La partida |
Navarro
despertó, luego de un inesperado sueño, y se encontró en un lugar en
donde nunca antes había estado. Hacía
mucho calor y la humedad era algo que rodeaba todo, desde los calderos,
las velas, hasta el halo de humo de tabaco negro que exhalaban las bocas,
que hablaban poco. -Dicen
que van a reformar la Constitución. -Eso
dicen siempre. -¿Y
en qué nos beneficiaría, entonces? -Que
tendremos una Constitución nueva. Los
que hablaban, sin preocuparse por la presencia de Navarro, eran tres
ancianos que estaban sentados en una mesa algo apartada de la puerta, en
un lugar bastante umbroso y precario. Jugaban
a los naipes por dinero. Uno
de ellos tenía las cejas tupidas y le caían como capas de cebolla sobre
los ojos grises, apagados; otro tenía una gran calvicie que lo agudizaba
hacia arriba y lo hacía parecer más alto de lo que realmente era; el
mayor era el más callados de todos. Las
cartas, añosas, se adherían a sus dedos, agrietados, como si éstas
tuviesen pequeñas ventosas, pero los viejos se humedecían las yemas,
constantemente, con indecentes lengüetazos, y se valían, además, de sus
largas y amarillentas uñas, sucias y desparejas, y así se descartaban o
tomaban una nueva carta en su turno. Navarro
imaginó, una vez más, su vejez, rodeados de innumerable cantidad de
perros y de gatos, comiendo semillas de girasol o zapallo, bebiendo caña
blanca desde el pico, mientras moría, y en el fondo de su casa los
limoneros se llenaban de frutos que, lentamente, se iban deshaciendo de
sus ramas. En
donde estaban los viejos la luz era escasa, y fuera de la mesa y parte de
las sillas todo se volvía una gran mancha difusa, que parecía que fuese,
lentamente, comiéndose las paredes y los travesaños del techo. Navarro
se adelantó unos pasos hasta donde estaban ellos y les dijo: -¿No
prefieren jugar de a cuatro? Los
tres se miraron un instante. -Siéntese. -Siéntese. -Siéntese,
por favor. Las
dos primeras manos no fueron muy buenas pero se fue recuperando de a poco.
Se pasaba tres dedos de su mano izquierda por el pequeño bigotito
renegrido y alisaba el cuello de la camisa, blanca como los dientes de un
aviso de bicarbonato. Casi
había ganado la partida cuando los viejos quisieron retirarse. Él
insistió para que siguieran jugando y allí la suerte se hizo a un lado. En
medio de una jugada, a Navarro le tocó una extraña carta, que él nunca
había visto en su vida. Eso
lo asustó, pero no preguntó nada al respecto. En
la carta se representaba a un hombre colgado de un árbol, por una de sus
piernas, cabeza abajo, con las manos atadas a la espalda. Al
lanzarla a la mesa todos se agitaron. Sintieron,
de repente, un gran escalofrío. Cambiaron
la carta por un naipe español y siguieron el juego. Desde
la habitación de al lado se oyó la voz de una mujer madura, que acunaba
a un niño muy pequeño y le cantaba a viva voz. La
rueda de un carro A
un niño mató La
Virgen del Carmen Lo
resucitó. Los
viejos no dieron importancia al hecho. La
partida no terminaba de decidirse y Navarro sólo pedía un golpe de
suerte. Retama,
Retama La
Virgen te llama Para
hacer la cama Al
niño Jesús Porque
está cansado De
estar en la cruz. Navarro
observó una vez más la pieza, casi desnuda de muebles y carente del mínimo
lujo. En
una pared, en el fondo, había un retrato bastante mal bocetado. Era
un grabado del tormento e inmolación de Juana de Arco. Era
bastante pequeño, de un color amarillento y líneas firmes negras y
grises. Parecía
como si la Santa, le advirtiese algo a Navarro. Pero era sólo eso: un
pensamiento. Como
si de sus ojos escamados -o simplemente humedecidos- salieran luces muy
blancas. Debajo
de la hoguera, seis o siete soldados apuntaban sus lanzas al cielo en
irregular conjunto y en el fondo del retrato se veía un muro difuso,
bastante lejano. Navarro
dejó de lado el cuadro y siguió su juego, que en esos momentos acaparaba
la mayor parte de su atención y de su vida. Uno
de los viejos hizo una buena mano, pero a la siguiente perdió todo lo
ganado. El
vaho del tabaco de las bocas y de las ollas renegridas y porosas que se
hallaban a un lado, sobre pequeños leños, paseaba por la pieza como pasa
el invierno en la vida de algunas personas. -¿Qué
hora es? -Las
once. -¿Del
martes? -Hasta
las doce. Navarro
observó su reloj de bolsillo, que sacó de entre sus ropas con gran
disimulo, pero no pudo ver siquiera los números romanos en la oscuridad
de la pieza. -Tengo
un dinero en el Banco -dijo Navarro- quizá ustedes quisieran apostar algo
más fuerte. El
más anciano consultó a sus compañeros y luego le respondió con voz
clara: -Le
apostamos la casa. Navarro
observó una vez más la pieza, casi desnuda de muebles y carente de mínimo
lujo. -Muy
bien -dijo Navarro- mi dinero por la casa. La
partida se volvió muy difícil, con idas y venidas. Los naipes caían con
fuerza sobre la mesa y brillaban como si tuviesen una pátina de esmalte.
El anciano calvo era el que pagaba las apuestas. Tenía un montoncito de
garbanzos junto a su mano izquierda. Cuando
parecía inminente que el más anciano ganara, le tocó la peor mano que
se había jugado en la noche. El
niño de la habitación contigua comenzó a llorar con más bríos y la señora
comenzó a caminar de un lado a otro, con pasos marcados y rítmicos hasta
que de golpe el bebé calló por completo. -Siempre
es así. De
repente, uno de los viejos comenzó a golpetear con tres o cuatro dedos la
mesa de madera en donde se encontraban. Lo
hacía en forma inconsciente, haciendo balancear, un poco, el farol de
aceite que había en medio de los cuatro. Era
como un traqueteo, como el viejo traqueteo de una Remington o un vagón de
tren, o como un abejorro atrapado en la tela de una araña. Como
comenzó, de improviso, el viejo dejó de golpetear y echó un escupitajo
al suelo, mientras ordenaba su mazo. Navarro
vio otra vez el retrato de la pared, pero la Santa ya había muerto. Un
mísero esqueleto besaba la cruz que le habían ofrecido. Lo demás era sólo
llamas y penuria. Entonces
quiso levantarse y salir, pero una buena mano de cartas lo retuvo en la
mesa un rato. El
anciano de cejas de cebolla jugueteaba con su dentadura postiza, empujándola
y reteniéndola con su lengua y los labios entreabiertos, mientras
barajaba con destreza el mazo de naipes y repartía la mano con habilidad
inusitada. Alguien
trajo una botella de grappa y cuatro vasos pequeños. El humo de las bocas
se mezclaba en el centro de la mesa. Sin
darse cuenta siquiera, Navarro ganó la partida. Los
tres viejos quedaron impávidos. La
luz parecía más tenue, aún, ya que muchas de las velas se habían
consumido por completo, y las sombras de la sala invadían sus piernas. Se
produjo otro silencio, que fue abismal. Un
gato barcino pasó por debajo de la mesa recorriendo, lentamente, todas
las piernas y Navarro sintió un escalofrío. De
pronto uno de los viejos fue hasta la habitación contigua. Se
oyó un ruido espantoso en el dormitorio. Los
otros dos esperaban como petrificados en sus sillas. Desde
la otra pieza de pronto apareció, con un cajón de ropero. Lo traía, con
gran dificultad, asido con ambas manos. Navarro
lo miró de soslayo. Allí estaban los títulos de la casa. Los
viejos se quedaron observando primero el cajón, luego la cara de su
visitante. Navarro
no tomó los papeles. Tampoco recogió el dinero de la mesa. Dio
una última mirada a la sala, a sus caras, a la puerta del dormitorio, al
retrato, en donde sólo quedaban cenizas del martirio, y se volvió a la
pared en donde había dejado su sombrero. Lo tomó con ambas manos y se lo
colocó lentamente. Quedó unos instantes parado en el mismo lugar, y se fue sin saludar, internándose en la noche oscura. |
Duilio Luraschi
Cuento de "Las Leyes", ArteFato Editores, 2006.
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