El vidrio rectangular |
1 Ya no quiso recordar su cara, tampoco la
mirada de la vieja que parecía clavársele en los ojos. Se tapó los oídos
y trató de desterrar el llanto que aún le golpeaba los tímpanos. De a ratos volvían las miradas; de a
ratos los lamentos de la muchacha: estaba arrodillada junto a la vieja y
le rogaba que olvidara todo el episodio. Sentado en su cama todavía lo recuerda:
el portazo a sus espaldas, la calle a toda luz, la soledad en el caminar y
en cada paso pisar meses de felicidad y angustia. Quiso repartir los
recuerdos en las figuras que aparecían y desaparecían a su alrededor. Llegó la noche, y entre el murmullo
adulto depositó lo último de sus días con la muchacha. Una película lo hizo viajar en el
tiempo... Penetró el acetato, el diálogo, los movimientos y la música;
cuando regresó a la butaca estaba transpirando y las manos jugaban un
extraño juego sobre los posabrazos. Miró, y las cabezas inmóviles parecían
unidas a la pantalla por una telaraña de hilos invisibles. Resolvió irse a caminar. Pensó que en algún sitio de la ciudad
estaría ella con quién sabe quién. O simplemente leería bajo la luz de
la lámpara de su dormitorio. Llegar hasta allí; desear que abriera su
ventana... ¡Eso había pasado tantas veces! "¡Todavía no cierres!...Te quiero
ver un poco más." "Ahí te mando un papelito; abrilo cuando
llegues a tu casa." "Está bien... ¡Pero todavía no te
vayas!" "Tengo miedo de que mi tía se despierte." "¡Ah!,
eso no es un problema." "¿Sabés una cosa?" "No, ¿qué
cosa?" "Te quiero cada vez más." "¡Cómo me gustaría
trepar por la pared para darte el último beso de esta noche!" "¡No
se puede! Además...nunca hay un último beso." "¡Es
cierto!" Había sido cierto... Nadie mandaba esquelas con un perfume que
era sólo para él. Porque la ventana permanecía cerrada. Sin embargo, la
luz del dormitorio estaba encendida. Trató de escuchar, pero fue
imposible. La llamó dos o tres veces, pronunciando aquel nombre en voz
muy baja, como para escucharse a sí mismo más que para que alguien
reparara en su presencia. Allí estaba el auto estacionado. Metidos
en él ambos habían visitado los rincones más apartados de la ciudad...
Pero lucía extraño, diferente, distinto ahora que todo se presentaba
distinto. Pensó lo fácil y pronto que se puede desmoronar un edificio de
ilusiones construido a lo largo de un año; construido a partir de algo
que pensaban, sentían, amaban y vivían juntos. ¿De qué modo rescatar lo vivido? ¿De
qué modo amarrar el tiempo en el recuerdo?... Pero no: imposible. Las horas, el resplandor de la luna, los
autos, la gente: todo era un continuo devenir. Se fue despacio, pensando que alguien podía
advertir su presencia. 2 A veces son sombras; otras, una llanura
desierta; un montón de flores que ocultan una caja de granito. El puede
leer su nombre. Está hincado junto a la caja. La vieja aparece venida del
mismo viento. Ríe al verlo sollozando y temblando de impotencia. Ella está
ahí: es un montón de polvo y años anónimos. "¡Si la querés, es
tuya!" Esto lo ha escuchado más de una vez. Aparta las flores y alza
el cubo de granito. Camina, camina, camina, tratando de llegar al
horizonte; tratando de descubrir dónde nace la mañana; vuelve
los ojos a sus manos, y ya no hay nada. Un grito lo hace incorporar y recuerda
que está metido en la oscuridad de la pieza. Las frazadas amontonadas en
el suelo de madera, el saco de dormir rasgado por la desesperación de la
pesadilla. Decide mantenerse despierto. Pronuncia su nombre una y otra vez; se
contenta tratando de imitar la entonación de la otra voz. Sigue la
trayectoria de una mariposa nocturna que anda a los saltos por el plafón
amarillo. La mariposa desciende hasta la lámpara, da vueltas alrededor de
la bombita, luego pliega las alas y parece estar meditando hacia dónde
habrá de emprender vuelo ahora. Pero aún permanece indecisa... y es
cuando él se pone a contarle la historia del desierto y las flores, la
caja, el horizonte que nunca le deja ver la verdadera mañana; le cuenta
lo triste de despertarse con las manos vacías y atadas a un recuerdo.
Porque las cosas se crean, se destruyen,
se recrean y muchas veces se van a perder quién sabe adónde. Ayer
esperaba una llamada. Es alguien que nos está recordando, alguien que
abrió un hueco en su corazón para que nosotros penetráramos. Hoy el
hueco lo tenemos nosotros y en él se meten sombras y otros días y vuelta
sombras que nos lastiman con sus lamentos. "Ayer tenía un rostro,
una voz, una mano que buscaba mi pelo, mis labios; hoy ese rostro ha
quedado convertido en un contorno, y la voz en ese murmullo ensordecedor
de los insectos aprisionados en el puño. Mi cabeza -la prisión de mis
sueños- es a la vez mi propia prisión. A veces pienso que la puerta de
barrotes negros y lustrosos se abre a medida que mi cuerpo penetra en la
irrealidad; está en mí, y todo lo demás, es sólo silencio, cuarto
apagado". Abre la ventana, y la mariposa aprovecha
para tomar la rápida resolución de perderse en el frío madrugador. Basta de diálogos. Quizá reciba mañana la visita de algún
otro insecto que ande de paso. 3 No siempre un espejo refleja en su
totalidad la perfección de una imagen: suele borrar defectos a veces, los
acentúa otras, pero plantea la posibilidad de hurgar en una nueva dimensión. El espejo de su ropero es una ventana
distinta. Se sienta frente a él y recorre cada línea de su cuerpo, cada
detalle que va apareciendo a medida que avanzan los minutos. Sus ojos son
otros; la vuelta que hace un mechón sobre la frente también es otra; la
posición de las piernas nada tiene que ver con la original; sus
pensamientos sugieren nuevas perspectivas y la otra imagen parece
responderle con sólo estar allí. Se sonríen ambas; manifiestan dolor
juntas; retornan a otros días... Del otro lado del vidrio comienzan a
surgir lugares conocidos; son lugares que hace tiempo no visita. Por el camino vienen dos jinetes. El sol
produce reflejos extraños sobre las piedras que andan dispersas por la
pradera. Los jinetes se apean y caminan hasta un arroyo. Ella juega con
una caña. El enciende un cigarrillo y se recuesta sobre el pasto reseco.
A lo lejos quedó la casa; sólo se divisa
el tejado a dos aguas surgiendo entre las copas de los paraísos.
Consume el cigarrillo y acaricia la espalda de otra persona. De vez en
cuando los cascos de los caballos, golpeando contra el piso, le recuerdan
que no están solos. Aspira el perfume de la nuca, y bajo la ropa palpa el
vientre humedecido por el calor de la tarde. Acerca su boca y mastica el
cabello. Cierra los ojos y se recuesta en sus rodillas. Sigue corriendo
el agua del arroyo. El sol ya ha emprendido el último tramo de su
trayectoria; se volverán a oír los grillos como ayer. Cuando abre los
ojos, encuentra a la otra persona con un rostro distinto al que tenía en
la mañana y parte de la tarde: ahora son rasgos desteñidos, borrosos,
hasta que la piel queda completamente alisada; los brazos caen inertes
sobre el pasto; la espalda se va encorvando... Se aleja, dejando tras de sí aquello que
quedó como mirándose en la nada. Los espejos no siempre nos muestran los
acontecimientos tal como los hemos vivido. Llora y araña el vidrio, mientras él
mismo se ve cayendo de rodillas del otro lado. No puede contener la risa nerviosa que le
produce su cuerpo en esa posición de dolor y soledad. 4 ¿Cómo fue que se encontró con ella? Recuerda la claridad de un patio enorme
rodeado por columnas y puertas que se alternaban entre un fuste y otro. Ella apareció y lo abrazó. Tenía el
cuerpo convulsionado y contra su pecho le fue transmitiendo cada latido más
fuerte que el anterior. Cayeron en las baldosas blancas. Permanecieron
abrazados durante muchos minutos. Él fue quien habló todo ese tiempo. En
ningún momento escuchó su voz, pero sentía su presencia en el contacto
de sus manos, de su pecho, de sus piernas. El otro torso se le arrimaba al
suyo en cada nueva aspiración. Volvió a recordar lo que los unía y la
apretó más contra su llanto. Lloraba por esa felicidad reencontrada. Eran un punto en la inmensa superficie
del patio. No había frío ni calor; no había voces (tan sólo la de él)
que interrumpieran aquel momento tan esperado. Ella seguía sin hablar
tratando de ocultar el rostro bajo su barbilla. Súbitamente la mujer se levantó y le
hizo entender que ya volvía. Se alejó por el camino vagamente iluminado
del claustro y eligió una de las puertas para penetrar por ella. Había
dejado la cartera. Analizó cada costura, cada hebilla, y
recordó que esta cartera nunca había pertenecido a ella. ¿Por qué
estaba allí, solo, junto al cierre de una cartera abierta por donde
sobresalían pliegues de papeles apelotonados y moscas que escapaban
recuperando la libertad?... Tiró la cartera por los aires y luego se sentó
para seguirla esperando. El sueño reptó hasta él y se enroscó
por sus pernas; luego, alcanzando los brazos y el cuello, fue cerrando sus
párpados, fue bajando por su cabeza, inclinándola hacia la soledad del
patio silencioso, con columnas blancas y puertas cerradas. Cuando despertó aún tenía la sensación
de haber estado en un lugar muy amplio, con otro cuerpo entre sus brazos;
con otro objeto de cuero que luego revoleó por los aires. La lámpara estaba junto a la puerta de
la pieza con la pantalla ligeramente abollada. 5 Ya no valía la pena retornar al trabajo
cuando necesitaba todo el tiempo de su vida para comprender el significado
de sus noches. En un bar, en una plaza, junto a la
quietud del mar, mirando a las parejas que se cruzaban con su andar lento,
con sus ojos fijos en las baldosas que iba dejando a cada paso: cada uno
de los momentos lo acercaba más a su propio laberinto, a la otra
trayectoria que iba trazando con su pensamiento (aunque sólo desembocara
en la entrada a un túnel oscuro). Pero minuto a minuto avanzaba más sobre
su propia soledad; día a día encontraba una clave distinta que lo
ayudaba a comprender mejor todo ese universo de imágenes superpuestas que
surgían en la vigilia, o cuando ya hacía rato que se diera vuelta para
dormir. Ahora lamentaba el fuego que había hecho
con las cartas, con las fotos, con los dibujos que ella le mandara cuando
estaba enfermo. No tenía con qué asirse al pasado, no siendo esa trama
tejida de a poco con sus lágrimas, su espejo, sus meditaciones junto a
una mariposa... Resolvió detener el próximo sueño; detenerla a ella,
que se le escapaba por una puerta o quedaba inmóvil, con el rostro
borrado, junto al devenir del agua de un arroyo. Volvió a situarse algunas veces bajo el
resplandor que salía de la ventana de su cuarto. Pensó en la esquela que
no le mandaría; pensó en ese diálogo que ahora no entablaba desde la
calle, disfrutándola en su mediocuerpo de mujer y camisón. Pero la
volvería a tener cuando estuviera acostado. Sonrió. El pasaje secreto... El túnel oscuro... Abandonó todo deseo de seguir parado
junto al árbol de la calle y corrió hasta su casa, deseando no hacer
esperar más a las imágenes que aguardaban el momento de salir a la
superficie de su subconsciente. Su cuerpo viajaría a otra región en el
espacio; penetraría por las concavidades de un túnel que reclamaba su
presencia. Se bañó, se afeitó y escribió una
carta que le entregaría antes de que se le escapara nuevamente. Guardó
la hoja en uno de los bolsillos del piyama... y esperó a dormirse. 6 Había caminado toda la noche y aún no
vislumbraba ningún destello de luz. Tenía el piyama completamente mojado
por las gotas que se desprendían de la punta invertida de las
estalactitas que así, lentamente, se iban derritiendo sobre su cuerpo.
Comenzó a sentir sed; a sentir que las piernas ya no le respondían con
el vigor de los primeros metros o quilómetros recorridos. Por fin vio
erguirse una casa enclavada sobre una planicie rocosa; no tenía nada de
particular. Penetró y encontró una ventana enmarcada por cortinas
floreadas recogidas, un sillón tapizado en verde y en una pared el
retrato de un hombre que no conocía. Luego oyó emerger de alguno de los
rincones una voz que fue cobrando sonoridad y firmeza. "Allí está él. Vino después que
tú, hace mucho tiempo. El hueco se volvió a llenar y tengo algo firme en
qué sostenerme. Me produce una profunda tristeza ver el estado de tus
ropas; ver esa carta que cuelga de tu mano; esa mirada que me transmite
dolor e implora compasión. Sabía que tendrías que caminar quilómetros;
que encontrarías este túnel, esta casa, este decorado, el cuadro en la
pared, mi voz y una verdad que tanto buscaste. Es mejor que te vayas rápido,
porque las estalactitas borrarán tus huellas una vez derretidas
completamente. No sería bueno que perdieras el camino de regreso. ¿Cómo
te resolverías a pasar el resto de la eternidad yendo y viniendo por un túnel
que en ninguno de sus tramos te ofrece un poco de luz?... Va a ser mejor
que rompas esa carta y te marches por donde viniste: aquí no vas a
encontrar nada que te recuerde lo vivido hace tiempo. Él está aquí,
junto a mí, y somos seres completamente distintos a los que tú conocés...
al que tú conociste. Aquello pasó hace muchos años. Los días son de
otra intensidad y ya casi no te recuerdo cómo eras. Rompé la carta y
andate. Tené en cuenta que las estalactitas no esperan y que de un
momento a otro habrán borrado toda marca en el camino." En las últimas palabras la voz había
ido perdiendo fuerza. El hombre permaneció un tiempo más en
la casa. La mano temblaba. Los pliegues de las hojas silbaban en el
aire. 7 La mariposa volvió a encontrar una
rendija por donde penetrar a la pieza. La claridad de la mañana va rescatando
de a poco los objetos perdidos en la penumbra, en ese resto de la noche
que aún se revuelve. La mariposa describe una rápida trayectoria desde
los libros hasta el plafón amarillo para volver luego a los libros. Baja
sus alas y se posa sobre el escritorio revuelto de papeles, dibujos y
remedios; medita la posibilidad de retornar al aire libre; es poco el
tiempo que gusta zigzaguear por una atmósfera a la que oprimen cuatro
paredes. Está buscando aquel espacio abierto, aquella rendija por la que
penetró con las primeras luces. Vuela nuevamente, y sus patas se posan en
una superficie mojada. Se desplaza a lo largo y ancho de la superficie. Se
detiene un instante y luego se echa a andar nuevamente. El hombre despierta por un cosquilleo que
siente en su piel. Ha quedado inmóvil ante el ser que extiende sus alas y
parece cubrirle toda la superficie del pecho y parte de las piernas. El ser rompe los vidrios de la ventana y
su vuelo pesado se levanta por entre las siluetas de los otros edificios.
Se aleja de la pieza; del aire encerrado en su interior. A lo lejos se
alza el macizo gris de la parte céntrica de la ciudad. El ser vuela cada
vez más dificultosamente. Cuando llega al mar arroja su carga sobre las
aguas de espumas agitadas. 8 Cuando el hombre despierta siente que está
llegando al fin de un largo camino. Es de nuevo ese túnel oscuro, pero
por fin divisa algo de claridad más allá de un recodo: viene de un
vidrio rectangular. Trata de mantenerse en pie y apura la
marcha. Por fin, jadeante, apoya sus manos contra la superficie que brilla y, del otro lado, encuentra las ropas de su cama revueltas, la soledad de su cuarto vacío. |
Guillermo
Lopetegui
Se publicó en "Último reducto" (Ediciones Géminis,
Montevideo, 1978)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Utopías
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