Dossetti íntimo
"La vida no es una ficción más que para los fingidores, que en el
pecado llevan la penitencia..." |
No he traído aquí por casualidad estas palabras de Camilo José Cela. La generosa invitación para escribir sobre don Santiago Dossetti, más que una ocasión para referirme a su literatura, es una oportunidad para recordar su vida. La vida como evidencia, donde caben los sueños, de un hombre numeroso, probo y consuetudinario. Tuve la oportunidad de frecuentarlo casi diariamente, en Minas, cuando yo tendría unos quince, dieciséis años, y él andaba por los sesenta. Así, hasta que veinteañero abandoné el "círculo de colinas" (como diría Naipaul) para radicarme en Montevideo, donde vivo desde entonces. Pero igualmente seguí visitándolo, de manera periódica, en su casona minuana hasta el día en que levantó el vuelo. Guardo feliz memoria de aquellos días, unida para mí a mis años mozos.
La pluma de Dossetti La vida literaria de Santiago Dossetti está, en lo
esencial, contenida en el volumen que ha editado la Academia Nacional de
Letras. Cuentos y Ensayos, que el académico don Aníbal Barrios
Pintos llevó adelante con entusiasmo, erudición y afecto, haciendo una
escrupulosa selección de materiales. Están allí los cuentos del único
libro de Dossetti, Los Molles, más algunos relatos que
permanecían inéditos y una valiosa selección de sus ensayos, que
originalmente habían sido concebidos como conferencias. Así pues, lo que ha quedado fuera de este volumen no
agrega demasiado a lo mejor de su pluma, puesto que el Boletín de la
Academia ha difundido, asimismo, algunas de sus cartas de viaje por
Europa, donde atrapaba como mariposas clavadas con un alfiler situaciones
o detalles de las ciudades que visitaba. Lo demás son sus incontables
escritos periodísticos, publicados en el diario minuano La Unión
(cuya dirección ejerció durante tres décadas), pero la infinita
mayoría de ellos están referidos a informar de variados aspectos de la
vicia social, cultural y política de la ciudad de Minas, y nada más.
Cada tanto, escribía algunas siluetas, muy puntuales, sobre
personalidades de relieve. Y punto. Cierta vez me confesó que había dejado de escribir
cuentos, porque, con el extenso ejercicio del periodismo y de las tareas
administrativas que realizaba en la Dirección de Cultura y Turismo de
Lavalleja, había perdido "la manualidad". Volver a escribir
significaba, naturalmente, aprender a hacerlo, empezar de cero.
La vida cotidiana Don Santiago vivía en un caserón ubicado frente a la
plaza Rivera, con muchos ambientes y un patio con árboles y plantas; a la
sombra de una densa parra, leía los diarios, por la mañana, y en las
tardes del verano, los libros. En el invierno, lo hacá sentado en un
silla baja, frente a una chimenea cargada de leños. Su vida, por aquellos años sobre los que escribo, se
dividía en un ir y venir constante entre la Casa de la Cultura de Minas
(la primera del Uruguay, creada por él y fundada en 1955), cuya
dirección ejercía, el diario La Unión, y sus viajes semanales
(en ómnibus) a Montevideo, entre otros motivos, para asistir a las
reuniones de la Academia Nacional de Letras. Siempre estaba, por lo demás, integrando algún
jurado. Los concursos del Ministerio de Educación y Cultura, supongo. De
estas lecturas de esos concursos, que hacía con suma atención, solía
hablarme en los atardeceres, que era la hora habitual de mis visitas.
Recuerdo el entusiasmo que sintió al descubrir los cuentos de una
escritora debutante, llamada Teresa Porzecansky. También, en otra
oportunidad, su asombro ante la imaginería literaria de María de
Montserrat, quien luego sería académica y con quien mantendría una
cordial amistad. Le gustaba madrugar; su lema era "madrugar y
esperar que aclare". Solía dormir unos minutos antes del almuerzo;
luego de este, marchaba a la Casa de la Cultura y más tarde escribía
para el diario que dirigía. Y leía por las noches, largamente. La música ocupó un lugar importante en su vida.
Pienso que su estrecha amistad con Fabini contribuyó a ello.
Lecturas de entrecasa La poblada biblioteca de don
Santiago me nutrió de buenas lecturas: varios clásicos de las letras
iberoamericanas los descubrí allí, en libros cuyos autores le habían
dedicado. Como Huasipiungo de Jorge Icaza, o los ensayos del
chileno Ricardo Latchman. Me introdujo en Arreola, en los primeros libros
de Jorge Amado (que había estado en Minas, en la década del cuarenta),
en Vasconcelos, en Rómulo Gallegos, en Miguel Ángel Asturias. Le gustaban especialmente, recuerdo, los cuentos de Jack London, de
Hemingway ("Los asesinos" le parecía perfecto) y los relatos
desmadejados de William Saroyan. En cuanto a las novelas, creo que el
primer lugar en sus preferencias lo ocupaba La montaña mágica.
Prefería Proust a Joyce. Frecuentaba El Quijote en una edición con
dibujos de Doré. Solía releer los cuentos de Leopoldo Alas.
"Clarín", los ensayos de Ortega y Gasset y a los poetas
españoles del "Veintisiete". Pero estaba especialmente atento a los escritores de su tiempo. Gracias
a él, leí tempranamente a Luis Goytisolo, a quien conocería andando el
tiempo. Y me parece verlo, leyendo sin parar Cien años de soledad,
de García Márquez; lo hizo en la primera edición, aquella que en la
carátula mostraba el dibujo de un barquito en medio de la densa
vegetación. Estaba deslumbrado. Naturalmente, no se le pasó ninguno de los escritores del
"boom" de las letras latinoamericanas. Su preferido era Julio
Cortázar. No sé cuántas veces me leyó esos dos memorables cuentos que
son "Las babas del diablo" y "El perseguidor". Le
gustaban el estilo escueto de Juan Rulfo y la originalidad de Joao
Guimaraes Rosa, cuya larga novela Gran sertao: veredas le parecía
una obra maestra. No recuerdo que habláramos habitualmente de Borges. Sí, de Sábato.
Pero en nuestras charlas, mejor dicho, en sus monólogos, porque yo apenas
me limitaba a preguntar, pasaba de André Malraux a Camus (su preferido
era El extranjero), siempre mencionaba al pacifista Romain Rolland,
y de allí seguía con el Premio Nobel alemán Heinrich Bôll, el autor de
Billar a las nueve y media y de Opiniones de un payaso, que
le agradaba muchísimo. La poesía hermética del Nobel italiano Eugenio
Montale lo atraía especialmente. (Cuando conocí a Montale, en Milán,
una mañana fría y nevada, lo recordé a la distancia a don Santiago). En los últimos años de su vida, cuando solía visitarlo en Minas,
tuve el placer de introducirlo en la lectura de escritores que lo
atraparon. Saul Bellow, por ejemplo, y Vladimir Nabokov (le gustaba Lolita
y, sobre todo, Pálido fuego). El prodigioso dominio del lenguaje
literario de Camilo José Cela lo había embrujado siempre, así como las
novelas del maestro de este, don Pío Baroja. El fascinante Viaje al
Pirineo de Lérida, de Cela, era uno de los libros que estaba en su
mesita de noche, cuando don Santiago se fue de este mundo. Tengo ese
ejemplar conmigo, en mi biblioteca, con las hojas doblabas en un extremo,
arriba o abajo, para marcar un pasaje que le interesaba particular. No
subrayaba nunca un texto.
"Prójimo próximo" Don Santiago, que era un hombre muy sociable, se
consideraba un buen vecino. Lo era. Un "prójimo próximo", para
usar sus palabras. Todo le interesaba, todas las personas lo atraían, aun
los sujetos más extraños, y conocía al detalle la historia menuda de la
ciudad, aunque a su mundo, hay que decirlo también, al universo de la
plaza Rivera, nunca entraron los infiernos del pueblo chico, las infamias,
los trapos sucios. Integró numerosas comisiones. Baste señalar, entre
ellas, la que erigió el monumento ecuestre a Artigas, Don Santiago no
pasó un minuto de su vida aburrido. Nunca le falló la memoria y sabia
las cosas más distintas. Era un extraordinario narrador oral; sus
historias sobre sus amigos entrañables, Juan José Morosoli y Eduardo
Fabini, eran infinitas; así como sus anécdotas sobre otros amigos suyos,
como Francisco (Paco) Espinola, don Ángel Curotto, Lauro Ayestarán, don
Julio Casas Araújo (poeta minuano, que fuera diputado por Lavalleja y
embajador del Uruguay en Cuba y España) y, entre otros, Alahualpa
Yupanqui y Armando Discépolo, quienes también llegaron a su casa de
Minas, invitados por él. Tenía un aguzado sentido del humor y su ironía
era fina. Conozco a quien no sabía cuándo estaba hablando en serio o en
broma. Le gustaban los juegos de palabras e ideaba frases por cierto
ingeniosas. Y entre sus hohbies destacaría el juego de cartas; era
muy buen jugador de póquer. Un hombre así, hace buenos amigos, además. Fui
testigo del reencuentro, cuarenta años después de que se conocieran,
entre don Santiago y el escritor y cineasta argentino Ulyses Petit de
Murat. Ocurrió en AGADU, hace años. Petit de Mural había sido director,
junto a Borges, del suplemento literario del diario Crítica de
Buenos Aires, y había publicado varios cuentos de Dossetti y de Morosoli.
Le habían llegado, supe después, a través de Enrique Amorim. De aquella
noche de recuerdos, conservo una foto donde rodeábamos al escritor
argentino, don Santiago, Ildefonso Pereda Valdes, Julio da Rosa y yo.
El campo La alegría de don Santiago cuando visitaba el campo
que trabajaba su hijo menor, en Puntas de Pan de Azúcar, era una de las
mas contagiantes que he conocido. Presumía conocer todas las tareas del
campo; pero no, no las conocía. Le gustaba plantar árboles,
especialmente fresnos (creo que los había escogido porque aparecían en
casi todos los cuentos de Saroyan), Me veo, caminando junto a el, entre
aquellos arbolitos que apenas se elevaban del suelo, bajo una llovizna de
esas que calan poco a poco, hablando y alegre por el riego benefactor. A una semana de su estreno, en Buenos Aires, escuchamos
allá en Puntas de Pan de Azúcar, cerca del mediodía, bebiendo un whisky
a la sombra de unos árboles, la grabación de "María de Buenos
Aires", la operita de Horacio Arturo Ferrer (por quien Dossetti
sentía especial simpatía), cantada por la muy joven Amelita Baltar.
También, en el sinuoso y áspero camino y rumbo a Minas, nos encontró el
descenso del hombre en la luna. Momentos antes de que la nave se posara en
la luna ("que no sabe que es la luna", como dice Borges en su
poema), don Santiago pidió a su hijo que detuviera la camioneta. Y
escuchamos en medio de un silencio reverencial, el alunizaje. Cuando ello
ocurrió, don Santiago se sacó el sombrero en señal de homenaje.
"Ahora, podemos continuar", dijo, con entusiasmo.
La vida y los sueños He aquí algunos hechos sobre su vida. Nació en
Gutiérrez, en el departamento de Lavalleja, el 7 de febrero de 1902. Sus
ascendientes venían de Italia; en su ultimo cuento, escrito a instancias
de Arturo Sergio Visca, "El mensajero llega en la madrugada", a
cuya redacción asistí, abunda en detalles autobiográficos. Llegó
siendo un niño a Minas. No fue a la escuela. En la juventud hizo un curso
de magisterio, que no terminó. Fue funcionario municipal de carrera, y
fue director del Departamento de Cultura y Turismo de Lavalleja. Viajó
dos veces a Europa. Ocupó la vicepresidencia del SODRE, cuando en este
instituto se inauguró la televisión oficial. De su matrimonio con doña
Mangacha tuvo dos hijos varones y dos mujeres; y le dieron varios nietos.
En la juventud se batió a duelo con un hombre a quien reencontró mucho
después, en un barco. Y en sus últimos años mostraba la mayor
disposición por la lectura y los intereses de la Academia Nacional,
cuando ya estaba alejado (por la dictadura) de la Casa de la Cultura y
jubilado del diario La Unión de Minas. Fue militante del Partido
Nacional; pero la política no era un lema habitual en su conversación,
salvo la evocación de los momentos épicos del pasado. Su mundo cotidiano fue reducido: la vida de Minas,
ciudad a la que nunca abandonó. Pero nunca fue un provinciano. Tenía
mundo hacia atrás y mundo hacia adentro. Fue alegre y un poco triste al mismo tiempo; y había
aceptado su destino con sencillez: escribir y trabajar, no por hacer
cosas, sino porque está bien hacerlo. Y fue feliz. Tengo una fotografía de aquellos años. Estamos en
Villa Serrana, juntos; el está mirando la cámara y yo buscando dónde
poner un pie en esa rocosa geografía. La utilicé en m¡ novela La
librería, atribuyéndola al personaje llamado Pascal, librero de
profesión. Los personajes novelescos están siempre vivos porque
hay en sus vidas algunos secretos que esperamos develar a medida que
leemos. Nunca lo logramos. Por eso están vivos. Y don Santiago tenía
para mí, frecuentador diario de aquellos años de mi primera juventud,
zonas de misterio. Y las sigue teniendo aún, a tantos años de su muerte,
ocurrida en Minas el 28 de febrero de 1981. Por eso siempre me pareció
inagotable y sigue vivo en mi memoria. |
por
Ruben
Loza Aguerrebere
Boletín de la Academia Nacional de Letras
Tercera época - Número 11 - Enero - Junio de 2002
Ver, además:
Santiago Dossetti en Letras Uruguay
Ruben Loza Aguerrebere en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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