El cine |
Me
sentaba en el bar, frente al cine, a leer cuentos del Espacio. Pedía
una botella de agua mineral, mientras a mi lado las personas engullían
sopas o guisados, enchastrándose, en su voracidad, la cara y
los puños de la camisa. Llegaba
cerca del mediodía, elegía una mesa junto a la ventana y abría
lentamente mi libro en la primera página. A eso de las siete, cuando el
sol bajaba detrás de los paraísos, pedía un café con leche con
grisines y continuaba la lectura. Entre
cuento y cuento levantaba la vista: era un colage de gente y
diarios mal doblados delante de sombreros de pana, muñequitos de miga
de pan o barcos hechos con servilletas.
El
cartel de la entrada indefectiblemente anunciaba “CERRADO”, y los niños
que lustraban zapatos en la puerta, entraban dos o tres veces y
cambiaban sus monedas de distintos tamaños por billetes casi siempre
arrugados y pegados con cinta adhesiva. A
las ocho y a las diez, veía como la puerta del cine Gran Palace despedía
abruptamente un mar de gente, que salían como hormigas o seres de otros
mundos invadiendo la calle. Conversaban
cabizbajos, con voz tenue, como si tuviesen un secreto que no deseaban
compartir con nadie que no hubiera entrado al cine con ellos. Alguno
cruzaba, y luego de comprar cigarrillos iba al baño, donde se
comunicaba con las naves intergalácticas. Esos
seres, expulsados en grumos de la sala del cine, salían con la misión
de capturar nuevos clientes que ingresaran al Gran Palace, y una vez
dentro llevarlos a otros mundos. Me
acercaba a ellos lentamente e intentaba descubrir ese idioma peculiar,
plagado de consonantes arrítmicas, pero no obtuve ningún resultado. El
cine era muy viejo, y por las butacas corrían insectos que saltaban
desde la primera fila a la pantalla. El techo estaba revestido de
madera, pero debajo del lambriz había pinturas de Stevens con escenas
de los círculos del infierno y del purgatorio. Dicen que el hombrecito
que proyectaba las películas tenía seis dedos en su mano izquierda, lo
que le permitía corregir la dirección de la cinta cuando se enredaba.
El acomodador era un ser oscuro, no de piel, sino que sobre su cabeza se
podía ver una nube plomiza que despedía desde dentro de su cráneo
hasta una altura de tres o cuatro centímetros. Eso
es lo que todos decían, yo nunca había entrado al Gran Palace. En
Monte Rojo hubo, en su tiempo, seis cines de estreno que rivalizaban en
cuál tenía el pianista más destacado o cuál la última película de
Hollywood, pero con la devaluación del treinta y pico fueron cerrando
uno a uno, hasta que sólo quedó el viejo y pequeño cine que tenía
frente a mis ojos. Creo
que sobrevivió gracias a los extraterrestres. En
la puerta, un cura viejo, bajo en paraguas enorme que utilizaba de
sombrilla, regalaba estampitas de San Judas y Santa Bernardita, a la vez
que anunciaba que todos los domingos se daba misa a las diez y que, al
finalizar, se bendecían todas las medallas o crucifijos que llevaran
los nuevos feligreses. Al
dueño del cine no le importaba que el fraile se instalara en su puerta
ya que en Monte Rojo casi todos eran bautistas, y además cada dos por
tres entraba y compraba un paquete de medallones de menta, que era la
golosina más cara que vendía. El
bar cerraba a media noche y me perdía la salida de la última función.
Desde mi observatorio podía controlarlos, las distintas películas, el
público voraz, los afiches con grandes actores y jóvenes heroínas. El
mozo se acercaba y me preguntaba si podía cobrarme, y luego subía las
sillas a las mesas, y comenzaba a barrer el suelo con un escobillón
enorme y desflecado. Entonces
yo cerraba el libro, me paraba con la dificultad de quien estuvo muchas
horas sentado, y recorría el mismo camino de plátanos y enredaderas. Una
noche, cuando la lluvia caía con más ruido y vigor sobre las baldosas
y el empedrado, el mozo se acercó y me dijo: –Señor,
hoy cerramos 10:30. –
Afuera llueve a mares –repliqué. –
Es el patrón. Hoy hace fecha de la muerte de su madre. No se siente
bien y quiere regresar a su casa. –
¿No se anima a pedirle las llaves? Podríamos quedarnos con las puertas
cerradas. –
Imposible. Usted conoce al patrón. Hice
un gesto con los hombros y le pagué de inmediato. De
una mesa vacía tomé un diario, lo extendí, y lo coloqué sobre mi
cabeza. Salí a los tumbos, tratando de esquivar los charcos y las
bolsas que llevaba el viento a gran velocidad por toda la calle. Tenía
la cabeza gacha, con una mano tapándome con el diario y la otra
apretando el libro a mi pecho, única parte del cuerpo que aún tenía
seca. Cuando
levanté la vista estaba en un lugar por el que nunca había pasado. Quise
orientarme por algún edificio, alguna calle o plaza, pero, entre la
oscuridad de la noche y mis movimientos limitados por la tormenta, no
alcancé a reconocer nada. Fui
y vine de la esquina a un corredor abierto con ventanas pequeñas a los
lados. Luego quedé unos minutos parado bajo el diario empapado. Los
relámpagos iluminaban todo de repente y luego caía con gran estruendo
una descarga del cielo. El agua me corría por la cara y por todo el
cuerpo, y entre rayo y rayo la noche se presentaba completamente oscura,
desolada. Sin darme cuenta me había quedado parado en el mismo lugar
hacía bastante tiempo. –
Parece que va a llover toda la noche. Era
la voz de una mujer joven. Volteé la cabeza una y otra vez sin poder
darme cuenta de dónde venía. –
Venga, se está mojando –dijo la mujer con cierta candidez. Ahora
sí la vi. Estaba bajo un rosal que formaba una glorieta en el fondo del
corredor de las ventanas verdes. Caminé
rápidamente, a grandes zancadas, y quedé parado enfrente de ella. –
Venga, acérquese más a la pared. Era
muy joven, quizás más de lo que la imaginé por unos instantes, cuando
oí su voz desde la calle. Vestía pollera y un suéter y se había
sacado los zapatos que mantenía al revés en su mano derecha. –
Es un poco tarde para pasear por estas calles –dije, tal vez en tono
de censura. –
Sí. Salí del cine hace más de una hora y me cubrí aquí de la
lluvia. Pensaba irme apenas calmara, pero cada vez llueve con más
fuerza. –
¿Y piensa quedarse aquí? –pregunté. –
Sí. Si es necesario pasaré la noche bajo las rosas. Luego
de unos cuántos minutos de charla vinieron otros de silencio. Yo no
quería ser descortés, pero tampoco sabía qué decirle. Como me dijo
que venía del cine, y no se me ocurría nada mejor para charlar, comencé
a contar tramas de películas, una tras otra, sin parar. Ella no decía
nada, y sólo balanceaba la cabeza como afirmando. Temía que al
culminar una historia ya no hubiese nada que decir, entonces apenas
contaba un final comenzaba a relatar la siguiente película, así
durante casi una hora. En una pequeña pausa que hice para tomar un poco
de aire ella preguntó: –
¿Además del cine, le gusta la música? –
Sí –dije, y se hizo un silencio. –
¿Conoce a Humberto Cariccio? Es mi novio. –
¿Música clásica? –pregunté. –
Opera. –
Me imaginé. –
Me gustaría que lo escuchara. Tengo dos discos de él. Ahora vive en
Buenos Aires. –
¿Y por qué usted no fue con él? –
Aquí tengo cosas que hacer. –
¿Por ejemplo? –
Charlar con un desconocido bajo un rosal. -
O ir al Gran Palace. Ella
frunció el ceño y miró para otro lado. Pude ver su perfil, aún más
perfecto con el pelo mojado. –
Usted nunca fue al cine ¿verdad? –
Es verdad. –
¿Y todas esas películas que me contó? –
También a mí me las contaron. Ella
tomó fuerzas como para decirme algo pero se frenó. Luego buscó dentro
de su cartera, con las dos manos en forma desordenada, algo que no
aparecía ni de un lado ni del otro. Entonces me preguntó: –
¿Tiene un cigarrillo? Charlamos
hasta que todo fue tomando colores y formas, y los ruidos de la calle
reemplazaron a los truenos y las goteras. En
un momento la lluvia cesó y nos despedimos en el extremo del corredor
que daba a la calle. Caminé
un par de cuadras y reconocí, primero una librería, luego un almacén
de ramos generales, y tomé el camino más corto a casa. Me
levanté tarde. Hice una taza de té de limón, que tomé con dos
aspirinas y me senté a oír el pronóstico del tiempo. La
semana pasada había comprado un hornillo a gas y pasé lo que quedaba
de la mañana leyendo el manual para instalarlo junto al piletón de
baldosas del fondo. Como
estaba en francés, y yo había aprobado con la mínima calificación el
examen del liceo, hacía ya bastante tiempo, decidí llamar a Nora para
que me ayudara. Norita
se había casado con el dueño de la Barraca de Lanas, y vivía en el
Centro, a dos cuadras de la Plaza Artigas. Pensé,
entonces, que mi antigua compañera de banco podría, una vez más,
sacarme de este aprieto. La llamé, y le dije que estaría en su casa a
las cuatro. Me
di un buen baño y me afeité, pasándome colonia de lavanda por el
cuello y las orejas. Recogí unas flores del jardín e hice un manojo
con un papel celofán de un color amarillento. Llegué
al portal, que lucía imponente y lustroso e hice sonar la campanilla
que repiqueteó varias veces. Al
abrirse la puerta no era Nora quien me recibía, tampoco su esposo, sino
la chica con la que había estado hablando la noche anterior. –
¿Esas flores? –
Son para usted- dije, y di un paso atrás. –
Me gustan los cartuchos -dijo- Nora lo espera en la sala. Me
sonrojé, tal vez por mi mentira, quizás porque ella se había dado
cuenta que le había mentido. Pasé
por un corredor arrebatado, de un color bermellón intenso, repleto de
platitos de ciudades lejanas, máscaras pintadas y ceniceros de formas
extrañas; el más impresionante era una calavera con el pecho hundido
bajo los brazos, que servían de posa colillas. Imaginaba
que la casa era inmensa, aunque nunca pasé de la sala. –
¿Trajiste el manual? –dijo Norita, mientras me besaba con la mejilla,
haciendo sonar el beso en el aire. –
Sí, por supuesto –dije, y me puse a buscar dentro de una carpeta
donde aparecían folletos científicos y dos revistas con las fotos de
Urano y de Rigel, en sus tapas mal coloreadas y peor impresas. –
Ella es mi prima Berta- dijo, mientras entraba la joven. –
Mucho gusto –dijo ella. Yo
quedé nuevamente mudo. Nora
me contó que había llegado hacía tres días de Montevideo, que era la
hija mayor de una hermana de su padre y que pasaría con ellos no más
de dos semanas. –
Debe ser difícil adaptarse a esta ciudad- le dije a la muchacha. –
Es muy tranquila, además está llena de flores. –
El cine... ¿le gusta el cine? –
Me gusta mucho, aunque voy poco. –
¿Y la música? ¿La ópera? –
No conozco de música clásica. Nora
levantó la cabeza del manual y me dio una serie de indicaciones prácticas,
que iban desde la conexión hasta la forma de hornear las carnes rojas. Sus
hijos corrían de aquí a allá, rozando jarrones y candelabros. Nora
parecía no notarlo y ojeaba atenta el folleto con los lentes
recostados, apenas, en la punta de la nariz. Uno
de los niños cayó a mis pies en una de sus carreras y me agaché a
recogerlo. Las piernas de Berta ascendían sinuosas y firmes hasta su
falda tableada. Volví a sonrojarme. Tomamos
té con galletitas de vinagre. Nora recordó a todos nuestros compañeros
de sexto, con sus nombres y apellidos, y alguna descripción física que
casi siempre era motivo de risas o burla. Nos
despedimos en la puerta cancel y Berta me alcanzó hasta la verja la
carpeta que me había olvidado sobre la mesita del teléfono. –
¿Nos veremos de nuevo? –dije. –
Tal vez. A
lo lejos vi la pequeña procesión. Una sola carroza y cuatro personas a
pie detrás del difunto. Eran cuatro personas que jamás había visto en
el pueblo. Cuatro hombres sin expresión alguna en sus rostros. Atrás,
a no más de doce pasos, los seguía el dueño de la funeraria. Cuando
pasaron frente a mí, contuve por unos instantes la respiración. Temía
que el alma del difunto se metiera en mi cuerpo, ya que ahora había
perdido el suyo y cualquier cuerpo le serviría para sus fines. No le
haría falta más que un bostezo o una pequeña aspiración para meterse
en el mío. No dudaba que eso fuera parte del plan extraterrestre. De
pronto me subió un aire frío por todo el cuerpo, y quise correr al bar
y sentarme a leer mis libros, en un lugar tranquilo y apartado. Una
vez que pasaron me volví sobre el hombro. Allí estaba Berta. Observaba
todo en silencio. –
¿Lo conocía? –le pregunté. –
No. Ella
se adelantó unos pasos, luego extendió el brazo y esperó que yo
llegara. Caminamos
un par de cuadras y hablamos de cosas cotidianas. Tomamos café en la
confitería y paseamos por la orilla del río. Me detuve un instante en
el arco de sus cejas, que conservaban un aire de tristeza. A veces la veía
como una niña, otras veces como alguien mayor que yo. –
Podríamos ir al cine –dijo. –
¿Al Palace? –
¿Hay otro? –
No. –
Entonces al Palace. Hizo
un silencio y luego dijo: –
Lo veo
a las diez en el bar que hay en la vereda de enfrente ¿lo ubica? –
Sí, claro. Ella
fue puntual. Yo estaba en la misma mesa de siempre, releyendo el último
libro de Blas Escudero. Lo había comprado en una baratilla en la feria
y había postergado su lectura una y otra vez, no sé por qué, pero
cuando lo leí no pude dejar de releerlo. Se desarrollaba en Santa Cruz.
Era un libro del Espacio. Llegó
y observó hacia adentro inclinándose sobre su hombro. Al verme sonrió
y entró rápidamente. –
¿Tomamos algo? –pregunté, mientras me levantaba y le hacía un lugar
frente a mi silla. –
No, la función está por comenzar. –
¿Qué película proyectan esta noche? –
No lo sé. ¡Qué importa! –
Claro. ¡Qué importa! –dije y sonreí. Llamé
al mozo y saqué un billete de $100 cuidando que Berta lo observara bien
y no creyese que la iba a dejar pagar el cine o el taxi, siquiera
un chocolate. Berta
no prestó atención a mi despliegue, aunque cuidé que ella y que todos
vieran cómo había dejado tres pesos de propina y había saludado al
mozo como a un viejo amigo, más bien como si fuese -y lo era- un habitué
del lugar. Cruzamos
del brazo. Yo, con el traje de las ocasiones relevantes, ella, con un pañuelo
de seda que le caía levemente por la espalda a ambos lados de su melena
rizada. Llevaba una carterita pequeña de forma ovalada, casi tan chica
como su mano, yo un sombrero de fieltro con cinta caoba. Llegamos
hasta la puerta y respiré hondo. Luego de unos instantes fui hasta la
ventanilla. –
Dos boletos –dije en voz alta. –
Pase –dijo el hombre detrás de la ventanuca– hoy no se cobra. Entonces
el acomodador se acercó en silencio y enfocó con su linterna hacia la
cortina, pesadísima, que en un tiempo debió ser roja, pero que
entonces sólo llegaba a tonos de ocre. Yo
miraba sin discreción su cabeza tratando de ver la nube oscura de malos
pensamientos pero él ya estaba unos pasos dentro de la sala y la luz
era escasa. A
los lados de la taquilla había no menos de seis personas que nos
miraban. Me paré nuevamente. Quedé inmóvil. Berta me tomó del brazo
y comenzó a caminar, mientras yo me resistía con los pies pegados a
los tablones del suelo. Me iba empujando con la cadera y el codo, con la
vista fija en la oscuridad de la sala. Podía oír el murmullo sordo de
la gente que ya había entrado, el calor de su respiración, la música.
Estaba ya todo pronto para transportarnos a otro planeta. Entonces
me aferré al cortinado, tironeé con tal fuerza que casi caigo de
espaldas, logré soltarme, y corrí hacia la calle. Estaba
lloviznando. El
agua reflejaba el gran cartel de neón en letras góticas que titilaba: GRAN PALACE.
Miré
al bar, se veía cálido, con sus luces amarillas, miré hacia atrás y
vi el cine lleno de seres peligrosos y extraños. Dudé. Tomé una calle
lateral y corrí dos, seis, diez cuadras, hasta que me perdí en la
noche. Seguí
el camino angosto, empedrado, que descendía y torcía en un codo. El
silencio era absoluto. En
un jardín un niño pequeño se hamacaba bajo un laurel. Tenía
las manos aferradas a una rama y balanceaba el cuerpo con los pies
juntos y extendidos. Sin
levantar la vista de la punta de sus zapatos me dijo: –
Señor ¿a dónde va? Esta calle lleva al río. –
Voy a casa. –
¿Vive en la ribera? –
No –dije, y me paré. Permanecí
unos minutos con los ojos cerrados. No sabía, realmente, que camino
tomar. Me balanceaba a los lados, como si tuviese frente a mi un abismo. Abrí
los ojos. El niño estaba sentado sobre la rama, pero continuaba
columpiando la punta de los pies lentamente. Levantó los ojos y preguntó: –
Entonces, ¿dónde va? Dudé. –
Voy al cine. Regresé,
entonces,
con grandes zancadas, por el mismo camino. Había
dejado de llover y se podía ver la luna. Llegué
hasta la puerta, y la vi recostada al vidrio, con la cabeza baja. Me paré,
la miré, quise decirle algo, pero no dije nada. La tomé del brazo y entramos en la sala. |
Duilio Luraschi
(Cuento de “El huésped”, Ediciones
Aymara, 1999).
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