Tango a media asta |
Hace
dos días que no salgo a la calle. Mi vientre abultado y el calor húmedo
que sofoca a Buenos Aires, me lo impiden. Llevo las piernas hinchadas por
los ocho meses de embarazo; por eso permanezco la mayor parte del tiempo,
echada en el sofá, rememorando los últimos tres meses de mi vida. A
Ricardo mi marido, lo mataron en plena calle Corrientes cuando regresaba
de su trabajo como taxista. Delincuentes, dicen algunos, la policía,
aseguran los demás. Y no sé por qué; no le encuentro ninguna explicación
lógica. Mi marido era un hombre honesto, sacrificado, que comenzó a
laburar a los trece años en un taller mecánico para ayudar a su familia
a sobrevivir. Desde entonces, no ha parado ni un día. Nos casamos hace
tres años, ilusionados como cualquier pareja enamorada. Cuando me embaracé,
lloró de emoción. Hicimos muchísimos planes de futuro, dejándonos
llevar por la imaginación. Sin embargo, aquí estoy: sola y angustiada.
El médico me ha dicho que debo controlar mis emociones para no dañar al
bebé. Hago lo posible aunque a veces la cabeza me da vueltas como ahora.
Tengo que tomar las pastillas antes que comience a vomitar. Me levanto con
dificultad, voy hasta el botiquín del baño, lo abro y agarro el frasco.
Me tomo dos con un poco de agua del grifo que recojo en el cuenco de las
manos. Regreso al sofá, me echo de nuevo y cierro los ojos. Creo
que dormí un poco. El estruendo callejero me ha despertado. Oigo tambores
que repican junto con cánticos y gritos. Todo mezclado con las sirenas y
unos disparos. Con dificultad, me acerco a la ventana; un río de gente
navega por la calle. Escucho el golpeteo de cacerolas al unísono, aunque
desde aquí no logro entender las consignas. Descubro entre la multitud,
una pancarta que dice: FUERA LADRONES QUEREMOS NUESTRO DINERO y otra más
pequeña con esta leyenda: NUNCA MAS LOS VOTAREMOS, QUE SE VAYAN Algunos
llevan la cara pintarrajeada, mientras golpean los tambores. Mujeres bien
vestidas, algunas con collares, vociferan improperios contra el
presidente, el ministro de economía y los políticos. La multitud sigue
creciendo; de pronto un hombre arroja una piedra contra la vidriera de un
supermercado, entonces, se produce el desmadre. Hombres y mujeres golpean
los cristales hasta hacerlos añicos y comienzan a saquearlo todo. Como
hormigas, salen cargados con lo que pueden, dejando a su paso, entre
cristales menudos, un reguero de harina, botellas plásticas, frutas y
bolsitas con galletas. Hijos
de puta. Siempre armando jaleo. Que si manda éste, que si manda el otro,
que el capitalismo, que los sindicatos, etc. ¿Y a nosotros qué? A mí me
pagan para cumplir el reglamento y el reglamento es que haya orden, no
importa el precio. Ayer le reventé la cabeza a un boludo que me tiró una
piedra. La manifestación venía arrollando, ya no podíamos aguantarla y
Ramón que es el jefe, nos mandó apalear. Después de arrastrar a una
mujer por el suelo, le reventé la cabeza al guapito ése. Diga que me lo
sacaron de las manos sus compinches, si no lo mato ahí mismo; total la
orden es arrasar con toda esa chusma. Mi uniforme de policía federal me
pone a salvo de represalias. Es cierto que el tal de la Rúa se mandó
mudar cuando vio la cosa fea; yo no lo vi pero cuentan que se fugó en un
avión o helicóptero hacia el Uruguay. Otro hijo de puta que se va, a
nosotros nos hacen sacar las castañas del fuego. Como dice Ramón: "si
los de arriba son corruptos, que se joda el pueblo que los elige". Tiene
razón el pelado, a mí me da lo mismo quien mande, mientras me paguen el
salario y pueda mantener mis ventajitas, que aquí ya no queda ni un
honesto, el último se murió ayer de un infarto. Ahí vuelven los
porfiados; parece mentira que las mujeres también se metan en esto. Menos
mal que la mía y mi hija se quedan quietitas en casa. Es una orden que
les di a las dos: si hay relajo, nada de salir a la calle. El lío no es
con ustedes, dejen que se revienten los estúpidos de siempre. Las dos
saben que si no me hacen caso, la cachiporra está a punto. En casa mando
yo, faltaba más, bastante tengo que aguantar a
los superiores que nos basurean todos los días. Hoy
el Banco amaneció conturbado. El personal, del cual formo parte, (soy el
Gerente) se enteró que había que cerrarlo; estaba quebrado. Poco a poco,
la gente se arremolinó frente a la entrada principal gritando consignas.
Estaban furiosos porque el dinero que había en sus cuentas, se evaporó.
Dentro, el estupor no era menor, ya que nada se sabía de eso. Los
funcionarios comenzaron a vaciar los archivos, arrojando papeles por el
piso, estaban como locos porque se quedaban sin trabajo. Claro que yo me
mantuve con el pico cerrado; ayer habían salido hacia el aeropuerto más
de treinta camiones con caudales, entre ellos el de este Banco, hacia el
exterior. Como mi cargo lo amerita, debí hacer algunos trámites en
secreto, de ahí que tuve que trabajar toda la noche alumbrándome solo
con una linterna para no despertar sospechas. Después de todo, mi cargo
era de confianza y eso significa que soy un poco responsable de los
destinos del dinero en depósito. Por lo cual, mi futuro ya está
asegurado; los directores me trasladan a un país europeo, para
protegerme. Ya estoy habituado a la ley del toma y daca, de otro modo, los
banqueros no serían los dueños de la economía. Han
logrado romper la vidriera con cristales blindados, tengo que evadirme por
la puerta trasera que da a la otra calle antes de que me hagan daño.
Corro agazapado entre los escritorios hacia la puerta secreta, he dejado
el saco, mi portafolios, pero tratándose de salvar el pellejo, es cosa
nimia. Por fin llego a la puerta, doy vueltas a la llave y salgo despacio
para no llamar la atención. En ese momento, veo de reojo que están
destrozando mi coche aparcado frente a la
puerta principal. Apuro el paso, doblo la esquina y un taxi me saca
de apuros. Entro casi sin aliento y con el corazón golpeándome locamente
en mitad del pecho susurro la dirección al taxista. ¡De buena me he
librado!; menos mal que esta
misma noche salgo con mi familia hacia el exterior, eso es como decir que
estaremos a salvo de cualquier represalia. Luego, a comenzar una nueva
vida, con mis ahorros y un cargo directivo en una de las matrices del
Banco. Poco
a poco voy despertando de mi letargo. Abro los ojos con dificultad, no
puedo ver bien, ni siquiera sé donde estoy. Desde lejos llegan voces
confusas, parece que alguien me llama, pero no logro mover la cabeza. Me
duele todo el cuerpo, siento como un fuego abrasándome las entrañas y
muchas ganas de vomitar. La espesa niebla me envuelve, me acurruco entre
sus brazos algodonosos, hundiéndome en la nada. Oigo
voces, ahora más cercanas. Lentamente y con mucho esfuerzo, entreabro los
ojos. A mi lado, está Lucía, mi amiga de siempre. Extiende sus manos y
roza leve mi cara. ¿Cómo estás?, me dice. Humedezco mis labios tratando
de emitir sonidos. ¿Qué ha pasado?, pregunto con fatiga. Fueron los
milicos, como siempre, luego de arrastrarte de los cabellos por la calle,
te arrojaron en la acera propinándote
patadas por todo el cuerpo. Aunque gemías encogida y nosotros gritábamos
que te dejaran, seguían castigándote. Hijos de puta, asesinos,
torturadores. Eso lo aprendieron con la dictadura; antes no se comportaban
así, como fieras. Al final, caímos sobre ellos; éramos un montón,
estudiantes, oficinistas, bancarios y algunas pitucas. De esas, las que
nunca dijeron ni pío, mostrándose indiferentes a todo aquello que no
fuera su puto mundito. Cuando les tocaron el bolsillo, se dieron cuenta
que la miseria nos iguala a todos. Logramos ponerte en un taxi y te
trajimos a este hospital. No te preocupes, saldrás de ésta y seguiremos
luchando juntas. Ahora, duérmete que no te dejaré sola.
La
cosa está jodida. No me sirve de mucho ser parlamentario en estos
momentos. Todo se derrumba; pensar que creíamos que la cosa se arreglaría
luego del relajo que nos legara el gobierno de Menem y sin embargo, la
hecatombe se ha desplomado sobre los argentinos. ¡Tenía tantas
esperanzas en de la Rúa! Será que como soy joven, aún creo en el prójimo
y sus buenas intenciones, si no, no me agarra nadie. Mis proyectos se
fueron a la mierda. ¡ Noches enteras desvelado escribiendo las normas de
la política sana, y ahora esto! Me rompo la cabeza pensando qué les diré
a mis cuatro hijos, como les explicaré este caos y la fuga del
presidente. Me duele esta agonía que convierte a la población en
marginados totales, sin trabajo y sin dinero. Mi madre, la pobrecita, no
pudo soportar la pérdida de sus ahorros de toda una vida, se murió en
plena avenida de un infarto fulminante. Estoy desesperado, aunque me queda
mi carrera de abogado que no sé si me servirá de algo. ¿A quienes voy a
defender, si nadie tiene guita? Máxime que me he dedicado a Derecho
Laboral, si nadie trabaja porque han cerrado empresas, almacenes,
oficinas, talleres mecánicos, supermercados y Bancos, ¿qué futuro
tengo? Ni
siquiera podré retirar del Congreso mis archivos; lo han saqueado y
quemado casi todo, en represalia por este fraude gigantesco. Pero no puedo
desesperarme; tendré que buscar algún recurso válido. Mañana, me
levantaré de madrugada e iré a engrosar las filas de los que esperan
visa para irse. Pero: ¿dónde? Ni Brasil ni Uruguay están en condiciones
de recibirnos, también ellos están en la mierda. Deberé pensarlo mucho,
antes de arrastrar a mi familia al exilio. ¿Es que acaso la política está
tan desgastada que no sirve, o la corrupción tiene raíces tan profundas
que es imposible erradicarla? Me siento confuso y aturdido, la cabeza a
punto de estallar. Tomaré una decisión más tarde, con la cabeza fría y
barajando todas las posibilidades. No le diré nada a mi mujer ni a mis
hijos hasta que encuentre la solución
menos dolorosa. Ay,
ay, siento dolores agudos. Me parece que son de parto. Tengo que ir en
busca de la vecina para que llame la ambulancia. Apenas puedo moverme.
Siento un líquido caliente escurrir por mis muslos, mientras voy arrastrándome
hacia la puerta. Descorro el pestillo y salgo al pasillo de paredes
oscuras y húmedas. Apenas me tengo en pie, pero con gran esfuerzo camino
hacia la puerta de Amelia. Oigo música a todo volumen; debe su hijo menor
con esa manía de hacer trepidar las paredes. Aprieto el timbre, una, dos,
tres veces. Ya casi no puedo estar de pie. Suerte que Amelia me abre en el
instante en que voy a desplomarme. Como en sueños, oigo sus gritos.
Luego, nada más. Me despierto en la sala del hospital; ni siquiera sé
como llegué allí. Un dolor intenso me abrasa el vientre. Grito con la
fuerza que me queda, que no es mucha. Nada. Intento gritar otra vez y
aunque escucho los ruidos en otras salas, nadie acude. Quiero mover el
brazo derecho, pero me lo impide una aguja conectada al suero. Trato de
mantener la calma, mientras me pregunto que ha pasado con mi bebé. De
pronto se abre la puerta y entra un hombre joven con traje verde y
zapatillas blancas. Se acerca a mí, me toma el pulso y me pregunta como
estoy. Lo miro a los ojos y balbuceo: ¿y el bebé, dónde está? Evita
mirarme, levanta la sábana y me palpa el vientre. Al fin con voz grave
responde: hubo una complicación y el bebé nació sin vida. Lamento tener que darle esta
noticia, pero usted es joven y podrá tener otros niños. El mundo se
derrumba sobre mi cabeza y pierdo la conciencia. Antes de sumergirme en la
nada, siento una aguja pinchándome el muslo. Luego, nada más. Amanecí
con la garganta hecha un asco. Se me han terminado las pastillas
antiinflamatorias y en la farmacia de la esquina, también. Como no tengo
dinero, será imposible comprarlas en otra que me fíe. No podré ensayar
así, aunque no se sabe si el teatro Colón abrirá sus puertas. Con el
caos que hay en Buenos Aires, caceroladas, manifestaciones, saqueos,
Bancos y comercios cerrados, ¿a quién le importará escuchar ópera? De
todos modos, debo ensayar. Probaré con claras de huevo, a ver si resulta.
Ya
me siento mejor. Me siento al piano y entono las primeras estrofas de La
Traviatta, luego sigo con Aída y por último Rigoletto. No sé si habrá
función esta noche, pero debo estar preparado. Me ha dicho Rosalía, la
contralto, que no hay nada seguro aún. Pienso que si en lugar de cantar música
lírica me hubiera dedicado al rock, tal vez tendría mejor suerte. Ahora
ya es tarde para lamentarse. Menos mal que el piano de cola está intacto;
herencia de mi madre también cantante lírica. Miro el reloj; las dos de
la tarde. No quiero salir a la calle, porque la policía detiene a todo el
mundo y sin miramientos, los apalea sin siquiera pedirles documentos.
Suena el teléfono, descuelgo el auricular y escucho la voz de Pablo diciéndome
que el teatro no abrirá esta noche, ni durante la semana. Se suspenden
las funciones por tiempo indeterminado. Un sudor frío me empapa
las manos. ¿Qué voy a hacer? Sin trabajo y sin dinero. Mi única
herramienta es la voz, pero, ¿de qué me sirve ahora? Si al menos tuviera
un pasaje hacia España o Italia, al menos tendría esperanza. Miro al
piano con afecto, me siento y dejo que mis dedos se deslicen por sus
teclas, hasta que el pánico me domina. Sobre el negro y blanco del
teclado, apoyo la cabeza y me pongo a llorar. Miro
por la ventanilla del helicóptero, la muchedumbre allá abajo. Por
fortuna, escapé con mi familia a tiempo. Desde aquí, aún logro ver las
pancartas con insultos dirigidos a mí, el hasta ahora Presidente. La
verdad, me duele mucho tener que abandonar el país a su suerte, o mejor
dicho, a su mala suerte. Debo confesar que tuve las mejores intenciones
cuando accedí al cargo. Pero jamás pensé que la estructura estuviera
podrida hasta la médula. Claro, tuve que recibir un país en pedazos,
como un rompecabezas al que faltaban piezas. Tarde me di cuenta que de
nada valen las buenas intenciones si no se cambia de raíz las estructuras
económicas. Tarde también, caí en la cuenta de que los engranajes
funcionan de tal modo, que no se pueden cambiar las reglas del juego.
Estamos, los países tercermundistas,
condenados a la velada esclavitud del poder económico; somos
tan ilusos que pedimos préstamos más préstamos, ajustándonos de
ese modo la soga al cuello. Repúblicas bananeras nos llaman algunos y aunque la Argentina no
las cultive, debemos parecernos a los macacos, un poco ridículos
queriendo imitar gestos y actitudes. Afortunadamente,
tengo a buen recaudo mis caudales, que para eso también sirve la política.
Recalaré en Montevideo, luego iré a Punta del Este y más adelante ya
veremos. Miro
otra vez por la ventanilla; vamos cruzando el Río de la Plata y el piloto
con voz de milico viejo, me hace saber que dentro de quince minutos
aterrizaremos. Por sobre el rugido del motor, escucho los acordes de un tango. |
Soledad López
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