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Desquite cuento / narrativa de Ángel María LUNA Suplemento dominical del Diario El Día Año XXXIX Nº 2005 (Montevideo, 12 de diciembre de 1971) Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)
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Si señor, aunque usté no lo crea, yo era así, cuando me pude escapar de los ranchos de Leopoldino Barrero: flaco, largo, llovido, verde o pálido como paja Tenia ya 17 años, —que hacen mella—, y había aguantado 12 de penitencia, sin tener pecao. Allí, en aquellos ranchos me dejó mi madre cuando tenía 5 años. Dicen que era guacho, pero, con todo... yo no tengo la culpa, maestro. Y pasaron 12 años por mí. Me estiré a lazo, por cualquier cosa. Ya ni sentía el arriador cuando me cruzaba. No sé si era paciencia. resinación o aguante. La carne también tiene su costumbre y a lo mejor... ¿quién le dice? Créame, maestro. En aquellos ranchos que los veo ahora en una mistura de cariño y de odio, entre una neblina de cosa tan rara que no puedo aclarar nunca, en aquellos ranchos, maestro, yo hice de todo. Era el piquete. Araba, picaba leña, ordeñaba, alambraba, lavaba la ropa de toditos. — el arroyo es testigo y no me dejará mentir—, y siempre a fuerza de grito, insulto y garrote “Hijo de.... todas las horas así, como si yo lo hubiese querido. Y nunca se me despertó el odio. Había que aguantar y aguantaba, nomás. Ni con los animales me desquitaba, — palabra de honor, maestro— ni con los güeyes cuando hasta parecía que se reían de uno. Y fui p’arriba en el crecimiento. Hasta los yuyos más aporriaos, crecen, así que no es mérito. Y siempre lo mesmo. Sin alivio. Ah! maestro, si yo le contara! Lo que yo pasé, creo firmemente que no le puede pasar a naide. Pienso ahora y no sé si llorar o reírme y entonces se me aparece la maldita neblina y los ranchos de don Leopoldino se me borran. Capaz que pal bien del, nomás. Mire que lo anduve campiando a usté, maestro! No me animaba contarle todo, pero sé que es como un padre, según las mentas, y sabe poner en su lugar las cosas. Y además, señor, oue tenia la suma necesidá de contar a cualquiera que me interpretara. Y usté pa mí, es un especial y no porque don Leopoldíno ande con algunos pesos que le quieren sobrar, va a creer más en él que en un muchacho que le viene a contar las verdaderas verdades. .. El maestro seguía atento el relato del hombre que había llegado hasta él para confesar su vida. Quería ver más allá de lo que estaba frente a él. Observaba en aquel cuerpo alargado por los años y por el látigo, algo raro. Temía una reacción. Era esa neblina del confidente lo que lo preocupaba. Allí, en la puerta de la escuela humilde, estaban los dos. El rancho estaba viviendo un momento distinto. No era el palomar de todos los días. Sólo la bandera hacía de ala en aquella masa oscura. Los teruteros rondaban el silencio. En la pared, frente a la puerta, un retrato de José Pedro Varela, de brazos cruzados, parecía escuchar asombrado el doloroso relato del muchacho que había llegado a descargar su ahogo... —Siga, que lo estoy escuchando, m’hijo.. . —Y... es así, don maestro, yo cuento estas cosas y no sé si usté me va a creer .. —Siga... yo creo en los hombres.. . —Pero. .. ¿en todos?, maestro. Pero entonces le va a creer más a don Leopoldino. . . —Creo en los hombres en los cuales la verdad no sólo sale en la palabra, sino en la tranquilidad de la mirada. La verdad se conoce. Estoy acostumbrado a ver las estrellas en las cachimbas.. . —Ahora tengo más juerza... —Siga siga su relato; yo sé que usted no miente. . —Cómo lo anduve campiando, maestro!!! Mire que ha pasao el tiempo! En una ocasión anduve por allegarme. Allá, en la lomita, aguardé un rato, entre si venía o me daba güelta. En eso, cuando ya me había dispuesto venir, salía todita su gurisada y tuve vergüenza de mí mesmo, bah, una cortedá y... y me fui... — Mis niños no se ríen de nadie; así los he enseñado y ellos saben cumplir con la palabra. Este rancho pobre, desolado, pero con mucha alma adentro, es de todos... — ¿Porque es del gobierno? — Será por eso. Siga contándome su historia. .
— Pues allí, en lo de don Leopoldino Barroso
estuve, como le decia, 12 años. A veces tenía ganas, aunque más no juera, de
nombrar la escuela... pero no —Creo que todo esto sea verdad, pero es increíble, ¿no? — Es la purita verdá. Usté me ordenó que le contara y ye cumplo... — Prosiga, compañero. .. Y ... siempre así, don maestro; yo nunca pude decir nada, porque un insulto me tapaba la boca. Pero ... las qué pasé!! Pensaba en naide no más que en usté. Lindo que el señor maestro supiera esto — pensaba— , pero yo tenía miedo que usté le diera le razón a don Leopoldino. El tiempo jué pasando. Lloviera o tronara, a las tres de la madrugada, ya estaba de pie, pa ordeñar y dispués encomenzar la tarea de todos los días. Y sin una palabra de alivio, sin una de cariño, pa poderla guardar durante el día. Yo meta rendir pa él, bajo insulto y chicote, y dale de güelta con mi madre... Peor que los bichos... ¿Qué va a comparar? Entonces un día, ya no pudiendo aguantar más, con mucho dolor, — se lo confieso también —, preparé mis poquitas cosas, — éstas nomás —, y me fui. Parecía que el camino me esperaba. Pasé la porterita y miré por última vez los ranchos. Y lloré. Lloré, maestro, porque parecía que allí dejaba algo mío. No sé si será de abombao, pero lloré. Y ya me ve. Soy puro güeso, galgo, largo y bobo, con 17 años casi sin fuerza y con un solo deseo, nada más que une. Por eso llegué hasta aquí; por eso lo vengo a ver. Usted sabe comprender a los que sufren y yo sufrí mucho. Estuve varias veces por matar... Me acuerdo... en una siesta, ave María!!!, pero no pude: no soy de esos... —¿Y en qué puedo ayudarte, amigo? —En un mucho pa mí y muy poquito pa usté . . —Veamos... —Yo le doy vuelta la quintita y se la siembro. Ye hago lo que usté me mande y haiga qué hacer, pero usté me ayuda en eso que ambicioné toda mi vida. . —Díga, nomás. . —Enseñarme a escribir alguna cosita, poca cosa aunque sea, que yo me remedeo... Y el muchacho quedó en la escuela, junto al maestro. Allí recién endureció sus pasos. El hombre que «había huido por no matar, estaba ahora jugando a niño entre enjambre alegre que lo quería. La quinta empezó a dar sus frutos; el jardincito se abría en colores; nueva quincha lucía el rancho y más sol había en el alma de todos. Ha pasado el tiempo. Antonino Cruz ha aprendido a escribir y a contar. Sabe lo suficiente. Anda gozoso. Tiene una golosina que nunca gustó. La saborea y sonríe. Escribe letras en la tierra, en la ceniza, en el aire. Sabe poner su nombre. Está de fiesta, pero hay un recuerdo que lo manea. Quiere dar un salto y no puede. Cae de bruces. Entonces se acuerda de las palizas, de los insultos y de los gritos. Vive frente al terrible estado. Va hacia el salón de clase. Se quita el sombrero. En silencio religioso. Se sienta en su banco. Moja el lápiz en la punta de la lengua y con mucho sacrificio y a fuerza de morderse los labios, escribe: Don Leopoldino Barroso A mi, naide me pega, ¿sabe? Antonino |
Cuento de Ángel María LUNA (Especial para EL DIA)
Suplemento dominical del Diario El Día
Año XXXIX Nº 2005 (Montevideo, 12 de diciembre de 1971)
Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
Ver, además:
Ángel María LUNA en Letras Uruguay
Eduardo Vernazza en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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