El brindis |
Ermenegildo levantó su vaso
y dijo: ¡brindo por todos los cornudos del planeta, porque para ellos
habrá un lugar en el reino de los cielos! El bar estaba lleno y cada
uno en su mesa, enmudecieron, no fuera que al reírse estuvieran sin
saberlo, riéndose de ellos mismos. Afuera, la lluvia fría
golpeaba los ventanales del bar, y cerca del rincón se colaba por los
barrotes. El hombre bebía desde las
seis, hora en que dejaba la oficina. Su ebriedad se notaba cada vez que
debía levantar la cabeza, para pedirle al mozo otra grapa; entonces se le
trababa la lengua y un leve temblor en las manos, hacía peligrar el vaso. Somnoliento, cruzó los
brazos sobre la mesa y apoyó la cabeza en ellos. Minutos después, comenzó a
roncar, dando la impresión que se hallaba sumido en sueño profundo. Sin
embargo, el infortunado no dormía sino que mas bien se columpiaba entre
las algodonadas nubes de la inconciencia. En otra mesa, Silva y Benítez
comentaban en voz baja, mientras lo miraban de soslayo: -Y
bueno, ¡son cosas de macho!, dijo Silva. Benítez no respondió; revolvió
pensativo el café, mirando como la gente en la calle corría a guarecerse
bajo un plátano, algunos ya empapados. En la otra punta, una pareja
tomaba refrescos, los que compartían con una porción de pizza. Ermenegildo levantó la
cabeza, miró cn ojos extraviados a todos y dirigiéndose al mozo, pidió
otra grapa. La puerta se abrió en ese
momento y una mujer de caderas anchas y busto prominente, entró. Sin
titubear se dirigió a la mesa de Ermenegildo; antes de sentarse sacó
de la cartera un pañuelo floreado y con él procedió a secarse la
cara y el pelo, largo y ondulado. El la miraba, desde la
nublada perspectiva de su evidente borrachera. -Mi
amor...- las palabras de ella sonaron aterciopeladas, húmedas como las
gotas de lluvia que aún se escurrían por el escote. El la miró insinuando una
sonrisa que mas bien, pareció una mueca. -Mi
amor...- repitió la mujer. Vengo a decirte que todo terminó. Una mosca revoloteaba sobre
el mantel dibujando jeroglíficos, ajena a lo que no fuera su gula. -La
situación era ridícula e insostenible, prosiguió ella. Decidí ponerle
punto final hace... miró su reloj pulsera, hace media hora. Le dije a
Francisco que me iría a vivir contigo, como sea y donde sea. El
hombre abrió los ojos con asombro y levantando su vaso, murmuró entre
dientes: -Pobrecitos los cornudos!- |
Soledad López
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