La playa |
Ella
estaba sentada en la cama, frente a la ventana, con los ojos cerrados. La
playa no cesaba nunca. El día era realmente agradable, pero pensó no
salir de la casa. La
cortina, un simple rectángulo de lienzo, dejaba ver el cielo, a ratos, en
su oscilar constante, trayendo el olor del mar y el estallido sobre las
piedras. Como
el construir y volver a construir un castillo, trataba de hilvanar ese
recuerdo que la llevaría -casi fatalmente- a los seis meses en Roma, a la
foto de Mario riéndose bajo sus piernas fuertes que lo apresaban por el
cuello con el tonto fin de subirse a una torre. Sabía
que la playa lo traería, casi mágicamente, con la sal, el sol, con el
ronroneo de gato que sentía en el pecho. Sería
imposible contar los pozos que sus pisadas dejaron en la arena, así que
simplemente los imaginaba. Todas
las tardes llegaban en un bote los pescadores de Valizas. La
playa la había elegido Mario, la casa fue idea de Brenda, a la que nunca
más vio, no sabe por qué, pero nunca vio después del accidente. Si
hubiese logrado encontrar una lata de almejas en medio de todo ese
desorden, ése habría sido su almuerzo, pero sabía que se conformaría
con arroz con mayonesa. Todo era un poco eso: resignarse a no encontrarla,
resignarse a la situación, no a una imagen de la situación, sino a la
realidad de que estaba sola y que no tenía más fuerzas. Pensó
taparse la cabeza con una manta y sentir el calor excesivo de la cama en
su cara. El olor de su cara, de su boca, de sus labios. Quería quedarse
en medio de esa viscosa situación oscura pero agradable, íntima. Le
hubiese gustado estar así todo el día y toda la noche, pero el ruido del
mar la llamaba, como llama a los marinos y a los suicidas. Recogió
todas las colillas que habían caído al suelo y las colocó en un bollón
gigante, que le parecía demasiado grande para ser un adorno sobre la mesa
y demasiado angosto para colocar yerba o pétalos de rosa. Sólo quería
fumar, oír el mar interminable y fumar, mientras cada razón perdía
nuevamente ante la realidad inocua y absurda. Recordaba
cada palabra, incluso podía recordar los ojos, las manos, las uñas de
Mario, mientras le confesaba su relación con Brenda. Brenda
era mucho más joven, y a los hombres a “cierta edad”, le encantan las
jovencitas. Los
botes regresaban a Valizas y no les había reclamado el bidón con agua
dulce. Sobre
la cortina se posó un insecto. Era una especie de abeja enorme que
arrastraba su aguijón por la tela. Quedó fascinada viéndolo enredarse
en la trama del lienzo, enfurecido en un repiquetear de alas y
contorsiones de abdomen, enfureciéndose al grado tal que partiría a una
araña en dos de un sólo aguijonazo. Hubiese querido acercarle la mano
abierta y salvarlo de la malla, o no, sólo querría que la picara, que su
mano se hinchara como un pulmón y le diera fiebre. Que delirase. Que el
delirio no le permitiera recordar a Mario, ni el fondo del barranco, ni
a Brenda, que, como en flashes fantasmales, volvían cada noche. El
insecto pudo soltarse de la trama y voló. Entonces
ella se levantó de la cama, se paró cuan larga era y se desnudó
completamente. Se detuvo frente al espejo y quedó erguida observándose,
recorriendo con los ojos su pelo, sus contornos, sus profundidades. Estaba
satisfecha. Caminaba de un lado al otro, lentamente, y no dejaba de
mirarse. Luego se volvió a vestir y se metió en la cama. Le
hubiera gustado ser actriz, pero su madre no quiso. Una carrera
universitaria le daría la posibilidad de progresar económicamente. Ya
habría tiempo para todas esas cosas. Hubiera
disfrutado como nunca al caminar por los tablones de un escenario, bajo
farolitos de luz y muebles de utilería. Le hubiese gustado dejar los ojos
fijos en el aire de una sala repleta de gente. Sólo ella y el público.
El texto, ella y el público. Podía
recordar con mínimos detalles el día que le avisaron del accidente. El
cuerpo estaba destrozado. Lo
que quedó fue llevado a enterrar a Montevideo en una marcha que se hizo
excesivamente lenta. Era una caravana pequeña bajo el sol asfixiante de
febrero. Ella llegó de San José y se unió a todos en Atlántida. Estaba
preocupada, más preocupada que triste, y observaba el reloj pulsera a
cada rato. Podía
recordar claramente el calor que hizo ese día, las flores de Brenda, la
palma de Aurora Sansberro. Levantó la vista y se detuvo en la cortina. A
esa altura ya había descartado también el arroz con mayonesa. Encendió
otro cigarrillo y puso a calentar café en una olla pequeña sin asas. Abrió
la cortina y dejó que el mar le golpeara en las mejillas y en toda la
cara. Las olas ascendían para caer, una y otra vez, estrepitosamente. Miró
el mar sólo por el placer que eso le causaba. El
viento comenzó a soplar, muy pronto comenzaría otra tormenta. Un
nuevo bote de pescadores se acercó a la orilla. No traían agua dulce ni
noticias, venían por ella. Le hacían señas con los brazos y con un buzo
que habían colgado de una de las cañas. Cerró la cortina y se tiró en
la cama. El
viento metía vellones de pasto y arena por las hendijas de las tablas.
Vio como un alacrán trataba de entrar trayendo a cuesta a toda su cría.
Vio como luego de un gran esfuerzo logró meterse en la cabaña y quedó
inmóvil. Como
si estuviera aguardando algo. Ella se pasó una y otra vez el pelo detrás de las orejas, se agachó, arrimó la mano abierta, los dedos extendidos. Y la dejó, a centímetros de la punzante cola. |
Duilio Luraschi
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