La partida
Duilio Luraschi

Navarro despertó, luego de un inesperado sueño, y se encontró en un lugar en donde nunca antes había estado.

Hacía mucho calor y la humedad era algo que rodeaba todo, desde los calderos, las velas, hasta el halo de humo de tabaco negro que exhalaban las bocas, que hablaban poco.

-Dicen que van a reformar la Constitución.

-Eso dicen siempre.

-¿Y en qué nos beneficiaría, entonces?

-Que tendremos una Constitución nueva.

Los que hablaban, sin preocuparse por la presencia de Navarro, eran tres ancianos que estaban sentados en una mesa algo apartada de la puerta, en un lugar bastante umbroso y precario.

Jugaban a los naipes por dinero.

Uno de ellos tenía las cejas tupidas y le caían como capas de cebolla sobre los ojos grises, apagados; otro tenía una gran calvicie que lo agudizaba hacia arriba y lo hacía parecer más alto de lo que realmente era; el mayor era el más callados de todos.

Las cartas, añosas, se adherían a sus dedos, agrietados, como si éstas tuviesen pequeñas ventosas, pero los viejos se humedecían las yemas, constantemente, con indecentes lengüetazos, y se valían, además, de sus largas y amarillentas uñas, sucias y desparejas, y así se descartaban o tomaban una nueva carta en su turno.

Navarro imaginó, una vez más, su vejez, rodeados de innumerable cantidad de perros y de gatos, comiendo semillas de girasol o zapallo, bebiendo caña blanca desde el pico, mientras moría, y en el fondo de su casa los limoneros se llenaban de frutos que, lentamente, se iban deshaciendo de sus ramas.

En donde estaban los viejos la luz era escasa, y fuera de la mesa y parte de las sillas todo se volvía una gran mancha difusa, que parecía que fuese, lentamente, comiéndose las paredes y los travesaños del techo.

Navarro se adelantó unos pasos hasta donde estaban ellos y les dijo:

-¿No prefieren jugar de a cuatro?

Los tres se miraron un instante.

-Siéntese.

-Siéntese.

-Siéntese, por favor.

Las dos primeras manos no fueron muy buenas pero se fue recuperando de a poco. Se pasaba tres dedos de su mano izquierda por el pequeño bigotito renegrido y alisaba el cuello de la camisa, blanca como los dientes de un aviso de bicarbonato.

Casi había ganado la partida cuando los viejos quisieron retirarse. Él insistió para que siguieran jugando y allí la suerte se hizo a un lado.

En medio de una jugada, a Navarro le tocó una extraña carta, que él nunca había visto en su vida.

Eso lo asustó, pero no preguntó nada al respecto.

En la carta se representaba a un hombre colgado de un árbol, por una de sus piernas, cabeza abajo, con las manos atadas a la espalda.

Al lanzarla a la mesa todos se agitaron.

Sintieron, de repente, un gran escalofrío.

Cambiaron la carta por un naipe español y siguieron el juego.

Desde la habitación de al lado se oyó la voz de una mujer madura, que acunaba a un niño muy pequeño y le cantaba a viva voz.

La rueda de un carro

A un niño mató

La Virgen del Carmen

Lo resucitó.

 

Los viejos no dieron importancia al hecho.

La partida no terminaba de decidirse y Navarro sólo pedía un golpe de suerte.

Retama, Retama

La Virgen te llama

Para hacer la cama

Al niño Jesús

Porque está cansado

De estar en la cruz.

Navarro observó una vez más la pieza, casi desnuda de muebles y carente del mínimo lujo.

En una pared, en el fondo, había un retrato bastante mal bocetado.

Era un grabado del tormento e inmolación de Juana de Arco.

Era bastante pequeño, de un color amarillento y líneas firmes negras y grises.

Parecía como si la Santa, le advirtiese algo a Navarro. Pero era sólo eso: un pensamiento.

Como si de sus ojos escamados -o simplemente humedecidos- salieran luces muy blancas.

Debajo de la hoguera, seis o siete soldados apuntaban sus lanzas al cielo en irregular conjunto y en el fondo del retrato se veía un muro difuso, bastante lejano.

Navarro dejó de lado el cuadro y siguió su juego, que en esos momentos acaparaba la mayor parte de su atención y de su vida.

Uno de los viejos hizo una buena mano, pero a la siguiente perdió todo lo ganado.

El vaho del tabaco de las bocas y de las ollas renegridas y porosas que se hallaban a un lado, sobre pequeños leños, paseaba por la pieza como pasa el invierno en la vida de algunas personas.

-¿Qué hora es?

-Las once.

-¿Del martes?

-Hasta las doce.

Navarro observó su reloj de bolsillo, que sacó de entre sus ropas con gran disimulo, pero no pudo ver siquiera los números romanos en la oscuridad de la pieza.

-Tengo un dinero en el Banco -dijo Navarro- quizá ustedes quisieran apostar algo más fuerte.

El más anciano consultó a sus compañeros y luego le respondió con voz clara:

-Le apostamos la casa.

Navarro observó una vez más la pieza, casi desnuda de muebles y carente de mínimo lujo.

-Muy bien -dijo Navarro- mi dinero por la casa.

La partida se volvió muy difícil, con idas y venidas. Los naipes caían con fuerza sobre la mesa y brillaban como si tuviesen una pátina de esmalte. El anciano calvo era el que pagaba las apuestas. Tenía un montoncito de garbanzos junto a su mano izquierda.

Cuando parecía inminente que el más anciano ganara, le tocó la peor mano que se había jugado en la noche.

El niño de la habitación contigua comenzó a llorar con más bríos y la señora comenzó a caminar de un lado a otro, con pasos marcados y rítmicos hasta que de golpe el bebé calló por completo.

-Siempre es así.

De repente, uno de los viejos comenzó a golpetear con tres o cuatro dedos la mesa de madera en donde se encontraban.

Lo hacía en forma inconsciente, haciendo balancear, un poco, el farol de aceite que había en medio de los cuatro.

Era como un traqueteo, como el viejo traqueteo de una Remington o un vagón de tren, o como un abejorro atrapado en la tela de una araña.

Como comenzó, de improviso, el viejo dejó de golpetear y echó un escupitajo al suelo, mientras ordenaba su mazo.

Navarro vio otra vez el retrato de la pared, pero la Santa ya había muerto.

Un mísero esqueleto besaba la cruz que le habían ofrecido. Lo demás era sólo llamas y penuria.

Entonces quiso levantarse y salir, pero una buena mano de cartas lo retuvo en la mesa un rato.

El anciano de cejas de cebolla jugueteaba con su dentadura postiza, empujándola y reteniéndola con su lengua y los labios entreabiertos, mientras barajaba con destreza el mazo de naipes y repartía la mano con habilidad inusitada.

Alguien trajo una botella de grappa y cuatro vasos pequeños. El humo de las bocas se mezclaba en el centro de la mesa.

Sin darse cuenta siquiera, Navarro ganó la partida.

Los tres viejos quedaron impávidos.

La luz parecía más tenue, aún, ya que muchas de las velas se habían consumido por completo, y las sombras de la sala invadían sus piernas.

Se produjo otro silencio, que fue abismal.

Un gato barcino pasó por debajo de la mesa recorriendo, lentamente, todas las piernas y Navarro sintió un escalofrío.

De pronto uno de los viejos fue hasta la habitación contigua.

Se oyó un ruido espantoso en el dormitorio.

Los otros dos esperaban como petrificados en sus sillas.

Desde la otra pieza de pronto apareció, con un cajón de ropero. Lo traía, con gran dificultad, asido con ambas manos.

Navarro lo miró de soslayo. Allí estaban los títulos de la casa.

Los viejos se quedaron observando primero el cajón, luego la cara de su visitante.

Navarro no tomó los papeles. Tampoco recogió el dinero de la mesa.

Dio una última mirada a la sala, a sus caras, a la puerta del dormitorio, al retrato, en donde sólo quedaban cenizas del martirio, y se volvió a la pared en donde había dejado su sombrero. Lo tomó con ambas manos y se lo colocó lentamente.

Quedó unos instantes parado en el mismo lugar, y se fue sin saludar, internándose en la noche oscura.

Duilio Luraschi

Cuento de "Las Leyes", ArteFato Editores, 2006.

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