Obituario

Duilio Luraschi

Era de tarde y estaba en mi despacho, tomando café negro y fumando, mientras esperaba que me trajeran algún trabajo.

Aprovechaba siempre a tomarme un buen tiempo, luego del almuerzo, para comenzar con más bríos mi tarea, que, lejos de fascinarme, me servía para llevar el dinero necesario a mi casa y hacerme pequeños gustos como comprar algún libro o ir al cine o al teatro.

Tenía un ejemplar del diario de la mañana sobre mi escritorio, abierto en la página de remates; no porque me interesara adquirir lo que el Estado ya no quería por averiado, desgastado o en desuso, sino simplemente porque estaba ahí cuando lo encontré, al llegar a la oficina.

Tomé otro trago de café, me pasé el labio inferior por el espeso bigote, y pasé a la siguiente página. Luego pité y eché una amplia bocanada. El diario había quedado en la sección de avisos fúnebres. Leí, entre líneas, algunos anuncios, sin mayor necesidad o sorpresa, cuando encontré un aviso que me obligó a releerlo por lo menos dos o tres veces. Había fallecido un querido profesor que tuve en Facultad hacía unos cuántos años.

Si bien nunca me recibí -solamente aprobé dos años y medio de la carrera- ese profesor fue una de las personas que quedaron con mayor nitidez en mis recuerdos.

Había un único aviso.

Recordé que no tenía familia alguna. Cuando lo conocí ya era un hombre maduro, sin hermanos ni padres, soltero -de esos solterones felices de su condición- dedicado exclusivamente a su carrera y a la vida académica. Lejos de ser un hombre solitario, era gran animador de charlas de café y tertulias literarias, con amigos y unos pocos discípulos, entre los que, afortunadamente, me encontraba.

Volvía a leer el aviso, mientas el café se enfriaba y el cigarro se había consumido, por completo, sobre el cenicero de vidrio.

Lo primero que pensé fue llamar a Gonzalo.

Él ya lo sabía. Había oído, temprano, el espacio necrológico en la radio.

- ¿Sabés dónde es el velatorio? -le pregunté.

- Ni idea. Sé que el sepelio es a las seis y media.

- ¿Vas a ir?

- Pienso ir. Luego te llamo y acordamos algo.

Colgué el teléfono y quedé un rato con los ojos cerrados y mis brazos sobre el vientre.

Recordaba, claramente, al viejo profesor contándonos detalles de la Guerra Grande mientras rayaba con su pluma a fuente, poco a poco, los dibujos que él mismo había hecho, mientras nos esperaba.

El bar quedaba en una esquina ochavada, con grandes ventanales, en donde el sol daba de lleno a la tarde. Tenía un mostrador veteado, mesas redondas e iguales y varias fotos de cuadros campeones.

Él siempre era el primero en llegar. Pedía espinillar, un vaso de soda y un cenicero. Luego íbamos llegando, en tandas de dos o tres, todos.

El más elocuente era Alberto, siempre con ideas locas o al menos descabelladas.

Don Américo nos escuchaba, mientras hacía bocetos en las pequeñas hojas de su agenda, luego tomaba la palabra, y entoces todos permanecíamos en absoluto silencio. Recuerdo el día en el que a Calcagno, una y otra vez, se le posaba una mosca sobre la cara y, por respeto, no hizo un solo gesto para espantarla.

- Gutiérrez, ¿ya está durmiendo? - preguntó mi jefe, que apareció así, de la nada.

- Estoy un poco mareado.

- ¿Tuvo una mala noche?

- Dormí poco... es posible que hoy tenga que irme más temprano. ¿Tendría algún problema?

- No se preocupe. Hoy es uno de esos días en los que parece que no pasa nada.

- ¿Me trajo algún libro para reseñar? -le pregunté, como al descuido.

- Tengo dos, no muy buenos, dos editoriales de las grandes. Pero ahora lo necesito para otra cosa... tengo un amigo que quiere saber el origen de su apellido.

- ¿Entonces?

- Ya le dije, hoy hay poco trabajo. Pensé que usted podría ayudarme.

- Había pensado hacer un obituario. Es para un amigo.

- Haga lo que quiera, pero necesito el origen de ese apellido. Anote: Luraschi, con ele y con i latina.

Tomé un trozo de papel, de los tantos que había sobre el escritorio, y anoté ese apellido. El jefe se fue, entonces, lentamente, por el pasillo.

Me senté frente a mi máquina, puse una hoja completamente en blanco, dejé unos tres centímetros de margen de cada lado, y me quedé observando su pesado gramaje.

Ayer nos ha dejado para siempre el Dr. Américo De las Casas.

No quedé conforme con la frase y la taché.

Cerré, nuevamente, los ojos y recordé mi primer día en la Facultad.

Subí los interminables escalones hasta el hall central, y luego unos más, y me encontré una puerta abierta sólo por una de sus hojas.

Entré.

Me encontraba en un resplandeciente salón de conferencias -un pequeño anfiteatro al estilo clásico- y comprendí que era el tan comentado paraninfo universitario.

Me di cuenta que había tomado un camino equivocado y volví sobre mis últimos pasos. Luego tomé un amplio corredor, a la derecha, y detrás de un brevísimo pasillo encontré en un jardín de invierno o gran patio central, con pasajes y canteros con diversas clases de plantas y arbustos.

Estaba, a grandes rasgos, en estado de abandono, pero conservaba su hidalguía de otras épocas. Lo cercaban, en tres de sus cuatro lados, galerías con arcadas que daban a puertas humildes, que supuse eran salones de clase. La primera de ellas tenía una fila de unas veintitantas personas: era la bedelía.

Seguí el pasillo y encontré, en hojas tamaño oficio, escritas y enmendadas a máquina, adheridas a la pared con cinta transparante, una interminabla lista con nombres de alumnos y salones.

Busqué el mío por un buen rato.

- ¿Puedo ayudarlo, joven?

Me volví sobre el hombro y lo vi.

Era un hombre grandote, de hombros inmensos y cara alargada y carnosa. Levaba el pelo, ya canoso, tirado hacia atrás, dejando desnuda una frente pálida y generosa. Luego, con el tiempo, supe que era el Dr. De las Casas.

Me dijo que me había visto entrar al Paraninfo y quedar con los ojos embelesados.

- A mí me sucedió lo mismo, en mi primer día de estudios –me confesó, y rió con entusiasmo.

Charlamos sin mayor apuro ni formalidades y se despidió de mí ofreciéndome su mano enorme y amistosa.

- Cáncer...

- ¿Qué? -le pregunté a Piccini, mi nuevo compañero de oficina.

- Tengo que hacer el horóscopo para la edición de mañana –me dijo, y bajó la cabeza un poco para ver algo.

- Lo observé bien: tenía un lápiz pequeño y mordido sobre una de las orejas.

- Viajes largos. Se encontrará con amigos de la infancia -le respondí.

Tomó el lápiz de forma extraña e incómoda, y lo anotó en su libretita gris, tan desprolija y desordenada como su aspecto general.

Seguí con mi obituario.

Necesitaba algunos datos, así que busqué en la guía el teléfono de mi viejo profesor.

De las Casas Noya, Américo Ademar, abogado. Era él.

Llamé, ansioso, con el propósito de encontrar alguna persona que me auxiliara con ciertas fechas y nombres.

- Hola -se oyó una voz del otro lado de la línea.

Era una mujer, aparentemente joven

- Buenas tardes, ¿allí es el domicilio del Dr. Américo De las Casas?

- Es aquí, pero el doctor hoy no podrá atenderlo. Él está en cama, con fiebre.

Quedé unos segundos en silencio.

La mujer continuó:

- ¿Quiere dejar un mensaje?

- ¿Usted es...

- Soy su secretaria. ¿Quiere, entonces, dejar un mensaje?

Hice otro breve silencio.

- No, muchas gracias, vuelvo a llamar.

Colgué el tubo.

Me pasé la mano abierta, una y otra vez, por toda la cara y las mejillas, ásperas y duras, por una molesta barba de dos días. Inconscientemente comencé a juguetear con el cortapapeles, insertándolo, con saña y fervor, en la goma de pan, probablemente alemana..

Abrí la ventana y aspiré el aire suave que venía de la costa.

Acordamos con Gonzalo que me pasaría a buscar por las oficinas del diario poco después de las seis y cinco, pero decidí no contarle nada acerca de la conversación que había tenido, hacía unos minutos, con la secretaria.

Llegó, entonces, por detrás de mí, el jefe.

- ¿Qué ha averiguado de Luraschi?

- ¿De quién?

- Luraschi... el apellido que le encomendé buscar. No me diga que no ha empezado aún con su trabajo.

- Estoy en eso -dije para salir del paso- no puedo darme cuenta el lugar de origen... usted vio, tres consonantes juntas.

- Busque en la guía telefónica, pregunte a algún Luraschi, haga sus averiguaciones ¡no sea perezoso Guitiérrez! lo necesito para hoy.

Dijo esto y se retiró por donde vino.

Antes de seguir con el obituario, hice algunas preguntas sobre el apellido que tenía preocupado al jefe.

Descubrí que el origen era italiano. Me pareció extraño, pero me aseguraron que era del norte de Italia, y en el final se pronunciaba "qui". Sí, entonces es italiano -me dije- recordando mis conocimientos básicos. Pensé: Michelotti, Michelini, Bianchi... Luraschi.

Seguí con mi obituario.

Escribía una o dos frases y no podía convencerme de la respuesta de la secretaria.

Llamé nuevamente a su casa.

- Hola.

Era la misma voz que me había atendido anteriormente.

- ¿Podría hablar con el Dr. Américo De las Casas? -pregunté.

- El doctor en este momento está durmiendo. Está bastante dolorido.

- Yo hablé con usted, hace un buen rato...

- ¿Es el escribano Sobrero?

- Sí -mentí.

- El doctor me pidió que le avisara que, lamentablemente, tendría que posponer la reunión de mañana.

- Por favor, dígale que no hay ningún problema -le contesté, y colgué el teléfono, nuevamente.

- ¿Sagitario? -insistió mi compañero de oficina.

- Difícil. Grandes sorpresas para el día de hoy.

- Gracias.

No pude seguir con mi trabajo, por lo que me concentré en el pedido de mi jefe.

Luraschi, Luraschi, Luraschi... terminación en "i", debe ser un plural. Hijo de "Lura" pensé. No creí que fuese tan fácil la respuesta, por lo que busqué en el diccionario enciclopédico que había en el despacho de uno de los editores. Lura. No había ninguna persona ilustre con ese nombre. Encontré, solamente, una mención al nombre medieval de una ciudad que podría ser de "Lugano", en la actual frontera con Suiza, o tal vez "Lurano", cerca de Austria, ciudad o poblado que no encontré en ningún mapa, y pensé que, por esos tiempos, ya no existiría. Creo que por ahí está el camino, me dije, conforme con el hallazgo.

Otra vez recordé la Facultad y mi primer día en ella.

El viejo profesor me indicó dónde se encontraban las listas de los primeros años. Era muchísima gente, y, por supuesto, el orden alfabético de los apellidos no era muy respetado.

Salón 6. No fue muy difícil encontrarlo. Abrí la puerta y vi el aula repleta de estudiantes. No había una sola silla libre. Observé mi reloj: faltaba aún media hora para la primera clase, por lo que preferí dar una vuelta y conocer un poco ese enorme edificio en donde me encontraba.

Seguí el pasillo y me encontré con la cantina. Un suave olor dulzón salía de una de sus ventanas.

Aspiré profundamente y seguí mi camino. Encontré un segundo patio, en las mismas o peores condiciones que el primero. Éste, además, se veía más triste, quizá porque no daba una gota de sol sobre él o porque estaba casi desierto.

Vi una escalera y subí, sin siquiera cuestionarlo.

Me introduje por un laberinto de pequeñísmos salones en un perdido entrepiso, luego subí una segunda escalera, y oí la discusión de dos personas. Eran un hombre y una mujer. No los alcanzaba a ver bien, sólo veía sus zapatos. Los de él eran corrientes, de color café casi desteñido, los de ella parecían finos, con taco alto y firme, como su voz.

Hablaban en un idioma que yo no conocía, y que me fue imposible descifrar o adivinar, siquiera.

Estuve algunos segundos escuchándolos, tratando de ver algo más que sus zapatos y tenues sombras, pero temí que me descubriesen, allí, espiando, por lo que, con sumo cuidado, bajé los escalones necesarios para volver al laberinto de pequeños saloncitos, para llegar, luego, al patio triste y sombrío.

- Géminis.

- Una nueva persona aparecerá en su vida. Discusiones. Punto y aparte -dije, en tono de enojo, para que Piccini se diera cuenta que yo estaba ocupado en otra cosa.

"Lo recordamos desde las aulas, en las conversaciones de los pasillos. Algunos tuvimos el privilegio de compartir veladas filosóficas con él y espacios de debate".

No me convenció tampoco este parráfo, y le pasé unas líneas verticales y gruesas, con un bolígrafo azul, tachándolo.

Luraschi, Luraschi.... Bianchi.

Bianchi plural de bianco. Luraschi plural de lurasco.

- ¡Gutiérrez! Lo esperan en la puerta -fue el grito agudo de la recepcionista, que asomó su cabeza rubia y cuidadosamente revuelta, sin mirar siquiera si yo me encontraba.

Observé el reloj: seis y diez.

El tiempo había pasado sin que me diera cuenta de eso.

Tomé el saco del perchero de pie, de lapacho suavemente barnizado, y recorrí el pasillo sembrado de escritorios y oficinas hasta la entrada principal del edificio.

En medio del camino me interceptó el jefe.

- ¿Qué pudo averiguar?

- Luraschi, plural de lurasco, habitante de la antigua ciudad de Lura, en el norte de Italia, hoy desaparecida -le dije, mientras me colocaba la segunda manga del saco.

En la puerta me esperaba Gonzalo.

- ¡Apurate que no llegamos!

- Vamos despacio que tengo apuro -le dije.

Él rio sin mesura ni decoro y me palmeó el hombro izquierdo un par de veces.

Llegamos al cementerio.

Preguntamos, en la puerta, si ya había llegado el cortejo para el sepelio del Dr. Américo De las Casas.

- Es ese -dijo el portero- y señaló con la cabeza a un pequeño grupo de personas que seguían un féretro en el más absoluto silencio.

Nos acercamos.

Por supuesto no reconocimos a ninguno de los presentes, pero había algunas coronas que lucían una cinta de seda con inscripciones como "La Facultad de Derecho, personal y docentes", "A nuestro querido amigo. José Ramauro y Sra.", "Familia Noya Aguirre", "Sus alumnos".

El panteón familiar era, si bien no lujoso, de real sobriedad y prestancia. No hubo orador alguno -hecho que me sorprendió- y el sepelio fue formal y breve.

- ¿Te llevo hasta tu casa? -preguntó Gonzalo.

- No, prefiero caminar un poco.

- Nos vemos.

- Sí, te llamo esta noche.

Antes de salir del cementerio recorrí un poco sus caminitos laterales, angostos y sombríos, en esa calurosa tarde de enero.

Me detenía tanto en los trabajados herrajes de las puertas de los panteones, las estatuas de mármol o granito, como en las pequeñas cruces de concreto, simples y humildes.

Necesitaba algo de inspiración para culminar el obiturario.

Tenía el esbozo que había escrito en el bolsillo del pantalón, y lo aferraba con mi mano izquierda, como quien quiere retener algo.

Embriagado con mis recuerdos y preocupaciones, caminaba casi en círculo, pasando una vez y luego otra por los mismos lugares y pasajes, hasta que al final, quizá por casualidad o por descuido, me di contra la puerta de salida.

Traspasé el gran portón de hierro sin volver la cabeza hacia atrás.

Caminé unas cuántas cuadras sin razón alguna, y me detuve en una parada de ómnibus.

Encendí otro cigarrillo.

"Esto me va a matar" pensé, pero seguí fumando.

Observé la vereda de enfrente y vi un teléfono público.

Busqué una moneda aquí y allá, en todos los bolsillos del pantalón y del saco, pero sólo encontré billetes, la mayoría de poca cuantía.

Compré otro paquete de cigarros y con el vuelto obtuve algunas monedas.

Crucé.

No tenía anotado el teléfono de la casa del profesor, pero, a esa altura, ya lo sabía de memoria.

Llamé.

Demoraron algo en atenderme.

- Hola.

Era la misma voz de la mujer joven que me había atendido en las oportunidades anteriores.

- ¿Allí vive el Dr. Américo De las Casas?... soy el escribano...

- ¿Sobrero?

- Sí -mentí, nuevamente.

- Disculpe, pero no pude comunicarme con su oficina para avisarle. Va a ser imposible que el doctor vaya a la reunión que tenía con usted, mañana en la tarde.

- ¿Cuándo lo podría ver, entonces?

- No podría confirmárselo, todavía. El doctor salió de viaje por un largo tiempo.

Duilio Luraschi

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