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Antenor golpeó con fuerza el terrón seco y oscuro, hasta que éste se deshizo entre sus pequeñas y ya curtidas manos. Se enjugó con el antebrazo el sudor de la frente y siguió caminando inclinado al borde del surco que iba abriendo el arado.
Adelante, su padre empujaba con mano mulata y firme, la rudimentaria pieza de hierro filoso arrastrado con indolencia por un caballo manso. Allá arriba, el sol de febrero apenas iniciaba su curva descendente, y al igual que un cósmico brasero, tostaba carne y piel a fuego lento.
Entre padre e hijo, solo mediaba el jadeo del hombre al empujar con fuerza bruta el arado, mientras el vientre de la tierra, desgarrado con
Violencia, se abría al paisaje.
Recostado al alambrado, lejos, un caballo asomaba su cabeza, poniendo de punta las orejas.
-Tata...-
El silencio se tragó el eco de las palabras, las que quedaron flotando ingrávidas, en el aire espeso.
Nicanor se inclinó una vez más, golpeando casi con rabia los duros terrones e intentó de nuevo el llamado:
-Tata...
El hombre, sin detenerse, volvió la cabeza. Su boca, cerrada con gesto tenso, parecía un pliegue oscuro en el mapa del rostro. Al fin, casi sin darse vuelta, preguntó recio:
-¿Qué querés?-
Le temblaban las manos a Nicanor y bajando los ojos, preguntó a media voz:
-¿Cuando volverá la mama?-
El chillido de los teros, alborotaron a los pichones de horneros que, asomados al nido piaban asustados. Una oveja baló triste en el barranco, mientras las demás triscaban la hierba reseca.
Fueron los únicos sonidos bajo el incendio del mediodía, poblando el aire. El hombre, más encorvado aún, empujó el arado mirando sin ver los yuyos arrancados de cuajo en mitad de los surcos.
La distancia fue, bajo el cielo claro, espaciándose.
Cuando hombre y caballo perdieron sus contornos allá en el bajo, Nicanor com las manos aún llenas de tierra reseca, se dobló sobre sí mismo y arrojándose sobre la tierra removida, comenzó a llorar. |
