La última cara |
No
puedo escribir desde la razón. No
esta historia, que me lleva a los doce años, un pueblo pequeño, un
entierro a media tarde. Los
rezos ascendían hasta la cúpula inmensa y quedaban suspendidos en el
aire, en las gotas de rocío que habían entrado a la iglesia por
puertas y ventanas. Era
pleno julio. En Quiroga el invierno es muy duro. Sebastián,
el sacristán de San Marcos, ventiló la capilla, trajo flores rojas y
lilas, formando ramilletes que colocó con sumo cuidado en las imágenes
y en los bancos, encendió todas las luces de la nave y extendió la
alfombra punzó desde el altar a la escalera. No
había llovido en dos o tres semanas, pero las mañanas eran tan frías
que el campo quedaba completamente blanco hasta las nueve o nueve y
media. Se
adormecían mis dedos aferrados al banco, pesado y añoso, y tomaban un
color violáceo, que sólo calmaba al pasar una mano sobre la otra, único
movimiento permitido en medio de la misa. Estábamos
en primera fila mi madre, mi hermano Carlos y yo. |
Desde
allí el féretro parecía inmenso. Carlos
era bastante mayor, (me llevaba cinco años) y muy pronto ingresaría en
la escuela militar. Habíamos ahorrado todo un año para costear el
uniforme. Cada
vez que ahorraba un real, cuando lo ponía en el bollón de vidrio que
mi madre había colocado sobre la mesa de la cocina, me sentía más
grande y más bueno. Me gustaba esa sensación que invadía todo mi
cuerpo al ser bueno. Clarisa
me observaba desde el banco de enfrente. Ella también era una gran niña.
En ese entonces estaba convencido que cuando fuese un hombre me casaría
con ella. No en Quiroga, sino en Montevideo. Dicen
que es una ciudad enorme. Algunos dicen que parece un barco. Carlos
había prometido girar el dinero de tres pasajes cuando recibiera su
primer sueldo de alférez. El
trayecto en tren era largo, pero bien valía la pena. ¡En Quiroga estábamos
tan lejos del mar! Vivíamos
en una casa enorme, junto al arroyo, a la entrada del pueblo. Era la
casa de mis abuelos. De
niños, jugábamos con los sapos pequeños y gorditos que invadían las
piedras y los remansos. Los criábamos desde renacuajos. Zigzagueaban
apurados, de un lado al otro, en la tina que mis padres habían
desechado en el fondo de la finca, junto a la cerca de madera. Los
veíamos crecer y tomar colores más oscuros, manchas en el lomo con
figuras caprichosas. Muchas
veces eran presa de culebras y lagartos. Por eso cubríamos la tina con
una capa militar que habíamos encontrado en una de las tantas
habitaciones vacías, cuando jugábamos con Carlos y Francisco a que éramos
piratas. En
época de lluvias se llenaba nuestra tina de renacuajos, pero en Quiroga
llueve poco. Todos
los niños cuando terminaban las clases, nos reuníamos bajo el puente
viejo hasta tarde en la noche y contábamos historias de desaparecidos. En
toda familia había un tío que montó su caballo en medio de una
tormenta y nunca regresó. En todas las salas, junto a la chimenea, se
encuentra una foto que verifica su existencia. En
casa se había prohibido esos cuentos a la hora de la cena. Mi padre no
toleraba esas historias. Mi padre siempre fue un hombre muy enfermo. No
tenía muletas o vendajes, nada que revelara su gravedad, pero pasaba
muchos días en cama. Leía el diario por las mañanas y aún tarde en
la noche su farol seguía encendido. Creo que no dormía. Nunca dormía.
Eso lo llevó a la muerte. Mi
madre quiso que yo fuera sacerdote. Me enviaba a catequesis y luego a
llevar las ofrendas en la misa. A
mí me aterraban los frailes. Me aterraba la iglesia en la noche con sus
pasillos infinitos donde el mínimo ruido se multiplicaba con eco pesado
e interminable. Las sórdidas representaciones del Cristo en la cruz,
esos cuadros quebrados en terrones de lienzo con imponentes negros y
azules, el inexplicable placer que su sufrimiento, que algunos
escultores habían logrado en los pómulos, en la frente ensangrentada. En
Quiroga había un sólo párroco, pero con frecuencia llegaban novicios
de otras ciudades. La iglesia, enorme para el poblado, era usada como
Casa de Retiro. A un lado se sucedían seis habitaciones pequeñas y
umbrosas, una cocina, dos baños de madera, al otro, una gran biblioteca
con decenas de escritorios y un patio, donde los jóvenes frailes
jugaban al Polo montados en sillas de caña. A
mí, en cambio, me gustaban los arrabales. Ahí la gente siempre sonríe. Por
las noches, los hombres del pueblo se vestían con sus trajes de fiesta,
y a hurtadillas, con algún tonto pretexto, iban hasta la casa Arbiza. Golpeaban
una o dos veces y esperaban junto a los rosales. Nosotros
nos colgábamos de la higuera o del parral y veíamos todo en silencio. Era
una gran sala llena de mujeres con vestidos de colores y collares que le
daban vuelta el cuello varias veces. Había una gran radio a galena,
donde siempre se oía entre valses vieneses el programa de Sancho
Trujillo. Las cortinas eran pesadas, de un color mostaza oscuro y los
espejos reflejaban una y otra vez la habitación, volviéndola inmensa,
infinita. Los muebles parecían comprados en un remate por tandas, dos o
tres iguales, luego cuatro, un sofá con cabezas de león en sus patas y
posabrazos y un gran jarrón chino sobre la mesa de caña y vidrio. A
eso de las diez llegaba un pianista de Tacuarembó y se bailaba el tango
hasta muy tarde. Todos
fumaban y bebían. Incluso las mujeres. Una
-la más vieja- ordenaba todo desde su sillón de pana y sonreía a un
lado y otro. Las más jóvenes no sabían bailar bien pero eran las
primeras en dejar la sala principal y atravesar el patio de malvones y
azulejos, para perderse con sus hombres al final del pasillo. A
veces se iban todos temprano. Dos, dos, dos, se iban por el patio y el
pasillo, y desaparecían. Entonces nosotros tirábamos piedras a los
techos, o higos maduros que se deshacían en los marcos de las puertas
ensuciando todo el piso con leche blancuzca y pegajosa. En
seguida un par de hombres enormes y serios nos corrían casi cien metros
sin alcanzarnos nunca. Desde
el camino los insultábamos a viva voz y nos bajábamos los pantalones
mostrándoles nuestros culos blancos. Al
llegar a casa siempre nos esperaba un reproche. Yo
sabía que por cada viernes en la casa Arbiza me tocaban cinco o seis días
en la capilla. En
ocasiones crecía en mí el temor a que me internaran pupilo en el
colegio, pero mi madre a último momento se arrepentía y sólo me
prometía la escuela militar. Mi
padre callaba. Permanecía con sus ojos muy claros en los pies de la
cama y sólo movía el cuello y la cabeza, lentamente, aceptando la
decisión que ya se había tomado. Muchas
veces me acercaba hasta su almohada mientras dormía y quedaba observándolo
en silencio mientras recorría con el dedo los bordes de la cama. Estaba
tan blanco y huesudo detrás de la barba espesa y transpirada que parecía
recién bajado de la cruz. Comencé
mis clases de piano un seis de abril. Mis
padres seguro soñaban con un Schumann o un Lizst, yo en cambio quería
tocar tangos en la casa Arbiza. Llegué
a la primera clase con mi camisa de tablitas blancas y el pantalón de
gabardina hasta las rodillas, peinado hacia atrás, con los zapatos
negros que había heredado de mi primo Alcides, que no vivía en Quiroga
sino en Varela. Me
había bañado con jabón de coco, pero igual mi madre me untó la
cabeza con colonia de lavanda. Era
un perfume que sólo usaba en los cumpleaños y bautismos, por lo que el
alcohol estaba tan concentrado que, sin lugar a dudas, se podría hacer
licor de menta con lo que quedaba en el frasco. El
salón de clases era una habitación lujosa y amplia. Las arañas de luz
caían sin medida en toda la pieza. Estaban repletas de pequeñísimos
vidrios espejados, cientos de vidrios que brillaban vigorosos cuando el
sol caía de lleno por la ventana que daba a la calle principal. La
profesora era una mujer muy grande y muy gorda, casi tan vieja como el
piano de cola. Llevaba siempre una flor fucsia en el vestido a la altura
del cuello, sobre el hombro izquierdo. Su nombre era Greta. Las
clases de solfeo eran eternas, pero cuando llegaba a ejecutar una mínima
pieza al piano me sentía un poco más cerca de la casa Arbiza. La
Srta. Greta tenía una sobrina que la ayudaba con las partituras y los
anteojos. Se llamaba Clarisa. Conseguía
salir más temprano de casa con el pretexto de ensayos de fin de curso y
la veía antes de cada clase en la callecita del sauce y los seis
jazmines. Ella
me advertía “hoy mi tía está de muy mal genio” o “cuidado con
el segundo movimiento de la lección que elegimos”. Bebíamos jugo de
ciruelas y charlábamos entusiasmados hasta que comenzaba a llenarse la
calle de perros, que olfateaban nuestra merienda o el vapor de alguna
ventana donde, temprano, se aprontaba el tuco o un escabeche para la
cena. Una
tarde, cuando había llegado a mitad del pentagrama sin mayores
dificultades, entró mi hermano con la noticia. Quise
salir corriendo al hospital pero me lo impidieron. Clarisa
trajo té de cedrón y me sentaron a la mesa, que estaba a un lado, y
quedé así, girando inútilmente la cucharita en la taza profunda. Vi
como unos y otros entraban y salían de la sala con diversas
solemnidades y protocolos. Mujeres y hombres con gestos afectados, que
casi habían perdido el habla. Los
que se sentían más comprometidos decían frases tontas, engoladas,
como si acentuando las palabras éstas por sí fuesen a tomar un cariz
importante. Yo,
en la silla, sólo trataba de recordar a mi padre feliz. Era
difícil imaginar su cara blanca, nacarada, con una barba espesa y negra
que le caía triste sobre el pecho, sus ojos grises y vacíos, su nariz
aguileña; era difícil asociar esa cara a una sonrisa o un sueño plácido. Por
esa razón quería verlo. Pensaba que su última cara, el último
suspiro, sabedor que se hallaba al final de tantos padecimientos,
esbozaría una sonrisa amplia y hermosa. Quería
verlo despedirse, como se despidió luego Carlos cuando viajó a
Montevideo, lleno de esperanzas y de planes. Quería verlo reír. No
me permitieron salir de la silla, de la sala, de la casa de Greta. Desde
la internación al sepelio transcurrieron dos días interminables.
Infinidad de sueños y pesadillas. Me
veía de sotana, con hábitos negros y cabeza rasurada, en una habitación
con cien espejos que me reflejaban, una y otra vez, jugando al Polo
sobre una silla, padeciendo en la cruz, en un cuadro, con uniforme de
capitán de caballería, con frac y chalina en casa de Greta, arrojando
higos que se deshacían en los marcos de las puertas, corriendo a los niños,
fumando y bebiendo, besando a Clarisa en otra ciudad, en un barco,
tomando licor de perfume, viajando en tren a Montevideo. En
el último espejo me veía, con cara blanca, nacarada, la barba espesa
que llovía en mi pecho, cansina, ojos claros bajo las ojeras y una
sonrisa pequeña que se escapaba tímidamente bajo el bigote renegrido. Se
celebró la misa en San Marcos. Velaron a mi padre a cajón cerrado. Siempre
sueño que me mira y sonríe. Sueño que apoya su mano pesada en mi
cabeza, con ternura, y vuelve a sonreír. Eché un puñado de tierra sobre el féretro. No pude ver su última cara. |
Duilio Luraschi
De "El huésped" (Ediciones Aymará, 1999)
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