La profecía |
A lo lejos se ven las flechas de lo que imaginó eran dos templos. Una suave hondonada condujo el camino hacia un arroyo. El caballo no se hizo rogar y se dispuso a beber. De la curva sale sin aviso una gitana muy arrugada acompañada de una niña. Se ofrece para leerle la suerte. Dice que no, argumentando que no tiene dinero. La gitana responde que sí lo tiene en el bolsillo derecho del pantalón; y sin esperar respuesta allí mete la mano hasta tocar las monedas. Avergonzado saca dos monedas y extiende la otra mano. La gitana observa la palma mientras la niña acaricia el caballo que aún bebe a sorbos pequeños. La vieja levanta los ojos y lo mira con respeto. -¿Qué ve? La vieja se seca las manos en un delantal de color indefinido y bajando los ojos vuelve a mirar la mano que sigue abierta. |
La vieja se seca las manos en un delantal de color indefinido y bajando los ojos vuelve a mirar la mano que sigue abierta. -Buscas al Profeta y lo has de encontrar en la ciudad grande. -¿Cuál, cuándo? La gitana no dice nada más; se niega a recibir las dos monedas que le tiende; tira del brazo a la niña y haciendo reverencias se pierde en la curva siguiente del camino. El caballo, ya satisfecho, se endereza, dispuesto a proseguir. En la cima de la hondonada monta pensativo. La ciudad se acerca, anunciada por pequeñas granjas salpicadas de árboles frutales. A ambos lados de la puerta, abierta de par en par, dos guardias velan. Las murallas están desiertas. La calle empedrada sube lentamente y luego se hace plana. Las casas son casi todas iguales, con tres plantas estrechas rematadas por un aguzado techo de dos aguas. Las ventanas hacen brillar sus vidrios pequeños unidos en cuadrículas. Un movimiento que juzgó demasiado ruidoso agita a los transeúntes que se aprietan en las veredas estrechas para evitar a los vehículos. En una esquina y mirando hacia la izquierda creyó ver el muro rojo. Preguntó a una mujer ocupada en la extraña tarea de limpiar el trecho de vereda que corresponde a su casa. La confirmación lo tranquilizó al bajar la larga pendiente. La parte que había visto era de hecho la última. El muro de ladrillo era enorme en su extensión, ondulante por el paso de los años; su altura, la de dos hombres. Bordeándolo despacio encontró la gran puerta de madera. Golpeó tímidamente con los nudillos. Un ventanuco se entreabrió y vio el rostro de una mujer ajada. Explicó quién era y a qué venía. La mujer cerró la ventanita y se hizo el silencio. Se distrajo mirando la calle larga en la que la acera que hacía frente al muro estaba ocupada por casas iguales a todas las que recién había visto. La mujer volvió y ahora se abrió una puertecita pequeña, situada en un ángulo del gran portón. Tiró al caballo por las riendas y la mujer lo dejó en manos de un niño de pelo ensortijado que lo miró curioso. A pie siguió a un paso de distancia y con la mochila en la mano, a la religiosa enteramente vestida y tocada de gris. Calles empedradas se abrían hacia todos lados y en un espacio mucho mayor del que hubiera imaginado desde afuera, altas casas de ladrillo rojo alternaban con pequeños jardines donde ni siquiera la vid faltaba. Dejaron atrás un inmenso templo grisáceo y atravesaron un puentecito por sobre un arroyo que corría con alegre ruido. A los pocos metros la religiosa se detuvo y después de llamar a la puerta lo dejó sin decir palabra. Otra religiosa lo hizo pasar a un corredor oscuro. En el patiecito soleado vio una especie de globo de metal y recordó la descripción que el sacerdote del pueblo le había hecho del astrolabio. Una puerta del corredor dejó paso al sacerdote vestido de negro que se presentó como el Director. Movido por un resorte se curvó para besarle la mano y pedir su bendición. El Director sonrió e hizo la señal sagrada por sobre aquellos cabellos trigueños que juzgó más largos de lo que convenía a un buen siervo de Dios. Ya instalado detrás de su macizo escritorio de roble dejó que el muchacho se acomodase en la silla capaz de recibir a dos como él. De sus manos tomó el billete escrito con letra menuda y extremadamente cuidada. - ¡Ajá!; era lo que ya sabía. Como esta sección de la orden de las religiosas que has visto, está en extinción, estamos recibiendo estudiantes universitarios en nuestras dependencias. Te asignaré un alojamiento que compartirás con otro colega. En pago del mismo tendrás que cortar leña y hacer cualquier otro servicio que se te pida; si lo haces bien también recibirás algunas monedas que ayudarán a solventar tus gastos fuera de aquí. - Señor...no tengo palabras... -Pues no hables... ¡Hermana Matilde! La puerta se abrió de inmediato, denunciando a la hermana indiscreta. -Este es Marcos. Llévelo al número 62. No dijo más y extendió la mano que Marcos se apuró a besar. La religiosa ordenó con un gesto. El joven la siguió y a poco de andar se asombró de que con un arroyo tan cerca e intramuros, se dieran el lujo de tener uno y después otro pozo de agua accionados por manivela. Casi al llegar al muro lateral la religiosa se introdujo por un portal que daba a un pequeño jardín estirado a lo largo del arroyo. Al fondo, después de otro pozo, la casona de ladrillo ostentaba el número indicado. La religiosa introdujo la mano en un amplio bolsillo de su hábito y extrajo un manojo de llaves del que eligió cuatro. Dos se las entregó al muchacho y con las otras abrió la puerta de entrada y otra del mismo color azul que había inmediatamente a la izquierda, antes de la escalera. -Tu colega vive arriba, en un alojamiento igual al tuyo. Se llama Luis. El aposento era amplio y sólo tenía una mesa, cuatro sillas, una lámpara y un hogar. Luego, un pequeño corredor donde arriba de un mueble lucían algunos utensilios de cocina. Por fin el dormitorio dejaba ver una cama cubierta por una frazada, un baúl, una silla y una mesa de luz, y... una pequeña ventana que daba al arroyo. Atraído por un imán Marcos la abrió para ver y oír el espectáculo del agua corriendo mansamente. A vuelta de ventana se veía un puente atravesado por una calle que corría paralela al muro del recinto. Una muchacha cargando una cesta con panes lo cruzaba en aquel momento. -Para el baño te traeré después una tina, y para lo otro la habitación está debajo de la escalera. Desayuno, almuerzo y cena en el comedor situado al lado de la casa del Director. A las 7, al mediodía y a las 6. A las 8 se cierra el portón de entrada hasta la oración de la mañana siguiente. Y lo dejó solo. El cansancio le cayó arriba hecho una piedra. Desvistiéndose a medias se metió en la cama. La gitana que le leyó la mano lo atrajo hacia la oscuridad... *** La Universidad abría su portal sobre la misma calle por la cual había entrado a la ciudad. La sombra vacía de su patio central estaba rodeada por un cuadrilátero de columnas dobles sobre las que se apoyaba el corredor externo del segundo piso. Los muros tenían escritos en tinta roja y letra pequeña decenas de nombres acompañados de fechas. A la izquierda del portón una pequeña puerta flanqueada por la campana de llamadas daba entrada a la secretaría. Un sacerdote de cachetes de bulldog lo recibió amablemente. Recogió de sus manos sudorosas el papel del Director y después de leerlo rápidamente pronunció la palabra mágica: - Filosofía. Marcos asintió y el otro le explicó las reglas de la casa: dos períodos anuales de exámenes, las notas mínimas necesarias para alcanzar la promoción, el tiempo para habilitarse al doctorado. Poniéndose a las órdenes para despejar en el futuro cualquier duda, echó una mirada al reloj de pared y lo invitó a seguirlo. Subiendo por la escalera que surgía de uno de los ángulos del patio llegaron al segundo piso. Dieron media vuelta a la balconada interna y se internaron en un pequeño y corto corredor al que daban dos puertas. En ese momento un hombre bajito y gris salió por una de ellas y después de saludar al Secretario con una gran sonrisa continuó su camino apretando un portafolios debajo del brazo. El Secretario hizo un además indicando la puerta abierta e hizo saber al muchacho que aquella era su clase. Dijo "buena suerte" y desapareció por donde había venido. Adentro el bullicio iba en aumento. Marcos sintió la tibieza del cuaderno y lapicera sin estrenar aprisionados en su mano derecha. Juntando coraje cruzó el umbral y una cuarentena de ojos se clavaron en él, al tiempo que el ruido desaparecía. Como pudo saludó con la cabeza y buscó un lugar vacío en la tercera fila de los asientos semicirculares y colectivos del anfiteatro. Puso el cuaderno en la superficie que hacía las veces de mesa y mirándolo fijamente se dispuso a inaugurarlo escribiendo su nombre con todo esmero. (Todos aún me miran). Cuando su vecino de la izquierda se le acercaba, la puerta se cerró tras un hombre de cara jovial, pelo canoso revuelto, nariz torcida y bondadosos ojos azules. El vecino volvió a su lugar. El profesor carraspeó y comenzó a escribir en el pizarrón. (Sí, es verdad, estoy en la Universidad). *** El comedor se estiraba por una veintena de metros. Después de agradecer por la comida recibida, el silencio era interrumpido solamente por el claqueteo de los cubiertos. Y por la sinfonía que hacía Luis a su lado al tomar la sopa...Éste le había caído bien en el exacto momento que se conocieron al pie de la escalera de sus aposentos. Sus ojos eran tan grandes como los blancos dientes con los que sonreía o exageraba una anécdota ( y se las había referido ya en el primer encuentro). Su manera de ser no era precisamente la que se esperaba en Medicina, su opción de estudios y vida. Su franqueza tampoco; a la segunda charla le había confesado que tenía un amorío secreto pero de intenciones serias con una joven cocinera de una casa poderosa en la ciudad a la que se refería por el apodo de "Negrita". La cena transcurrió sin novedad. Al salir, una inmensa luna llena instalada sobre fondo negro los invitó a permanecer sentados al borde del arroyo por un buen rato, no sin antes vestir un abrigo leve. Marcos escuchaba de forma apagada las noticias y detalles de la Universidad que su compañero contaba casi sin respirar. Se enteró de que los nombres que había visto pintados en los muros homenajeaban a algunos de los que allí se habían doctorado; aquellos que habían pagado por ese honor. En cierto momento Luis le anunció que se iba a la cama pues al otro día muy temprano le tocaba picar leña. Y unió el acto a la palabra. Marcos decidió que tenía frío y que lo mejor era irse a dormir. Afuera el arroyo murmuraba secretos que referían a un Profeta sin nombre. *** Recorrió una de las calles principales mirando de arriba a abajo cada una de las casas. Se impresionó con la cantidad y variedad de comercios. Después, con las piernas pidiendo tregua, decidió sentarse en uno de los bancos ofrecidos por una inesperada alameda bordeada de altos árboles de hojas rojizas. (Esta gente vive en otro mundo. ¿Cómo pueden cruzarse sin intercambiar palabra, qué digo, sin saludarse siquiera? Todo indica que no se conocen y me pregunto hasta qué punto se conocen a sí mismos. Lo que nosotros juzgaríamos como falta de educación aquí pasa por buenas costumbres. ¿ Qué es eso de no saludar? ¿Por qué no hablar con el prójimo y compartir sus alegrías o preocupaciones? ¿ Acaso eso nos haría menos "civilizados"? Pero, ¿ la civilización no es exactamente el fruto de la convivencia con los otros? Decididamente es difícil comprenderlos. Y ¿cómo entender que beban leche y coman verduras sin saber ordeñar ni plantar? ¿Acaso nunca imaginaron que la salud de la vaca que nos alimenta es responsable por parte de nuestra salud? Mas ¿ cómo conocer una vaca sin ordeñarla...y, claro, llevarla al pasto y a la ración cada día...y acompañarla en sus preñeces y partos? Y que decir de la ignorancia con respecto a las verduras...que más que eso es ignorancia con respecto a la tierra. ¿ Cómo puede sentirse uno con la tierra alguien que no sintió nunca el olor único de su fertilidad?...alguien que no ha sabido acariciarla con gesto de amante...ni calmar su sed en los momentos adecuados...alguien que no acompaña la gestación de cada uno de sus milagros creativos, siempre iguales y siempre diferentes. Y pensar que aquí tener las manos sucias de tierra es señal de rudeza y falta de aliño. ¡Pobres!: hace mucho se olvidaron que "cultura" viene de "cultivar". Ni hablar de su complicidad con el ruido. Golpes, chirridos, silbidos, frotamientos, escándalo de ruedas y engranajes luchando con la piedra u otros engranajes; y para sobreponerse a todo eso, como si fuese lo más normal del mundo, tener que hablar a los gritos. Con razón no saben distinguir el canto de los pájaros y muchos tampoco saben nombrarlos. Pero, ¿puede apreciar la música quien no oye las aves? ¿Y qué decir de su apresuramiento permanente? Parece que siempre quisieran llegar al destino antes mismo de la partida, bajando el hocico como cerdos frenéticos. Y lo cómico es que pasa por maleducado alguien que no haya tenido la agilidad necesaria para apartarse del camino, y no el atropellado que lo embiste. Con esa falta de tiempo para todo, ¿cómo van a disfrutar la vida, si la vida es precisamente eso, una parcela de tiempo que nos es concedida? En fin, en curioso zoológico he venido a meterme...). Las piernas recuperadas avisaron que era hora de continuar el periplo. *** Todavía era temprano para la clase. En vez de entrar por el portal abierto de par en par sus pasos lo llevaron hacia el ajetreo de la plaza del mercado. En un rectángulo empedrado de una cuadra de lado y totalmente rodeado por casas, decenas de puestos de alimentación y otros productos para la casa recibían al visitante con la dedicada acogida de sus propietarios y los familiares de éstos, todos campesinos o artesanos de la región. Los gritos destinados a atraer a los clientes se mezclaban con el graznido de los gansos, el cacareo de las gallinas y el trino de algunos pájaros enjaulados. Marcos trató de obviar los malos olores y se concentró en la fragancia de la leche fresca, de las especias y de las frutas recién arrancadas. Se dejó atraer por los productos que no conocía, cuyos nombres preguntaba al respectivo feriante. Evitando aquí y allá los encontronazos con los que circulaban cargando o comprando mercancías, vio en un rincón de la plaza un grupo que se arremolinaba ante algo que no lograba distinguir. Acercándose más oyó una voz clara y potente que vencía todos los ruidos. -Y en verdad os digo que cada uno de nosotros tiene una leyenda personal que cumplir y que la felicidad consiste en realizarla. ¡Ay de aquél que por cobardía o comodidad renuncia a su leyenda personal! El hombre era más bien pequeño y de físico delgado, aunque no frágil. Su cabeza mitad calva ostentaba una coleta que le caía hasta la espalda. Su barba corta, apenas canosa, hacía contrapunto a unas cejas que cuidaban de unos ojos castaños tan vivaces como el habla. Su voz se acompañaba de gestos, al mismo tiempo elegantes y firmes, de dos manos muy blancas que dejaba escapar una capa azul que hasta sus pies llegaba. -La leyenda personal está escrita en la mente de cada uno y cada uno la conoce. Y nadie debe temer pues cuando queremos de verdad algo, todo el Universo conspira a nuestro favor para que lo consigamos. Pero nadie puede suplantarnos en esa búsqueda. Conocí un muchacho que llegó a ser el hombre más rico de su comarca porque creyó en el sueño que le anunciaba que su fortuna debía ser buscada muy lejos. Al llegar allí tras muchas peripecias tuvo de un hombre del lugar la confirmación de que la mencionada fortuna estaba donde había iniciado su peregrinación; y esto lo supo cuando ese mismo hombre dijo que es una estupidez creer en tales quimeras. Al volver a su lugar de partida descubrió, en el lugar indicado por el que no creyó en ella, la fortuna soñada. Entonces ved hermanos la moraleja de esa historia real: al que cree y se esfuerza por su leyenda personal todo ayuda, y al que no cree, nada ayudará. Un reloj cercano hizo sonar sus melódicas campanadas. Marcos dio un respingo y casi corriendo volvió hasta el portal de la Universidad. Cuchicheando con su vecino de escaño supo que el hombre al que había oído en el mercado se hacía llamar el Alquimista. La clase se le iba entre nubes de rostros desdibujados.(¿Cuál es mi leyenda personal? No puede ser otra sino encontrar al Profeta del que me habló la gitana y a quien me recuerda todas las noches el arroyo. Y hasta ahora ¿qué he hecho yo por ella? Pues, nada. Pero eso no puede continuar a partir de hoy). El tiempo corrió como una tortuga. Las manos le sudaban más que de costumbre. Al fin terminaron las clases y Marcos pudo correr hasta la plaza. Del mercado no quedaban sino los restos de verdura, paja y barro, que algunas mujeres rollizas trataban de barrer. Del gentío ni sombra. Y en el rincón que sus ojos buscaron desde la llegada sólo vio una mancha húmeda dejada probablemente por alguien que allí había orinado. Respirando agitado llegó hasta la posada cercana. Desde atrás de un mostrador salpicado por manchas de cera y bebidas un hombre fuerte y de bigotes espesos curvados hacia abajo le dijo que el Alquimista había aparecido por la plaza un par de veces antes, pero que no tenía idea de donde podría andar a aquellas horas. Viendo la decepción pintada en su rostro el hombre dijo con voz más afable: - Tal vez vuelva con la próxima feria semanal, o sea el primer día de la semana. (Una semana entera es demasiado tiempo). Gruñó a modo de agradecimiento y se dispuso a recorrer el centro antes de volver a casa. Frente a la Casa Comunal no pudo contener la admiración que por unos momentos lo apartó del Alquimista. El edificio culminaba en cuatro altas torrecillas graciosas adornadas por volutas y escudos de armas diseñados en la misma piedra. En toda la fachada decenas de pequeños nichos abrigaban las figuras de varones de la fe y de la guerra. Banderas de varios colores ondeaban en muchos mástiles a medio inclinar. Una doble escalinata en curva daba acceso a la puerta principal y a sus pies abrigaba jarrones con claveles de un rojo brillante y puro. Enfrente y del otro lado de una pequeña plazoleta, contrastaba la sobria mole del Templo central. Escurriéndose por entre la belleza y la fe Marcos bordeó un minúsculo jardín en cuyo centro un contrahecho estudiante vaciaba eternamente agua en su cabeza hueca mientras leía el libro que sostenía con la otra mano. (No deja de ser muy apropiado. Al fin, nuestras cabezas huecas nunca acabarán de llenarse por más que estudiemos...Pero cada uno tendrá que decidir si el estudio hace o no parte de su leyenda personal. Desde hoy de mañana me lo pregunto). Torciendo por una de las calles que daban al Templo llegó hasta el mercado del pescado, ese día desierto, y luego describió un círculo en torno a la Casa Comunal. Con el sol ya desmayándose decidió volver a casa. (Nada, es como si se hubiera esfumado). *** Afuera la llovizna cae mansa. La frente caliente invita a abrir los ojos. La penumbra del cuarto sólo permite entrever una claridad que anuncia la ventana. Una tras otra desfilan tres mujeres. Una muy morena sonríe cuando es sorprendida fregando el piso de la posada. Con el dorso de la muñeca se aparta el mechón que se escapa por debajo del pañuelo; y recogiendo las curvas del cuerpo se pone de pie para dejar pasar. La rubia tiene dos trenzas prendidas con un lazo blanco. Conduce las ovejas agitando levemente el bastón que cambia de una mano a la otra. Al cruzarse con él mira fugazmente de reojo y se ruboriza. Quiso decirle algo pero no atinó a decidirse; cuando carraspeó para vencer la parálisis ya doblaba un recodo del camino. La tercera tiene el pelo de fuego y corto como un varón; nunca supo si se trataba de un castigo familiar o de una preferencia inusitada. Está arreglando las macetas de un balcón y su cara se mueve detrás de las flores. Parece no haberlo visto pues no recuerda el color de sus ojos. Ahora el árbol tapa su figura. Marcos suspira; las manos se pasean por su cuerpo y descubren que transpira; abre la ventana para que entre la brisa del arroyo. (El Alquimista nada dijo de las mujeres; me pregunto si hacen parte de la leyenda y de la conspiración del Universo). La llovizna pide que los ojos se cierren. El calor cede lugar a la modorra. Y el sueño llega. *** En la pieza que ocupa un rincón del patio interno el humo disputa espacio con el aire. Pero es prudente mantener la puerta cerrada porque la vieja de mirada torva que vive en la habitación contigua se asomó dos veces cuando las voces y las risas se escapaban sin freno. La fiesta de estudiantes se acerca al clímax aunque la tarde no ha caído. Andrés hace trizas la imagen sobria del estudiante ejemplar que anuncia el futuro sacerdote; entre vasos de vino ríe el primero del relato jocoso de la renuncia a la sexualidad que le impuso el debut de sus estudios religiosos. Antonio, el dueño de casa, anuncia fideos más picantes que de costumbre. La media docena de comensales aplaude de antemano recordando que aquello exige más vino. Con el vaso de leche en la mano Marcos se deja ganar por la alegría contagiosa. Desfilan los chistes sobre los profesores, siempre bajo la batuta de Andrés. Los fideos llegan y hacen picar la lengua. Más brindis y la olla se vacía en un santiamén. De repente, en medio de una frase, Andrés cierra los ojos y deja caer la cabeza sobre la mesa. Todos lo rodean. Uno decide aflojarle el cuello. Por suerte respira tranquilamente. La fiesta se acabó. Antonio vuelve diciendo que su vecino le presta el carro que aún no ha guardado. Como pueden, cargan entre todos a Andrés; dos lo acompañan de pie y Antonio empuña las riendas. Ronald decide que no hay por que irse a casa sin descabezar la última botella, prisionera en su mano. Saúl asiente y comienzan a caminar hacia el centro. Los dos entonan fragmentos de canciones que Marcos mal o bien trata de afinar. Frente a la Casa Comunal una adivina ofrece sus servicios. Encima de una mesita iluminada por las últimas luces del atardecer dos montones de cartas se hacen frente. Ronald dice que revisará sus ropas para ver si aún le queda alguna moneda. Toma el último trago y le pide a Marcos que se ocupe de la botella vacía. La mujer lo mira solícita y lleva una mano hacia uno de los mazos. Antes de que pueda asirlo Ronald da vuelta la mesa de una patada. -Si no adivinó lo que le iba a pasar a ella misma dentro de un instante, ¿ co..co..cómo nos iba a adivinar el futuro? Ronald termina la frase como puede y con el otro ya se alejan a las carcajadas. La mujer masculla insultos y se agacha para deshacer el estrago. Marcos, primero sorprendido, se apura a empujar por el brazo a sus dos compañeros, temeroso de que intervenga algún vigilante. La próxima callejuela se los traga, silenciosa y cómplice. *** El día libre tenía destino marcado desde que por acaso Luis oyó decir que el Alquimista se encontraba en la ciudad más cercana. Haciendo las paces con el caballo que extrañaba su ausencia y los servicios de carga que le imponían casi a diario, el camino se hace liviano. El puente anuncia la llegada de la puerta entre las murallas. Su arco ojival central está ocupado por los guardias. A uno y otro de sus lados, sendos pasajes rectangulares se abren ante los que entran y los que salen. Dos torres con techo verde y blanco proclaman la importancia y la riqueza de la urbe. Pero antes está el rumor del río y las tres caídas de agua. La del medio hace girar sin cesar la rueda del molino, cuyo torreón rompe las aguas. Más adelante, la que imaginó ser la casa del jefe de la guardia, enclavada en una isla semiartificial y dejando pasar milagrosamente el río por debajo de su piso. Un patio exterior sombreado por altos árboles deja ver sus bordes roídos por las crecientes. El pequeño jardín anterior muestra el esmero femenino. Por fin, al pie de las murallas, el estrecho muelle de las lavanderas; una docena de ellas se afanan en su labor, facilitada por la fuerte corriente que se lleva la suciedad con celeridad de corcel. Marcos trató de horadar la cortina de pañuelos multicolores. Torsos y curvas jóvenes alternaban con cuerpos cansados por la edad pero que pesadas polleras oscuras escondían con pudor. Uno de estos últimos salía cargando un cesto de ropa húmeda por un estrecho pasadizo que perforaba la muralla casi debajo de las puertas. El caballo de Marcos paró sin necesidad de una orden. Uno de los guardias se acercó y de una ojeada confirmó que no se trataba de un mercader. Con un gesto del brazo franqueó la entrada. A poca distancia una taberna esperaba a los sedientos. Uno de los frecuentadores tempraneros indicó el emplazamiento del establo, atrás del templo principal, a la izquierda. El caballo sacudió el lomo aliviado de toda carga y se dejó guiar mansamente por el niño hacia el heno, conseguido a cambio de una moneda. Vagando por las callejas semidesiertas Marcos dejaba prender su mirada en una reja, un balcón o una flor. Al pasar por una casa, más que ver, adivinó un rostro de mujer escondido tras los visillos. Cuando volteó la cabeza la ventana estaba vacía. En una esquina, un afilador ejercía ruidosamente su oficio haciendo girar una rueda que no había sido aceitada en el último siglo. " ¿ Cuchillo?", preguntó, casi sin mirarlo. Marcos palpó la daga que llevaba escondida en la cintura y dijo que no. Inesperadamente a la vuelta de un caserón alto se abrió el tramo final de la calle principal al cabo del cual una puerta gemela a la que había usado para entrar anunciaba el fin de la ciudad. Allí se alineaban diversos establecimientos comerciales que ponían parte de su mercancía en la ancha vía pública que bordeaba el lado interior de la muralla. El muchacho acompañó por un momento el perímetro del muro y después eligió volverse por una calleja cualquiera. A la segunda esquina una fuente pública ocupaba el centro de una plazoleta cercada por ropa que colgaba de los balcones. Varias mujeres con recipientes vacíos o llenos a sus pies formaban diversos corrillos. Otras estaban atrás de un grupo de hombres que oían al Alquimista encaramado sobre un barril. A Marcos el pecho le dio un brinco mientras las palabras llegaban cada vez más claras. -...Y en verdad os digo que cada uno puede realizar su leyenda personal en cualquier situación que le toque vivir; puede realizarla como señor, pero también como paje, campesino o mendigo; rico o en la prisión. Lo que importa es la fidelidad del corazón...; y también la capacidad de gozar, porque no olvidéis que se peca por lo que se deja escapar de la boca, y no por lo que entra en ella. Dicho esto el orador se bajó del barril y el público comenzó a dispersarse. Algunos pocos, antes de hacerlo, se acercaron para regalar al predicador una moneda, un pan o una fruta. El regalado agradecía con humildad cada ofrenda agachando la cabeza. Cuando al fin se quedó solo, alisó rápidamente la capa y se dirigió hacia la muralla, con Marcos siguiéndolo a prudencial distancia. Ya se veía el muro cuando Marcos chocó de frente con una muchacha que doblaba la esquina mirando hacia atrás. Muchos panes rodaron por el piso. La muchacha dejó escapar una exclamación de sorpresa y angustia. -Pe..pe...perdón, sólo atinó a decir Marcos Sus ojos se toparon de frente cuando agachados recogían y soplaban los panes caídos antes de devolverlos a la cesta. (Me pregunto si no vi ese rostro antes. Estoy seguro que sí...Pero ese pecho generoso que se agita tras el escote es una novedad). La muchacha recogió el último pan perdido y siguió su camino agradeciendo cuando ya estaba en marcha. Marcos se enderezó para contemplar por un instante aquel cuerpo ágil que zigzagueaba entre los transeúntes. (El Alquimista...¿el Profeta?). Dándose un golpe con la mano en la cabeza corrió hacia la muralla y mirando hacia todos lados la recorrió hasta la puerta cercana. Ni rastro...Cruzó la puerta y salió al camino. Dos caballeros y dos carros se alejaban de la ciudad. Ninguno era el buscado. Un grupo venía llegando. Preguntó y le dijeron que no habían visto a nadie que respondiera a aquella descripción; pero no podían ofrecer garantías pues venían entretenidos en su propia plática. Marcos se dio vuelta y vio como el sol alcanzaba la cima de la torre que marcaba el emplazamiento de la puerta. (El día se está yendo rápido y tengo que estar en casa antes de las ocho si quiero evitarme problemas). Con el gusto de la amargura rondándole la boca hizo marcha atrás. (¡Si no fuera por aquella muchacha! Aunque aquel busto no estaba nada mal. Pero, ¡qué digo!; compararla con el Alquimista...¿el Profeta?...es pura herejía). De pronto se vio al frente del establo; ensilló el caballo y ya en camino sacó de la alforja un buen pedazo de pan y queso que esperaba su hora. (Sólo ahora me doy cuenta del hambre que tenía...). |
Sirio López Velasco
El metalquimista
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