La frontera Duilio Luraschi |
Desperté
una mañana y el Mundo estaba en una gran guerra. Por
lo menos una decena de hombres de traje de fajina entraron a la habitación
y me sobresaltaron. Quise
arrebujarme una vez más, pero no perdieron tiempo y, en vilo, me llevaron
escaleras abajo hasta el centro de la sala. En
el sofá de dos cuerpos estaba el que, indudablemente, daba las órdenes,
o al menos tenía como cometido hacerlas cumplir. No
quería que lo miraran directo a los ojos, por eso había construido una
especie de distancia. Los
otros hombres eran más viejos. Por
la pared corría un hilito de agua añil. Era como si un chaparrón cayese
súbito fuera o la tubería del piso superior sufriese una simple rotura. El
hombre que tenía los ojos ocultos por el velo que imponía a todos me
explicó, en forma breve, qué sucedía. Ahí
tenía la mesa, una silla, dos garrafas de agua dulce, trastos, libros, un
receptor de radio. La
bombilla de luz permanecería apagada de 20:00 a 07:10. Las horas de
ingesta serían en su orden. Los
libros permitidos se encontraban en una lista de no más de diez líneas,
de todas formas en la casa habría, como mucho cuatro o cinco volúmenes. Podría
escribir con lápiz de grafo, bolígrafo azul o lapicera. Contaba con
papel de calco y hojas blancas de copia. Una máquina Remington con dos
teclas perdidas, que habían sido suplantadas por dos eles, formando tres
teclas iguales en apariencia, pero una sola marcaba el tipo de plomo, con
el anular diestro, las otras eran meñique siniestro arriba y medio
diestro inferior, nada menos que un signo de puntuación. Sólo
podría utilizar dinero en efectivo en billetes no mayores a $100. Quedó
estipulado que la comunicación sería semanal y no habría correo. Debería
reportarme: foliar, coser y archivar los expedientes y mantener el
territorio aseado o, en términos generales, digno. Sintonizaría todos
los martes a media, tarde la Radio Oficial hasta la hora novena. Ni un
minuto, ni una fracción posterior a la nona. Apagaría el receptor y lo
desenchufaría del toma corriente, guardándolo en su funda de terciopelo
caqui, hasta el martes siguiente. También
me dieron un fusil. La
misión era sencilla. El
hombre velado alzó la voz sólo un poco más que los de traje de fajina,
y éstos hicieron su tarea en poco más de quince minutos. Algo
estaba sobreentendido: no debería abandonar el territorio. – No le está permitido fritar cebolla. – ¿En aceite de semillas? – De ninguna forma. Ni rehogar espárragos o habas. Tampoco
podrá destapar frascos después de las diez del viernes hasta el domingo
a mediodía. – ¿Leudar masa? – No hay impedimento. Con
mi vida defendería la tierra. Ésta. Y no tomaría decisión mayor a la
de sobrevivir y no entregar un centímetro. Para
ser precisos trazaron con tiza el perímetro, que comprendía, en línea
irregular, gran parte de la sala. Era nítido e indudable que éste era el
acá, y sería mi única trinchera. El
afuera estaba habitado. Era
como una especie de objeto que estaba allí, de condición pacífica si
uno era cándido y le tomaba cierto aprecio, pero siempre estaba
acechando. Era algo terrible. Ésa
era mi misión: no necesitaron muchas explicaciones ni recalcalcar analíticamente
el tema. Los
de fajina se fueron caminando detrás del jefe, a unos pocos pasos de
distancia. El velado fumaba con cierto regodeo echando profundas
bocanadas, que, evidentemente, lo antecedían. Las
noches y los días no serían iguales a mis vivencias encasilladas hasta
ese día. Esto era la guerra. Entre
las pertenencias que tenía, había grasa y lubricante para que el fusil
estuviese siempre pronto para una buena defensa, en ocasión de una alarma
o grito marcial de ¡Al arma! También disponía de aceite para el candil,
unas pocas rebanadas de pan de trigo, sal y un
insuficiente salario. Los
primeros días montaba guardia en medio de la sala. Luego, en un intento
inútil de estirar las articulaciones, recorría el perímetro marcado por
la tiza. Lo
fatal era el miedo a caer en el inexpugnable silencio. Agudo. La foto
familiar: habíamos establecido, tácitamente, el hecho de que yo estaba
de este lado y el enemigo fuera. Nada perturbaría nuestra convivencia si
acordábamos esto. Poco a poco le tomaba afecto. Por tal motivo los
martes, en la audición oficial, me advertían el peligro del otro: el
afuera habitado. A
la semana ya no tenía un solo cigarrillo y en dos semanas se terminó el
agua de las garrafas. Se precipitó el domingo. Las
noticias de la guerra eran, al menos, muy alentadoras. Dormía
gran parte del día y dedicaba la noche para las guardias y ordenar un
poco el territorio. Consignas:
Defender dignamente el perímetro o no poder alzar la vista nunca más.
Doble golpe: perder y dejar que el enemigo gane. Dos pájaros de un mismo
tiro. Todo
era testigo de que no se trataba de un vulgar presepio sino de un
territorio. Lo
más cercano al agua era el vino, y éste abundaba. Bebí con tragos muy
largos y luego dejé la botella junto a los zapatos con cordones trenzados
de seda, rematados por tubitos largos y delgados De
repente se arruinó el receptor. Lo
abrí y vi que se había quebrado un hilo, que conducía la corriente
continua de lo que supuse era la bobina al que llamé punto dos. Lo cerré. Busqué,
en vano algo para remplazar el hilo. Con
suerte podría robar al tiempo un momento bueno. Reporte
día 16 - el receptor sufrió una avería. Reporte
día 17 - la sed me agota. El termómetro marca 32 grados centígrados. No
hay movimiento fuera del territorio. Dos días sin recibir noticias
oficiales. En fe de esto sello, signo y firmo. Fin del parte diario. Reporte
día 18 - puedo ver un ovillo metálico detrás de una escalera caída
cerca de la puerta que da al escritorio. Intentaré hacerme de él. Fin
del parte diario. Fue
un golpe de suerte: allí estaba. Debería atraerlo con un bastón o palo
largo, ya que estaba fuera del perímetro delimitado, a unos dos metros.
Eso al menos era lo que calculé entonces. Luego vi el error. Una
y otra vez intenté. Me resultaba francamente imposible. Había
empapado por completo mi camisa, y también las medias, dentro de los
zapatos. Intenté, nuevamente, pero fue inútil. Alargaba brazo, tronco y
cuello, para ver, contactar y traer el ovillo. El bastón que utilizaba no
me servía de esteva, por lo que confeccioné uno, con los elementos que
tenía a mano. Debería
alejar de mí el ovillo, pasarlo por detrás de la escalera, y luego
atraerlo, sin caer en desánimo. Reporte
día 20 - conseguí, por fin, hacerme del material apropiado para saciar
mi sed: en un paquete que los fajinados habían embalado en aquel primer día
de misión, allí encontré jugo de fruta. Era dulce. Tal vez en exceso,
pero me agradó. Confío que en breve podré alcanzar el metal necesario
para el receptor de radio. El afuera se mantuvo inerme y oscuro. Sin otra
novedad finalizo parte, y en fe de ello dejo constancia. Vomité
gran parte de la noche. Tuve febrícula. Logré desplazar el hato de
alambre de la escalera al corredor. Luego lo atraje, en zigzag, hasta el
borde perímetro. Descansé y bebí vino. Vomité nuevamente y me quedé
dormido. La
teoría era sencilla. Con la navaja quitaría el perno y la hembrilla del
polo positivo y del polo opuesto. Cortaría un trozo de alambre no muy
grueso, que pudiese, al mismo tiempo de conducir corriente, servir de
fusible, y enroscarlo en el remache. Colocar todo, nuevamente, en su
lugar, y cerrar el receptor. Encenderlo y sintonizar el dial hasta llegar
a la frecuencia oficial. Reporte
día 22 - se oyó un silbido. Fue quedo. Di voz de alto, según
instrucciones verbales. Algunas
veces cocinaba algo ligero. Otras, comía pan de trigo y queso. La línea
divisoria era incuestionable. En las noches sólo hay sombras. Ya no había
matices de negritud: ni mate, glasé o amarronado. Las sombras se volvían
algo compacto. Pacífico y compacto. El afuera era la única razón por la
cual era inminente lo fatal. Por
fin uní los polos y el parlante del receptor se oyó en toda la sala. En
esos momentos se irradiaba una especie de música, y me llené de gozo. No
había nuevas órdenes. Las noticias de la guerra eran muy alentadoras. Un
día soñé con un jardín. Me desilusioné: nunca me gustaron los
caracoles. Las hojas son comidas, engullidas y recortadas por todo tipo de
insectos y caracoles. No hay jardín digno de mantener en un sueño que no
sea real: con todas esas cosas. Las perlas no son para los gorrinos, y las
hojas de las plantas no deberían presentar cortes o fealdad. El Partenón
es incluso hoy muy bello, pese a la coexistencia de la pólvora de azufre.
No de forma diacrónica sino sólo estúpida. De
día el allá es más preciso. La línea divisoria es incuestionable, y
tiende a apoderarse de una gran certeza. Tengo hambre. Parte
diario día 27- última hoja disponible. Sin novedades importantes a
destacar. Por motivos materiales no se proseguirá con la normativa diaria
de anotaciones y registro de los partes. Asimismo se deja constancia que
se recibe con aceptable fidelidad la emisión de la radio oficial, y se
sigue a detalle el trámite del conflicto. Por suerte son buenas las
noticias que llegan de la guerra. Por lo pronto, aquí no hubo bajas en
filas enemigas, del otro lado del perímetro, ni tampoco de este lado de
la línea. Solamente malestares pasajeros. Carencias mínimas y
padecimiento de altas temperaturas. Asimismo no se posee ni lista de
salvoconductos, palabras claves o excepciones habituales. Por tal motivo
se abrirá fuego contra quien pretenda cruzar la frontera. A falta de
espacio en la hoja sólo signo. Decidí
hacer una infusión de té. Puse un buen mantel sobre la mesa y dos tazas
grandes. El colador, que supuestamente era de acero inoxidable, estaba
bastante carcomido, por lo que hice un cono con servilletas de papel. En
ese momento, más o menos en ese instante o solamente un poco después,
recordé que no había té alguno en la despensa, ni tisanas de yuyos
medicinales o digestivos. Quedé profundamente abochornado. Tomé café
soluble del latón Ferrer. Algo
se oyó a lo lejos, podría provenir de una casa cercana. Parecían pasos
con pesadumbre o bien ser un hombre cojo. Al
día siguiente los pasos eran de por lo menos cinco personas. De
golpe estaban allí: no eran el enemigo. – ¿Novedades? – ¡Archivadas! – ¿Pérdidas? – ¡Ninguna! – ¿Misión? – ¡Salvaguardar los límites del territorio! Entraron
al perímetro y examinaron todo, sin apuro. Incluso uno de ellos, antes de
realizar su labor, se quitó los zapatos y los calcetines y comenzó a
masajearse los dedos de los pies, uno por uno. En una libreta diminuta,
hacían anotaciones. Me
convidaron con un cigarrillo. Pedí agua. Nos
sentamos a fumar en silencio. Sentía la sensación de que estaba siendo
invadido, poco a poco, por su humo de privilegios. El
que aparentaba ser el jefe me dijo, sin tener una decente consideración
por el silencio – Tengo órdenes para usted. Lo
observé y guardé silencio. Podría arruinar todo si me apresuraba. El
hombre, al mismo tiempo que revisaba algunos folios y mapas que había traído
consigo, me dijo: – Hoy abandona el territorio. – ¿Abandonarlo? – A partir de la hora 17:00 Greenwich éste será un territorio
neutral. Termina su misión en este momento. – ¿Debo reportarme en otro perímetro? – Ya no hay perímetros. Usted está licenciado. Todos
siguieron fumando, sentados en el suelo. Con un trozo de vidrio verde que
habría encontraba debajo de algún mueble, el más joven raspaba la base
de la mesa. Seguramente dejaría allí sus iniciales o una frase vana. El
territorio había sido para mí, hasta ese momento, como una nave. Recorrí
el borde de todas las cosas. No las cosas en sí, solamente el borde que
delimitaba una de otra; luego de un marco de cedro un listón de violetas,
uno de lilas, otro de vasos antiguos, otro de violetas; luego el marco del
sillón, el borde de madera blanda. Tomé
las pocas pertenencias que me aún quedaban y pedí una caja de
cigarrillos y lumbre. Di
un último vistazo para recuperar momentos y, como pude, caminé hasta la
puerta de entrada. Ya estaba, por lo menos, seis metros fuera de la línea
del perímetro. Sentí
el picaporte descomunalmente frío. Abrí la puerta y me encontré con
todo un mundo de cosas. Una vez fuera me encogí de hombros. Respiré, echándome
dentro una gran bocanada de aire con rocío helado. Me surgió un
pensamiento inesperado y regresé. El
jefe apenas levantó la vista de las cuartillas cuando estuve enfrente y
me preguntó: – ¿Qué? – Olvidé cerrar con llave. |
Duilio Luraschi - enero-febrero 2007
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