Acceso de tos |
Delbracio
llegó al consultorio médico, caminó no más de cinco o seis pasos, y se
instaló frente al escritorio que había en el medio de la sala. Se anunció
a la asistente, y luego eligió una silla, de las pocas que habían en la
habitación, y esperó a ser llamado. Prestó
atención primero a los pacientes que esperaban, luego a la asistente, y
luego se detuvo un buen tiempo en un cuadro que había frente al
escritorio. Las figuras eran grandes y simples, pero lo atrapó por sus
colores intensos, como si lo hubiese hecho un niño o alguien que no
hubiese estado nunca en Montenegro. Todos los demás pacientes leían
revistas, y observaban, de soslayo, sus relojes de bolsillo. Por
fin llegó su turno. La
asistente lo llamó por su nombre, y le señaló una puerta, al final de
un breve pasillo. La
puerta había quedado abierta, pero él golpeó suavemente un par de
veces, en el marco, al mismo tiempo que pasaba. Una
vez dentro, el médico le indicó que se sentara. Tomó unos papeles que
había sobre su escritorio y, sin más frase de cortesía que un breve
saludo, preguntó: -¿Come
adecuadamente? -Como
bien. -¿Bebe
alcohol? -En
absoluto. -¿Una
copa a fin de año? -Nada. -Está
bien, eso es bueno... ¿y fuma? -Fumo. -A
eso se debe la tos. -Cuando
era chico me caí, mientras corría en el parque. Dije que me había
golpeado un muchacho algo mayor, al que todos odiábamos. -¿Entonces? -El
golpe me mantuvo unas semanas en cama. Me dio fiebre y tos. No he podido
sacarme la tos desde esos tiempos. El
médico levantó algo los ojos, que había depositado hacía un buen rato
sobre su escritorio, repleto de papeles y muestras gratis de medicamentos,
y preguntó: -¿Dónde
se golpeó? -En
el vientre. -Entonces
no es el caso de esta tos. -La
tos vino por la fiebre. -Definitivamente
no es el caso. -¿Y
el muchacho? -¿Qué
cosa? -¿Hice
mal en denunciarlo? El
médico, otra vez, lo observó atentamente. -¿Qué
fue de él? -Cuando
terminó el liceo se marchó a Montevideo. Creo que estudió, se recibió
y ... no sé más. -No,
pregunto que pasó en ese entonces. -No
pasó gran cosa, no recuerdo bien. Sufrió algún rezongo o una
penitencia. Quizá le dieron algún zurro. El
médico quedó unos minutos pensando, mientras dibujaba, con el lápiz, círculos
en el aire. Llevaba una barba espesa, que le cubría gran parte de la
cara. Cuando
Delbracio lo observaba, lo primero que veía era su barba. Parecía que
quería esconder, detrás de todo ese pelo, una cara. Era una cara de niño
con barba exuberante, como suelen ser las selvas, o los helechos en todos
los jardines de Montenegro. Además
tenía una especie de mirada científica, en dos ojos pequeños y
celestes, no más grandes que una monedita de plata. Eran los ojos
celestes de una enciclopedia. Entonces,
el médico interrumpió, de golpe, el silencio y dijo: -Quizá
sí... usted estuvo un poco mal. Pero como ya lo ha dicho: la cosa,
realmente, no pasó a mayores. -Era
un muchacho realmente fastidioso -acotó Delbracio. -Le
creo. -¿Y
la tos? -Definitivamente
no es por eso. Tendría que hacerle unos exámenes. ¿Dispone de horas
libres por la tarde? -En
absoluto. Trabajo en una tienda de ropa. Mi descanso es sólo de media
hora. De doce a doce y media. -Puede
hacerse uno un día, otro otro día, y así completarlos todos en menos de
una semana. -¿Debería
ir lejos? -No.
No es lejos. Estaría allí no más de diez o quince minutos. Si no se
detiene para ver los escaparates del Centro, o hacer algún otro recado,
no tendrá inconveniente en llegar a tiempo a la tienda. -Si
usted piensa que es necesario... -Absolutamente. -Hágame
entonces esas recetas ¿llevan timbres? -Dos. -¡Hoy
todo lleva timbres! El
médico asintió con la cabeza. Luego preguntó: -¿Cómo
se llamaba? -¿Quién? -El
muchacho, ese al que usted acusó de golpearlo, injustamente. -Esteban. -¿Y
el apellido? -Ya
no lo recuerdo. -¡Ahhh! Se
hizo un silencio prolongado, mientras el médico rayaba su hoja de
recetas. Entonces Delbracio preguntó: -¿Dos
timbres de dos pesos? -Creo
que son de dos pesos, no lo recuerdo. Usted vaya y pida dos timbres para
certificados médicos y análisis. Valen lo mismo. A propósito ¿necesita
un certificado? -¿Lleva
otro timbre? -Acabo
de decírselo. -Entonces
no, me descontarían menos en el trabajo, por esta media hora que he
faltado. -Es
sólo para que lo justifique. -Ellos
saben lo de la tos. Me soportan a diario. Además no diría esto por
aquello. Todos saben que no me aprovecharía de una situación tan triste
como una enfermedad. ¿Usted lo haría? -Definitivamente. -¿Me
mandará también comprar algún tónico? -Primero
quisiera ver los análisis. Me dijo que fumaba ¿no? Afirmó
con la cabeza. -Entonces
no le molestará que encienda un tabaco -dijo el médico, y sacó una pipa
de uno de los bolsillos de su túnica. Golpearon
la puerta. Fueron dos golpecitos breves. En seguida, sin que nadie dijese
que pasara, apareció una joven igual a la recepcionista. -Usted
debe disculparme -dijo el médico al hombre. Delbracio
se paró de su silla inmediatamente, tomó su saco y el sombrero, que
colgaban de un perchero de metal niquelado, y saludó al médico y a la
joven. Salió
a la salita, donde había dos o tres personas, e inclinó la cabeza,
suavemente, mientras se dirigía a la puerta. Una vez en la calle, inspiró
una gran bocanada de aire, por su nariz y por la boca, y sonrió
levemente. Sacó sus anteojos, que mantenía guardados en el bolsillo
interior del saco, y revisó las hojitas donde estaban anotados los exámenes
que debería realizarse. Una vez conforme con lo leído, los volvió a
colocar en su lugar. Tenía
treinta y ocho años, pero parecía un hombre de cincuenta. Su
familia era de origen italiano, de Nápoles, y él nació en Montevideo,
donde vivió hasta los diez años. Luego sus padres se trasladaron a
Montenegro, y allí se afincaron definitivamente. Delbracio
era un apellido extraño para los niños de la escuela y el liceo, por eso
lo llamaban siempre así, quizá fue en tono de burla, pero así se lo
conoció siempre, sin que sus amigos más íntimos, siquiera los más
memoriosos, recuerden hoy su nombre de pila. Dejó
tempranamente los estudios para ayudar con los gastos de la familia, y
consiguió empleo en una gran tienda de ropa: primero como cadete, luego
como vendedor, destacándose entre todos sus compañeros, por su empeño.
Al tiempo se casó con una joven que trabajaba con él, en la tienda. Le
llevaba casi diez años. Era bonita y pequeña, sumamente callada, y con
ella tuvo un solo hijo, que nació un veinticinco de agosto, al que
llamaron Mateo. Su
vida transcurrió con cierta tranquilidad: medido en los gastos, severo en
la enseñanza de su hijo, bondadoso en Navidad y Pascuas, y gran bailarín
en las fiestas de fin de año. Pero una fuerte tos, cada vez más ronca y
compulsiva, hizo que dejara de dormir por las noches, que su esposa dejara
de dormir a causa del ruido, que al no dormir, él se levantara de mal
genio, que ella derramara en más de una ocasión la leche del niño, y se
quemara la mano o el brazo con la llama de la cocinilla, todo lo que
desencadenó la visita al médico. Como
no conocía a ninguno, preguntó en la farmacia y le recomendaron el que
atendía los jueves en el centro de la ciudad. “Algo caro, pero es el
mejor” le dijo el boticario. Al
salir del consultorio ya estaba más aliviado. Si bien al cruzar la
avenida le sobrevino otro acceso de tos, estaba tranquilo, y, en gran
medida satisfecho. Sólo una cosa enturbiaba sus pensamientos: el recuerdo
de aquel muchacho a quien denunció de chico, injustamente. Dejó
detrás la calle principal, bordeó la única plaza que había en el
centro, dibujada en un cuadrilátero perfecto, con una humilde fuente de
hierro, seis bancos de listones color gris, y un enorme nogal que nunca
dio frutos, pero sí buena sombra en las tardes de febrero. Su
paso era lento, pero sus piernas, robustas por años de ejercicio, mantenían
el mismo tranco que en la primera cuadra. Sacó un pañuelo y enjugó su
rostro. Tosió un poco. Miró, de soslayo, uno o dos escaparates, sin
detenerse, y encendió un cigarrillo. Sólo una cosa lo inquietaba: el
muchacho al que había denunciado. En
la puerta de la tienda lo esperaba Salvatierra, con su cara siempre
avinagrada, quien lo saludó brevemente, al tiempo que observaba su reloj
de bolsillo. Él entró, fue hasta los vestidores y dejó su saco y su
sombrero, y, sin perder más tiempo que aquel que necesitó para alinearse
frente al espejo, regresó al salón y se dispuso a atender al primer
cliente que pasara. Al
culminar la jornada, recogió su diario de la tarde y el paquete de
cigarrillos negros, y caminó las mismas quince o dieciséis cuadras, bajo
una larga hilera de plátanos, hasta su casa, en el barrio “Pueblo
Nuevo”. Allí lo esperaba su esposa, con el cuarto de baño pronto para
que se diese una ducha relajante, y así luego hablar del médico, de la
tos, del señor Salvatierra y las ventas del día. En
el bar que había frente a la plaza principal, al que muchos llamaban
“restorán” y otros “confitería”, se encontraba, entre amigos, el
doctor que había atendido esa tarde a Delbracio, charlando animosamente,
entre cafés, cigarros, y alguna ginebra. -Recuerdo
claramente cuando estuve en Nueva York. -¿Te
gustó? -¡Por
supuesto! -¿Hace
mucho tiempo? -Bastante.
Más o menos ... unos diez o doce años. -¿Fuiste
en vapor? -No,
en aeroplano. ¿También estuviste en Nueva York? - Por supuesto. ¡Qué ciudad! ¿Allí
conociste a Thomas Renner? -No,
lo conocí en Montevideo, ¡pobre!, él sufre horrores con nuestro clima.
Montenegro, con todo, es un poco más seco. Montevideo es una especie de
acuario. Realmente, es un clima bastante inhóspito. Tiene, desde el mismo
día en que llegó, una fuerte tos, que no puede evitar con nada. ¡Es una
tos espantosa! -Hoy
vino hasta mi consultorio un paciente con iguales síntomas. -¿Estuvo
también en Nueva York? -No
creo. -¿Entonces? -Podría
ser el clima, como decís. Si mal no recuerdo él es de Montevideo. -No
sé si será el caso. Tal vez fue a causa de una caída.
-¿Por
qué decís eso? -Por
decir algo. -¡Qué
locura! Delbracio
llegó a su casa algo transpirado, haciéndose viento con el diario, saludó
a su esposa con un pequeño beso en la frente, y dejó el sombrero y el
saco, en un sillón de la sala. Había una radio encendida, pero a volumen
discreto. Luego de hojear solamente aquello que resaltaba a varias
columnas, se dirigió al baño, mientras silbaba con ánimo. Silbaba
y tosía, tosía y caminaba, desabrochándose los botoncitos de la camisa. Una
vez dentro, abrió el grifo del agua caliente, y pronto el vapor inundó
toda la habitación, luego abrió el grifo del agua fría, y, cuando
estuvo conforme con la temperatura, se metió en el agua, mojándose
primero los pies y luego la cabeza. En medio de su baño la tos se hizo
intensa. Una y otra arcada seguían a cada tosido. Y luego nuevamente la
tos. Se
secó, con el cuerpo cubierto aún por una fina película de jabón, se
vistió, y pidió a su esposa que lo acompañase al hospital. Entre
tosido y tosido, decía algo, casi indescifrable, que su esposa no pudo
entender bien qué era, pero pensó era una súplica para que se apurara. -Teban...
Teban -decía, y tosía con más fuerza. -¿Qué
decís? -Esteban...
-decía algo más bajo, y un acceso de tos, mayor que el anterior, lo
ahogaba casi por completo. Ella
le pidió a un vecino que los llevara en su auto, y luego aprontó a su
hijo, que dejaría, de camino, en casa de su hermana. El
auto era muy antiguo, pero funcionaba. Entre un gran escándalo de
explosiones de su motor estacionó frente a la puerta, y esperó que todos
salieran. Cuando
el coche arrancó la tos era más intensa. En
la puerta del hospital entendieron que la situación era crítica, e
inmediatamente le procuraron una cama para que pasara ahí la noche, hasta
que llegara su médico. Éste
se encontraba, como de costumbre, en el bar, frente a la plaza, charlando,
bebiendo y fumando su pipa, sin siquiera imaginarse que en esos instantes
lo estaban llamando a su casa del hospital. Desde
su llegada, de tardecita, todo lo que quedó del día, y la noche,
Delbracio tosió sin descanso. Sus
compañeros de sala llamaron
reiteradamente a los enfermeros para que dieran una solución, al menos
momentánea, al problema. Llegaron
varios doctores residentes, pero ninguno pudo calmar la tos, siquiera
disminuirla. Ni
Delbracio, ni su esposa, ni los compañeros de habitación, ni sus acompañantes,
ni los enfermeros, ni los médicos de guardia, pudieron pegar un ojo en
toda la noche a causa del fuerte tosido. Su
médico llegó a media mañana, y todos esperaban que hiciese algo, al
menos que se lo llevara a otro sitio. Le
dieron toda la medicación que podían darle a un ser humano, pero la tos
no disminuía: por el contrario, era cada vez más persistente. Los
médicos estaban, francamente, desorientados. Incluso los sedujo la vieja
receta de un paciente, que había oído de su madre cuando era chico. -Un
baño con agua bien caliente. Luego otro con agua helada. Antes que la última
gota caiga al suelo: otro baño de agua más caliente, y luego otro de
agua helada. Así las veces que sea necesario. Su
médico dudó. Sacó, una vez más, la pipa del bolsillo de su
guardapolvo, y meditó unos segundos. Al fin, arqueando suavemente la
boca, dijo: -Está
bien. Para
sujetarlo, tuvieron que intervenir cuatro enfermeros, que lo tiraron
primero a la ducha caliente, y luego a la helada, y luego a la caliente, y
luego a la helada, hasta que, mojado y totalmente desnudo, pudo escapar de
todos los brazos que lo cercaban, y corrió por los pasillos, cruzó el
patio abierto y el recibidor, llevándose por delante cuanta cosa
encontraba en su camino, y salió, a toda prisa, por la puerta principal,
precedido de su fuerte tosido y la exclamación general, fundamentalmente
de las señoras que esperaban ser atendidas. El
médico, entonces, lo envió a la capital, para encerrarlo en un hospital
psiquiátrico, en cuanto fue posible alcanzarlo. Luego
de varias sesiones de electricidad, le proporcionaron poderosas
inyecciones, que lo mantuvieron dormido por el lapso de dos o tres días. Dormido
también tosía, pero levemente. Su
esposa había firmado los papeles necesarios para que le realizaran todos
los estudios pertinentes. Cuando
despertó estaba atado a la cama, con un foco de luz sobre su cabeza. No
había ventana alguna en la habitación, ni cama contigua, ni sillón para
acompañantes. Las paredes eran de un blanco grisáceo, y estaban algo
descascaradas, fundamentalmente contra los zócalos y junto al techo. En
seguida la habitación se llenó de decenas de estudiantes y enfermeros,
que cuchicheaban entre sí, hasta que llegó el catedrático. Luego
de varios estudios, decidieron que la única solución para calmar su tos,
al menos en intensidad y virulencia, era mantenerlo constantemente
dormido. Así
fue que desde ese día pasó su internación en un sueño constante, que
si bien no lo curó, hacía de la tos un suave susurro, como el rezongo de
un perro. Su
médico llamó una o dos veces al hospital de Montevideo, luego olvidó el
asunto. La
esposa y su hijo lo visitaron, esporádicamente, durante el primer año, y
luego se fueron a Buenos Aires, donde ella consiguió trabajo en una
importante fábrica de sombreros. En
Montenegro la vida continuó tal como había transcurrido siempre, y sólo
algún dependiente de la tienda lo recordaba, fundamentalmente en tono de
burla. En
cierta ocasión, estaba el médico tomando café, con sus amigos, en el
bar frente a la plaza, cuando salió el tema de los viajes. Hablaron, otra vez, de la ciudad de Nueva
York, y no faltó el recuerdo de la tos de Thomas Renner, aquel americano
que había vivido casi toda su vida en Montevideo, y que se curó
definitivamente de su tos, con té de menta y miel, y vahos tibios por las
noches. -Lo
recordás, ¿verdad?, Esteban. El doctor balanceó la cabeza, en claro signo de afirmación, y rellenó una vez más la pipa, arqueando, suavemente, detrás de toda la barba, su delgada boca. |
Duilio Luraschi
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