era perfecto y terrible. La
noche anterior no había dormido casi nada. Todo fue un oscuro
sobresalto. Temía que al dejarse llevar por el cansancio, soñaría el
mismo sueño de siempre, justo antes de la visita de Branner. Se le
notaría en la cara. Sus ojos lo delatarían. Sus conversaciones,
involuntarias, lo llevarían casi fatídicamente a las catedrales. De ahí
a confesarlo todo era sólo un paso. Por eso de noche dio vueltas y más
vueltas en la cama. Prefería que Branner lo encontrara con ojeras,
incluso con humor de perros, antes que sus propios ojos lo denunciaran.
Bebía, un vaso de whisky tras otro, con desenfreno, mientras no llegaba
su invitado. El
pollo comenzaba a oler a quemado, pero Saracho no se movió un centímetro,
y dejó que se fuese chamuscando. Dejó
la botella en el suelo, y comenzó a leer el diario. Al
hojearlo se encontró con la noticia de que Branner había muerto. Cerró
el diario con un ruido espantoso, y observó, una y otra vez, la fecha,
que estaba en la primera línea. Era el diario de la tarde. Fue
inútil buscar en la radio algún noticiero. Sólo había programas con
música. El dial quedó, por fin, después de su serpenteo, en un
vallenato colombiano. El
pollo crepitaba horriblemente en el horno, y Saracho lo sacó, y lo dejó
sobre una bandeja. Olía mal, y su aspecto era indecente. Se
sirvió un vaso más de alcohol, mientras resoplaba. De repente comenzó
a comer un muslo, quitándole la piel, que ya estaba carbonizada por
completo. Se sació, y regresó al sillón de la sala. Por
el profundo cansancio, no llegaba a coordinar, siquiera, un pensamiento
acabado. Sus ideas parecían frases escolares, que le surgían de golpe,
sin razón, para quedar truncas o sin ningún sentido. Comenzó,
entonces, a invadirlo un fuerte sueño. A
la mañana siguiente se despertó en su cama. Vestía ropa interior y un
robe de chambre que no era suyo. -
Por suerte usted no fuma. -
¿Qué? -
Dejó el gas abierto. Volví por mis llaves y lo encontré tirado en el
sillón. El batón es de su vecino del cuarto piso. Él fue quien lo
desvistió. Se lo digo por si usted pensó que... -
¿Qué hora es? -
Las once. Saracho
se incorporó. La habitación le daba vueltas. -
Llamé a su oficina. Dije que estaba enfermo. Él
asintió con los ojos cerrados. Al
mediodía comió los restos del calcinado pollo, y salió a la calle.
Tenía prisa. Fue directo al velatorio. Estaba preocupado porque su
traje era beige y no azul oscuro o negro, pero era el único traje que
tenía limpio y sano. Lo más probable era que se recostara en un rincón
evitando las miradas y los comentarios. Al
llegar a la sala se enteró que a Branner ya lo habían llevado al
cementerio, a eso de las once. Dejó las pocas flores que traía en el
velatorio contiguo. Una
vez en la calle levantó la vista al cielo: estaba muy nublado y
posiblemente llovería. Entró
en un bar y pidió un café sin azúcar. No
sabía qué hacer. Primero se dirigió al teléfono y llamó a casa de
Branner. En seguida colgó el tubo y resopló. Intentaba tararear una
canción con sus soplidos. Se entretuvo un buen rato en eso mientras
pensaba qué hacer. Fue
a su departamento y se echó en la cama. Estaba tan cansado que quedó
dormido inmediatamente. No había terminado de cerrar sus ojos cuando
apareció su sueño de catedrales. Eran de un color rojo intenso, con
fachadas de platería. Bordeaban completamente una plaza inmensa y vacía,
con innumerable cantidad de monumentos de bronce. El sueño le dio
placer. Entró, entonces, a una de las iglesias. Llegó al
confesionario, pero no abrió la cortina. -
Yo quería que él muriera. -
¿A quién deseabas todo ese mal? ¿Tu lo mataste? -
Creo que fui yo. Dijo
esto, se levantó, y comenzó a caminar hacia la puerta. No había
caminado más de seis pasos cuando regresó. Abrió, de un golpe, el
cortinado y lo vio: como en todos los sueños, adentro estaba Branner
riendo con desenfreno. Una vez más sacó de entre sus ropas un puñal
pequeño, y lo asesinó, en forma salvaje. Pero no despertó entonces.
Fue hasta su casa. Lo esperaba, como siempre, la señora de las tareas. -
Llega tarde señor, el pollo está en el horno. Hay puré, y ensalada en
la heladera. No deje que el pollo se queme. Saracho
hizo un ademán, que intentó ser un saludo y al mismo tiempo un gesto
de que no lo molestase. Branner
una vez más llegaría tarde, y entonces se puso a tomar whisky con
hielo. Tamborileaba suavemente la canción que oía en la radio,
“Somebody stole my gal”. Saracho seguía muy bien el ritmo y la
melodía. Cansado
de esperar, se estiró en el sillón, cuan largo era, y se puso a leer
el diario. Luego quitó el pollo del horno, y olvidó cerrar la llave
del gas. Volvió al sillón, echándose en él, y esperó en silencio. -
Señor, ya es tarde. Si sigue durmiendo no va a poder pegar un ojo en la
noche. -
¿Qué hora es? -
Las cinco. -
¿Hay algo de comer? -
Hay pollo. Saracho
se levantó, y se dio un buen baño. Llegó
a la oficina al día siguiente muy temprano. Todos comentaban sobre la
muerte del auditor. Se había formado una gran rueda alrededor de
Susana, que relataba con detalles cómo fue la muerte de Branner y quiénes
estaban en el velatorio. Saracho trataba de llevar la conversación a
quién sería el sustituto, pero todos preferían los cuentos de Susana.
Branner había sido asesinado a la salida de un bar, en el barrio de
Maroñas. Entró
el jefe, y llamó a Torres y a Saracho. -
Mañana elegiré al nuevo auditor. Ustedes dos son los empleados que reúnen
todas las condiciones. Por la mañana tendré alguna noticia. La
cara de Torres se encendía de felicidad y la de Saracho rumiaba un
pasto amargo: podría quedar nuevamente afuera. Una
vez solo con su compañero, Saracho lo invitó a cenar esa noche a su
casa. “Tengo algo muy importante que decirte”. Pero a Torres no le
animaba la idea. Saracho insistía, mientras le pasaba dos dedos por la
solapa de su saco. Todos habían corrido por su tranvía, y el portero,
de pie, esperaba que la oficina quedase totalmente vacía para cerrarla
con llave. Torres por fin aceptó, y fijaron la reunión a las nueve. -
Va a haber pollo asado -dijo Saracho. A
la salida, junto a un negocio de billetes de lotería, compró un diario
cualquiera, y se sumergió en las páginas de adivinos y cartomantes.
Debería tener la certeza que ese puesto sería suyo. Por
fin encontró la dirección de una vidente que le diría todo cuanto él
quería. La
casa quedaba en una zona muy alejada, y tuvo que caminar varias cuadras
oscuras y empinadas por un camino con plátanos inmensos. Los árboles
parecían vivos. Él creía que todos en el barrio sabían a dónde se
dirigía, incluso los árboles. Los
naipes cayeron, una y otra vez, sobre la mesa sucia de cenizas, y la
adivina comenzó a hablar en forma caótica y susurrante. El
ahorcado, la Papisa, dos a la vez: as de bastos y el carrusel de la
fortuna. La mujer quitó, rápidamente, una de la mesa. Barajó y tiró,
nuevamente. Pudo
sacar muy poco de lo que la anciana dijo. Retuvo sólo lo mínimo, sólo
lo que él necesitaba. Habría cambios inesperados en su trabajo.
Alguien lograba lo que no merecía. Una vez más aparecía la muerte. Salió
del templo profundamente angustiado, y comenzó a recorrer iglesias, una
tras otra, con un frenesí inusitado. Estaba intranquilo. Fue
hasta un altar menor, y rezó con devoción bajo la imagen de San José
Obrero. Había un osario de bronce de tamaño considerable, cubierto de
sebo y moneditas de poca cuantía. Se aferró a él y quedó así por un
buen rato. No podía olvidar su sueño de las catedrales. Se
levantó, persignándose al tiempo que se enderezaba, y partió en
silencio, dejando una buena limosna bajo la imagen del santo. Caminó,
lentamente, hasta su departamento, aunque se hallaba a una distancia
considerable. La
señora de la limpieza comenzaba a impacientarse. -
Estoy calentando su pollo. Llegó una carta de su trabajo. Si no
necesita nada más me voy a casa. Saracho
hizo una seña de aprobación, y se sentó en el sillón a leer el
diario. Se sirvió un vaso de alcohol casi hasta el borde, y despidió
desde allí a la señora. En
la radio se oía el clarinete de la vieja versión de “Get happy”,
una vez más por la banda de Benny Goodman. En el horno el pollo
crepitaba con furia. Llenó
su vaso, una y otra vez, hasta vaciar la botella. La banda acompasaba la
escena, y en el horno el pollo ya estaba carbonizado por completo. Saracho se estiró cuanto pudo en el sillón, y quedó profundamente dormido, con sus lentes sobre el pecho y el diario caído a su lado. |
Duilio Luraschi
Publicado en Las fieras, ( Grupo editor Caracol al galope, 2002)
Ir a índice de narrativa |
Ir a índice de Luraschi, Duilio |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |