La tía Olga |
Llegó
al edificio y se paró un instante. Buscó en los bolsillos del pantalón
el papelito donde indicaba el número de puerta y el de la habitación.
Cruzó el portal de hierro y vio dos escaleras: una al fondo y otra a
mitad del pasillo. Dudó. No había nadie a quién consultar, así que
decidió tomar la que estaba más alejada. Subía,
aferrándose de la pared fría que por el tacto descubrió que era de
estucado; recorría con los dedos adormecidos la línea que dividía el
diseño del fondo, que en la planta principal pudo admirar y que allí sólo
alcanzaba advertir por la línea gruesa y porosa. La oscuridad era casi
absoluta. En
el primer piso, un balancín diminuto permitía ver con dificultad el
pasillo. Detrás de una puerta cerrada se oía la discusión de dos
personas. Eran un hombre y una mujer. Hablaban en voz baja pero con
cierta agresividad y desprecio. Ella le reprochaba que él había
gastado gran parte del presupuesto del mes en el Casino siguiendo un número
negro que nunca salió en ninguna de las mesas de juego. Él le
recriminaba cosas pasadas. Luego se hizo un silencio profundo y se
estrelló un vaso en la puerta. Nuevamente el silencio devoró hasta el
mínimo ruido y Sebastián siguió subiendo las escaleras que se volvían
más empinadas y frías. Al pasar por la banderola esmerilada se dio
cuenta que había comenzado a llover a mares. Seguro que Olga no le
abriría la puerta, y si llegaba a abrirla
permanecería en la cama, acurrucada a su almohadón bordado como
un gatito pequeño, pensando que estaba mucho mejor así que afuera, con
éste frío y ésta lluvia. Hacía
más de seis años que no salía de su pieza. Sería muy difícil
convencerla. Quizá tendrían que ir sus tíos y sus hermanos y
arrancarla de la habitación a la fuerza. Continuó
subiendo, ahora la segunda escalera. En esa especie de túnel la vida sólo
tiene dos dimensiones. Llegó
al tercer piso y se detuvo. Ahí el pasillo estaba algo más iluminado.
La lluvia golpeaba con fuerza el vidrio de la ventana y quedó
observando las gotitas diminutas deslizarse, zigzagueando, con la
rapidez de una culebra. Hacía
mucho tiempo que no veía a la tía Olga. La recordaba regordeta pero
bonita, con un cigarrillo en la boca, mientras escribía en su máquina
Remigton de carro ancho. Golpeteaba las teclas con decisión y poco
ritmo, llenando páginas enteras con traducciones del francés. Nunca
tuvo gran cariño por él, tampoco por su padre, lo que haría ahora más
difícil convencerla de que lo acompañase a su casa. Sebastián
volvió a observar el balancín que goteaba crepitando y pasó la mano
por la pared, que estaba ligeramente húmeda. -Más
rápido. Más rápido que no llegamos -decía la joven mientras bajaba
las escaleras- más rápido -repetía mientras se aferraba de los lados
del vestido; y dos mujeres más bajas y viejas le sostenían en el aire
la cola de novia. La
muchacha era joven, bonita, aunque entrada en kilos. Tenía la cara
salpicada por un centenar de pecas diminutas que le volvían el rostro
de color caramelo. Había algo en ella que le recordaba una foto
familiar, aunque no podía precisar cuál. Ella
bajó sin mirarlo, con gesto de preocupación; las mujeres que la acompañaban
sólo trataron de esquivarlo sin tropezarse con el vestido. Pronto
el torbellino se perdió por las escaleras y Sebastián quedó
nuevamente solo. Encendió un cigarrillo y continuó subiendo. Olga
había gastado los dineros que le dejó su esposo en comida. No compró
ropa ni muebles, tampoco salió a un teatro o un cine. Engullía sus
billetes por las noches, por las tardes, con voracidad inusitada. Sus
vecinos apenas la oían: alguna radionovela, Liszt o Vivaldi, el
despertador que resoplaba a las diez y media. No recibía visitas de
ningún tipo. Sólo el mozo del bar o algún mandadero de la farmacia.
Su voz pocas veces se oía. Si
no se podía adaptar a la familia habían decidido que la internarían
en un hogar de ancianos. Era, sin dudas, la tarea más difícil que le
había encomendado su madre. Sebastián no sabía cómo iba a reaccionar
su tía. Cada escalón que subía se hacía más alto y delgado y por un
momento le hubiese gustado desandar lo hecho y tirarse escaleras abajo,
para así llegar a su casa, agobiado, con el pretexto de que no le habían
abierto la puerta. La
lluvia se hizo intensa y comenzaba a correr un hilito de agua por el zócalo
y el pasamanos. En
el cuarto piso encontró dos puertas y otra más chica que daba a la
azotea. Se acercó a la primera y pudo oír la voz de un hombre mayor
que decía: -
Está hermosa, ¿no le parece Sr. Tais? Hoy está realmente hermosa. Se
hizo un silencio. Sebastián pudo oír que alguien se acercaba a la
puerta, entonces retrocedió un par de pasos y miró hacia otro lado. La
puerta no tardó en abrirse y salió un hombre excesivamente alto, con
la cabeza rasurada. -
¿Vio una novia correr por el pasillo? -
¿Qué cosa, señor? -
Una novia de blanco. El
hombre alto no esperó la respuesta y bajó, balanceándose a los lados,
por la escalera oscura y fría. Una
vez solo en el pasillo, Sebastián verificó el número de la puerta de
al lado: era la casa de Olga. Golpeó.
Se pasó inconscientemente la mano por los hombros del saco y golpeó
nuevamente. Luego tiró, con descuido, la colilla encendida en una
maceta con tierra donde no había planta alguna. Había
dejado de llover. Golpeó
nuevamente. -
Pase -se oyó, detrás de la puerta. Sebastián
entró. La habitación no estaba más clara que le pasillo. Los
muebles estaban cubiertos por un hule tapado de polvo, y los sillones y
las sillas estaban ceñidos por un forro crespo que en un tiempo debió
ser blanco y que ahora oscilaba entre el gris perla y el crema. Las
paredes tenían un intenso olor a humedad. Desde la sala se podía ver
los pies de la cama. -
¿Gabriel? -preguntó la voz que habitaba la pieza. -
Sebastián -respondió él. -
Espero a Gabriel. Es quien me llevará al Cielo. Todos saben que es el
ángel de la luz. Sebastián
dudó, luego dijo: -
Yo la puedo llevar, señora. -
¿Sabe al camino? -
Lo sé. Entonces
de lo profundo de las sombras salió una mujer grande y gorda, con un
vestido de seda verde hasta los pies, que le dejaba desnudos los brazos.
Estaba exageradamente pintada, pero la piel, bajo los rubores carmín,
era de un blanco enfermizo. -
¿Está listo?- dijo ella. -
Sí, señora.
-
No podemos perder más tiempo -dijo, y recogió una cartera y las llaves
de la mesa de noche. Al
pasar por la cocina los envolvió un suave olor a fruta madura. Sebastián se adelantó unos pasos, Olga lo tomó de un brazo y bajó charlando de lo bien que pasaría en los próximos días. |
Duilio Luraschi
Publicado en Las fieras, ( Grupo editor Caracol al galope, 2002)
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