Bellas mentiras Para Idoia y Germán Yanke |
¿Se pueden tener memorias y nostalgias
Hasta el día
en que me sucedió, no me había interesado en los sueños: no sé
nada de ellos; tampoco es un asunto que me interese demasiado. Por ello,
simplemente voy a contarles qué fue lo que sucedió, porque a menudo
estos relatos imposibles suelen ser los más reales.
Hace un tiempo
(creo que debo principiar por aquí) tuve un sueño, yo diría, singular,
del cual tengo un notable recuerdo. Esa noche soñé con una casa a la que
nunca antes había visto.
Prosigo. Sueño en
colores, no en blanco y negro. Y el cielo de mi sueño estaba saturado de
sol: un esplendor luminoso se derramaba sobre la blanca fachada de la
casa, que tenía unas achatadas piedras alrededor de la puerta y otras
enmarcando la ventana.
La puerta era
grande y pesada, de madera labrada. Tenía dos vidrios alargados,
protegidos por unas delgadas varillas de hierro forjado semejando flores.
Las cortinas de la puerta y de la ventana eran de color blanco. Y, bajo la
ventana, había un alargado banco de madera, del mismo tono rojizo de las
contraventanas, que estaban desplegadas como alas.
En el alféizar de
la ventana recuerdo tres macetas (la del medio era la más alta) con
malvones; y había otras, más pequeñas, junto a la puerta, y una a cada
lado del banco.
El conjunto era
realmente armonioso y me hizo pensar en esas casas antiguas de la Costa
Vasca francesa, que están tan bien conservadas. No recuerdo detalles de
la vereda ni de las casas vecinas.
El llamador de
bronce cabía en mi mano; llevado por el instinto, golpeé tres veces.
Pero, como sucede en los sueños, los golpes no sonaron. Giré el pomo
circular de la puerta y abrí; di unos pasos a ciegas y me detuve. Cuando
mis ojos se acostumbraron a la vaga oscuridad, advertí ese orden tan
especial que reina en las casas de veraneo fuera de la temporada y me
atreví un poco más.
Deambulé entre los
sillones, grandes y floreados de la sala, observé una mesa de color verde
oscuro y noté, asomándose del paragüero, una "makila" muy
bella. Dos cuadros, dos marinas, colgaban en las paredes.
La puerta de la
habitación, a mi derecha, estaba cerrada; lo supe sin tocarla. A la
izquierda había una arcada y, unos pasos más allá, se abría la
espaciosa biblioteca. Caminé hasta allí. Me impresionó un antiguo
escritorio de color caoba. Sobre él, vi un cuaderno y dos lápices
desiguales, una lupa, vanas monedas o medallas, y junto a la lámpara de
pantalla anaranjada, un libro grande.
¿Qué mas?
Iluminado por la luz indirecta, de la ventana, vi un mueble cajonero, con
marquetería de marfil: los cajoncitos, abiertos, desbordaban hojas
amarillentas y largas cintas doradas.
No lejos del
mueble, sobre cuatro palas robustas, un gran globo terráqueo de madera:
lo hice girar con un dedo. Me entretuve mirando el mundo dando vueltas, y,
luego, regresé a la mesa/escritorio. Mis ojos se posaron sobre aquel
grueso volumen de la Biblioteca de Rouen; impreso por Jacques Le
Forestier, en 1598, la carátula tenía imágenes esmaltadas. Leí el título:
"Livre des belles
mensonges".
Me senté ante el
escritorio, en un cómodo sillón de madera con los brazos forrados de
tela acolchada, y, dudando, abrí el cuaderno. Las hojas estaban en
blanco. Miré los lápices, tomé uno de ellos, el más alargado: cuando
la punta del grato tocó el papel, desperté.
No recuerdo si me
dormí de inmediato o si bien caminé un rato por el dormitorio, pero
aquel sueño, a pesar del tiempo transcurrido, ha permanecido indeleble en
mi memoria y tan vivo como algunos recuerdos de la infancia. Como aquellos
paseos de la niñez, por ejemplo, cuando mi abuelo -un hombre bajo y
fuerte, de pelo y bigotes rojizos- regresaba del campo: me aupaba al
caballo zaino y llevándolo de las riendas dábamos varias vueltas
alrededor del ombú del patio. Los balidos de las ovejas, que llegaban
desde la lejanía y el atardecer, han quedado adheridos a mi memoria como
una piel. Esa misma permanencia de los recuerdos, ese noble fondo, es el que sigue teniendo el sueño que les he contado. - II -
La primavera sucumbía
a las inesperadas punzadas del verano cuando llegué a Bilbao. Había
viajado para intervenir en un homenaje a Pío Baroja. Digámoslo desde ya:
no soy un especialista barojiano, aunque he frecuentado con entusiasmo y
desde hace muchos años sus libros. He escrito algunas páginas sobre su
obra.
El árbol de la ciencia
me ha parecido siempre un libro donde abundan las palabras
convincentes.
Intervine en el
coloquio una tarde de lluvia fina, de
sirimiri,
hablé sobre la influencia de Baroja en los escritores uruguayos de la década
del treinta. No tuve demasiado público, la verdad sea dicha.
Las reuniones
fueron agradables y me dieron la oportunidad
de
reencontrarme con gente conocida y
con varios amigos muy queridos, entre ellos el maestro Bello Portu,
uno de los grandes directores de orquesta del País Vasco, él sí, un auténtico
y apasionado experto en la vida y la obra de don Pío.
Nos
habíamos visto por última vez dos años atrás, una lluviosa noche en
San Sebastián; recuerdo que cenamos juntos y conversamos casi hasta la
madrugada.
Debo señalar que
la conferencia de mi amigo fue realmente seductora; más dicha, diría que
fue actuada. Señaló algunas facetas desconocidas de Baroja y, a medida
que hablaba, iba corrigiendo errores que
se
mantienen en las
reediciones de sus libros, los que, según él, son deliberados y esconden
aviesas intenciones.
Cuando terminó el
congreso, los participantes visitamos los dos museos, caminamos en grupo
por las Siete Calles de Bilbao y, esa noche, cenamos en el
txoco
de unos amigos bilbaínos (advertirán que no lleva tilde). Bebimos varias
botellas del delicioso vino
Vega
Sicilia;
un experto cocinero había preparado un rabo de toro a la
canela, memorable.
Allí, tras
sucesivos brindis, nos despedimos: al día siguiente marchábamos con
variados destinos. Como el maestro Bello Portu regresaba a París, donde
vive, y yo me dirigía hacia Saint Jean de Luz para quedarme allí unos días,
hicimos parte del trecho en el mismo tren.
Abandonamos Bilbao
a media mañana; era un día luminoso: Dios había desplegado una sábana
celeste en el cielo. Durante el trayecto, mi amigo me contó algunos
detalles del entierro de Baroja que no tuvo tiempo de exponer en su
exposición. Me contó -por ejemplo- que habían asistido muy pocas
personas, y agregó que él tenía una fotografía de aquellos momentos
cuando le dieron sepultura.
—Los puedo
identificar uno por uno —me aseguró.
Le pregunté sobre
la presencia de Hemingway en el velorio; la confirmó.
-Es más -dijo- fui
yo quien le invitó a cargar al ataúd para sacarlo a la calle. Pero no
quiso hacerlo. Me contestó que era demasiado honor... Que lo cargaran sus
amigos españoles.
Poco después,
cuando nos disponíamos a llevar el cajón a pulso, Camilo Cela me pidió
que le hablara otra vez y me dirigí hacia él. Me parece verlo,
acongojado, en un rincón. Vi una lágrima detrás de sus anteojos pequeños.
¿Vamos?, le invité. Y él me contestó: "¡Si siguen dando la lata,
cojo el cajón y lo saco yo solo!". Y por esas idas y venidas, perdí
mi lugar y no pude cargar el ataúd de mi viejo amigo.
Cuando el tren se
detuvo en St. Jean de Luz me puse la chaqueta; nos dimos un apretado
abrazo y le di mis saludos para su esposa, Madelaine. Bajé. Al otro lado
del andén lo despedí con la mano en alto.
Su rostro detrás
de la ventanilla cerrada se mezclaba con el reflejo de mi silueta en el
vidrio: yo estaba de pie junto a la valija y la mano alzada. Me pareció
que sus largos dedos tamborilearon en el vidrio cuando el vagón se movió.
Adiós. Una absurda angustia me envolvió mientras miraba alejarse el tren. En un taxi fui directamente al hotel. - III -
Por la tarde, tras
almorzar, salí a dar un paseo por la soleada rambla. Había mucha gente,
tenían la piel algo enrojecida por el día de sol. Me senté a tomar un
café mirando el mar.
No lejos, en un
banco alargado, una anciana leía sentada al sol, en voz alta, a su
perrito pomerania: él estaba a su lado, a la sombra de la sombrilla
abierta. Más allá, una señora gorda se mojaba la cara y los brazos con
el agua de la botella, que tenía sobre la mesa, bebía unos sorbos y
miraba el sol con los ojos cerrados.
Después deambulé
un rato.
Me detuve en la
Maison de la Presse,
una librería que está en el 59 de la
rue
Gabettta,
me demoré mirando unos libros y no resistí la tentación
de comprar un volumen con fotografías de escritores. En la tapa, Vladimir
Nabokov, con pantalones, cortos, una gorra blanca en la cabeza, los ojos
como dos relojitos, agachándose con una gran red desplegada en la mano
derecha, una gran red en primer plano, procuraba cazar una mariposa que no
aparecía en la foto.
Volví a la calle
con el libro y los periódicos en una bolsita amarilla.
Eran poco más de
las seis de la tarde, el cielo estaba despejado y el atardecer aún muy
distante. La gente iba y venía en todos los sentidos, en grupos,
desparramados aquí y allá, vestidos con ropas livianas y coloridas.
Caminé sin rumbo.
Me detuve frente a
la catedral donde se realizó la boda de Luis XIV con la infanta María
Teresa, el 9 de junio de 1660; miré la puerta que luego tapiaron para
siempre, tras la ceremonia; y presencié, en la iglesia vasta y bellísima,
la misa. Cantaban.
Volví a la calle.
Deambulé un buen rato y, algo cansado y sediento, decidí dejarme ir por
el suave declive de una calle estrecha.
Y de pronto la vi.
Estaba allí a
mitad de la calle, igual que en mi sueño. Un buen viajero, me dije, es
aquel que sabe volver a recordar. El esplendor luminoso caía sobre la
blanca fachada de la casa. La luz del sol de la tarde tenía un color
suave y calmo, un color que acariciaba la pared y las achatadas piedras
ambarinas que enmarcaban la puerta y la ventana.
Era una puerta
grande y antigua, de madera labrada, con dos vidrios alargados protegidos
por negras y complicadas flores de hierro forjado. Detrás, las blancas
cortinas.
La calle era corta
y sinuosa. No se veía un alma. Las contraventanas rojas, al igual que las
de mi sueño, estaban desplegadas. Procuré mirar adentro, pero la espesa
cortina blanca me lo impedía.
Me sentó en el
alargado banco rojo, que estaba exactamente debajo de la ventana, y
reconstruí paso a paso mi sueño. Pensé: la casa es la misma. Con cierta
duda, con cierto temor, me puse de pie y tomé en mis manos el pomo de la
puerta. Lo hice girar, clic, y advertí que abría.
Entré sin temor.
En la suave penumbra noté esa atmósfera de quietud que reina a la hora
de la siesta. Caminé unos pasos y vi la puerta de la izquierda cerrada y
observé, a la derecha, la gran biblioteca. Misterio y belleza. Estas dos
cosas me empujaban, tironeándome de una cuerda invisible. Fui hacia ella.
Más allá debía
estar el mueble cajonero con sus cajoncitos abiertos, sí, allí estaba. Y
también el globo terráqueo sobre sus cuatro patas de madera.
Naturalmente, lo hice girar empujándolo con un dedo. Luego, el antiguo
escritorio, y el cuaderno, los dos lápices. Y, al fin, las monedas. Tomé
una en ellas; una cara tenía el perfil de Alfonso XIII y se leía: POR LA
G. DE DIOS, y una fecha, 1890. La di vuelta; del otro lado vi el escudo y
la leyenda REY CONSTL. Y el valor: 5 pesetas.
La dejé
exactamente sobre el redondel que había dibujado en el polvo, junto a la
otra moneda, que supuse idéntica.
Me fascinaba el
libro de la Biblioteca de Rouen, impreso por Jacques Le Forestier, en
1598, con su carátula de imágenes esmaltadas, donde se leía
"Livre
des belles mensonges".
Allí estaba cubierto de polvo, en el
mismo lugar que en mi lejano sueño.
Y como no hay que
temer a los libros cerrados, me senté con él, en el sillón que tenía
los brazos forrados de una tela acolchada, con flores dibujadas en colores
celestes y blancos, igual a la guarda del libro, que estaba sobre el lado
izquierdo (este detalle lo había olvidado o acaso
no
lo soñé) y, entonces,
lo abrí.
Tenía muchas
historias, cada historia era la expresión de un pequeño misterio; en
cada sombra se veía una vida y, en cada final, un comienzo. Decir que las
leí con fatiga sería mentir. Me parecieron las notas de un taller de sueños:
historias escritas con esa fe solitaria y libre de los poetas.
Sí, aquella era
una casa de maravillas. Una casa de la que ya era hora de salir, me dije,
un rato después. Y repasando mi sueño, pensé: ahora abriré el
cuaderno, cuyas páginas estarán en blanco (lo hice), y estaban en
blanco. Me dije: tomaré el lápiz más largo, y lo hice, y también me
dije cuando la punta del afilado grafito toque la hoja, despertaré. Así
lo hice, pero esto último no ocurrió.
Sorprendido, escribí
unas palabras en la primera hoja del cuaderno. Y luego escribí una
historia entera, copiándola del libro "des belles mensonges";
después la segunda historia y, más tarde, la tercera, y
de
esa manera continué hasta terminarlas. Ignoro si estoy soñando o si estoy despierto. |
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Cuento de
Ruben
Loza Aguerrebere
Boletín de la Academia Nacional de Letras
Tercera época - Número 10 - julio - diciembre 2001
Ver, además:
Ruben Loza Aguerrebere en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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