Ojos |
Abrí
los ojos: desperté. Eran las diez o diez y algo. Nos
reuniríamos nuevamente en Picadilly Circus. A
C. le aburría la misma rutina, pero yo prefería Picadilly a Victoria
Station. Llovía.
Llovió por tres o cuatro días seguidos. Ya estábamos entrando en la
primavera, sin embargo en Londres simplemente llueve. Nos
reuniríamos y comeríamos hamburguesas con katchup. Un
gaitero, pese a la llovizna y el frío, resoplaba su instrumento por
unos peniques o alguna libra. Ya a esa altura C. traía diez minutos de
retraso. Me protegí del tiempo bajo el alerón de una de esas farmacias
gigantes de varios pisos a la que alguna vez fuimos para revelar rollos
de fotografía o comprar analgésicos. La
calle estaba, pese a todo, llena de gente. Gente de todas partes hacia
no sabía bien dónde. Cientos de transeúntes como una gran incógnita,
como si en los pabellones de sus orejas tuviesen grandes signos de
interrogación. Apareció,
así, de la nada, una muchacha con ropa oriental pero con calzado
deportivo celeste. Reparé
en ella unos instantes. Su pelo renegrido, su tez color mate, y dos ojos
almendrados que se introducían en todas las cosas y en todos los ojos
que (inocentemente) la miraban. Se
acercó hasta mí y dijo algo en inglés con fuerte acento. Pese
a la llovizna ella seguía de pie, frente a mí, observándome. Luego
abrió sus manos y las unió por sus palmas dejando los dedos abiertos
como una cola de un pavo real o una aureola de un santo. Le pregunté si
necesitaba algo. Sus ojos, renegridos, se clavaron nuevamente en los míos,
pero no dijo palabra. Parecía que su mirada horadaba todas las cosas. Sacó,
de entre sus ropas, un frasco, más bien pequeño, y me lo dio. Le
dije No, o ¿Por qué?, balbuceé palabras sin sentido, pero ella apretó
mis manos entre las suyas y luego se señaló el corazón y la boca. Una
vez más clavó sus ojos en los míos. Sentía una extraña sensación
de desasosiego. El
Big Ben seguramente habría dado las doce. De
un Rover negro bajó un hombre gordo y viejo, también vestido a la
usanza oriental. Dentro, aguardaba, con sus brazos totalmente extendidos
en el respaldo de piel, un hombre joven, blanco, de pelo largo y castaño,
con los lentes a modo de bincha y botas altas, de caza. El
hombre gordo tomó a la joven de un brazo y la metió en el automóvil
sin siquiera dirigirme una mirada. Ella se fue con él, pero no
dio vuelta la cabeza, quizá para protegerme. La observé, de espaldas,
entrar, como en cámara lenta, al gran auto negro. Levanté un brazo y
lo mantuve sin razón en el aire, sin que de mi boca saliera palabra.
Miré la calle, llena de gente apurada, vi mi mano, encorvada, y luego
el frasco que tenía en ella. Podía
retener en los míos, aún, aquellos ojos oscuros. La
llovizna persistía. El gaitero resoplaba su instrumento, congelándose
en cada nota, y yo seguía como un tonto, bajo el alero de la farmacia. Observé
una vez más el frasco. Era de vidrio, pintado con tierras de colores y
alguna goma transparente, que lo envolvía. Estaba tapado por un corcho
celeste, como el calzado que la joven llevaba. No lo abrí. Lo guardé
en el bolsillo derecho de la chaqueta. Por
fin apareció C., apurada. Un par de mechones rubios, de pelo mojado,
sobresalían de su capucha. Me
planteó dos opciones: comer algo rápido y visitar el Museo Británico,
o ir hasta el Coach Station y sacar un pasaje a Leeds, donde visitaríamos
el castillo. No
fue la comida, sino la idea del museo, lo que me llevó a la primera
propuesta. Lo habíamos visitado en un par de ocasiones, pero yo quería
ir directamente a la Sección Oriental, para ver si podría descubrir
algo. No
le comenté nada a C. No lo entendería. Estuvimos
en el museo no menos de dos horas. Yo buscaba algún frasco similar, la
cara de la muchacha en una diosa india o una pequeña escultura malaya,
sus ojos en una pintura. Pero no encontré nada que la relacionara, por
más que me detuve en cada detalle. Entonces
desistí, y volvimos al departamento a escribir y oír algo de música. Sus
ojos verde agua lejos de ser bonitos eran totalmente inexpresivos.
Estaban como pintados con témperas, en medio de un rostro excesivamente
blanco y un par de labios carmín, que le desgarraban la boca, y que
ella apretaba tratando -en vano- de formar un corazoncito. Manejaba
uno de esos coches descapotables. Uno grande, nuevo. Mantenía la vista
en alto, como si no viese nada. Por un momento pensé que estaba ciega,
pero enseguida me acordé que manejaba su automóvil, insensible. Su
cara, su boca, sus ojos color témpera y su auto, también verde, se
repetían tres veces en la pared. Tres tamaños distintos: el mayor no
tan grande como un cuadro, el menor algo mayor que una postal. Quedé
hipnotizado, por largo rato viendo la secuencia, en la pared posterior
del baño de C. Pulsé
el botón de la cisterna. Las
pinturas de la sala eran de arte pop y litografías de Miró y Kandinsky,
los libros se sucedían en bibliotecas de metal, que abarcaban dos de
sus paredes. En una de ellas había una foto de Borges, con su rostro en
alto, y otra, un poco más grande, con una aurora boreal. C.
tenía los ojos celestes. No eran negro nogal ni verde agua. Estaban
llenos de vida, y por ellos se escapaban, una y otra vez, sus
pensamientos. Me gustaba verle los ojos desnudos, que me contaban cosas,
y quedaba husmeando en ellos largo tiempo, mientras me hablaba de sus exámenes. Luego
iba hasta el espejo y miraba mi cara, tratando de verme a mí mismo y al
espejo, reflejados en mis ojos. Del
sillón, en la sala, a la cocina, habría unos quince pasos. Pasos
regulares, sin urgencias. Quince pasos que me llevarían a la botella de
whisky, que siempre tomaba a la usanza americana, sin agua y con algunas
piedras de hielo. Las
movía, lentamente, en vaivén, con mis dedos entumecidos, y pensaba en
la joven de calzado celeste. Quizá
mis ojos eran así, como el hielo. Dos piedras incoloras, que se
disuelven lentamente. Estuve
tentado en más de una ocasión en abrir el frasco, pero no lo hice. Lo
mantuve guardado en el bolsillo de la chaqueta no sé muy bien por qué,
como si me hubiese olvidado, y no fui por él en todo el tiempo en que
estuve preparando mi tesis final, sobre Pequeñas empresas. Había
conocido a C. en la Universidad. Llevaba el pelo revuelto por el fuerte
viento, y estuvo casi toda la clase alisándolo, suavemente, con tres
dedos extendidos. Me
acerqué a ella y le pregunté de dónde era -resultó ser holandesa- ;
yo le conté que era del sur, de América Latina. La
invité a tomar una cerveza. Pronto
las salidas fueron más frecuentes, íntimas y azarosas, y al poco
tiempo vivíamos juntos, en su apartamento de la calle Hartley. Mi
vida en Londres, entonces, fue intensa y feliz, hasta que comenzaron las
pesadillas. Eran
terribles. Al
despertar, quedaba sentado en la cama, en la oscuridad más absoluta, y,
aún cerrando mis ojos, veía los ojos orientales, como dos carbones
incandescentes, que se posaban en mí hasta lastimarme. Fui
a la farmacia de Picadilly en más de una ocasión. Estuve allí una o
dos horas, cada vez, observando a todo ese mar de gente, mojado, bajo el
alero, muerto de frío. La
muchacha nunca apareció. Ni el Rover negro. Veía
a la gente caminar, apresurada; gente que en sus rostros no llevaba
ojos. Fui
un par de veces a Reading, entregué mi trabajo, y me despedí de C.,
una noche que me pareció la más corta de las que estuve en Londres. Quizá
nunca más la vería en mi vida. A
la mañana me desperté, y quedé un buen rato escudriñando en su
rostro dormido. Apenas sonreía. Luego
fui al baño, sólo para ver la secuencia de la mujer en el auto. Quedé
parado, en silencio, aferrado de una colilla del lavabo. Toqué,
inconscientemente, el bolsillo de la chaqueta y tomé el frasco. Dudé
si abrirlo o tirarlo así, por el ducto o el inodoro. Sin embargo lo abrí,
y de golpe brotó un olor fuerte, fortísimo, a incienso y sándalo. Observé
dentro, por su boca pequeña, y vi los ojos de C., y los de la muchacha
oriental, y los de la mujer del dibujo, que parecían pintados con témpera.
Luego el fondo se volvió viscoso y oscuro, y me vi a mí mismo. Vi mi
ojo, quieto, duro, como el ojo frío de un pez. Después ya no vi nada. |
Duilio Luraschi
Publicado en Las fieras, ( Grupo editor Caracol al galope, 2002)
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