Texto para una amiga, antes de París |
a Nelsa Sans |
Difícil reconocer en esta noche, otra
cualquiera; antepasados de menguantes o último arroyito hileando
desperdicios a la bocatormenta sin semáforo. Difícil trocar junio en
setiembre, convirtiendo nubarrones en definitivos efluvios que hagan más
límpida la limitación del cuarto. Sin embargo, es junio con nubarrón y
noche; sin embargo, suerte, es el cuarto clareándose de a poco a través
de Couperin o el Passecaille en Si menor,
la salamandra enrojeciendo su hierro ferruginoso, la taza con el manchón
de café en el fondo y una Hermes portátil abierta sin suponerlo y todavía
sin hoja de oficio en el rodillo, sin suponer que lenta y firmemente toca
la vuelta a la otra esquina en esta urbanización de encanto-desencanto y
múltiples destinos. Volverse atrás atisbando objetos que hoy, tal vez o
con seguridad, sólo sigan existiendo a partir de una sonrisa o del inicio
de la penúltima lágrima que es tristeza, o alegría encubierta.
Despedirse entonces de los recovecos de la infancia, en donde era
previsible reconocer las otras presencias. Podía ser aquel ropero que
alineaba viejas formas de chiffones y lentejuelas; podía ser aquel baúl
amontonando restos de un “Baile Rosa” en el carnaval desintegrado de
1911; podía ser, por qué no, el vitral fragmentado en los paneles de una
puerta angosta entornando policromía de jardines que se imaginaron o
creyeron ver, en una tarde de hace muchos setiembres. Y es todo atrás: una interminable
Confitería Americana de entreluces descendiendo a la porcelana de sobrios
aromas; los ángeles de la fuente perpetuando en sus sonrisas fantasías
de matrices y cabildos; el zaguán de piedra precediendo el centenario
museo de maravillas, preguntas, manos pequeñas aferrándose a las otras
que conocían el secreto de las vitrinas, la imposición de los arcabuces
y la controversia de los lienzos dimensionando el propio sentir,
desprovisto de palabras y con tan sólo pupilas que no cesaban de
dilatarse ante la imponencia de caballos, espadas, heridos y llanuras de
combates afantasmados. Y es todo atrás... Hasta ese mismo caminar
redescubriendo la ciudad que indefectiblemente se fue perdiendo poco a
poco, tan acompasadamente como aquellas luces en el horizonte, que
evolucionan lentas hacia la boca oscura de la bahía acollarada de casas
humildes, fábricas detenidas en sus chimeneas apagadas, cafetines en
declive y boliches de mármoles veteados por el empecinamiento de la
amargura. Y es todo atrás... Como los tantos besos finales que
despidieron –una mañana de avenida, o bajo las gaviotas de la Punta
Brava en tardes que no tuvieron noche- a los rostros que posteriores días
fueron destiñendo en la precaria tela que trazó lo que sí, sucedió
alguna vez, pero ya no. Así entonces este retorno a lo que es
calor en el cuarto, este cuarto de clavecín, hojas de oficio, cigarrillo
que se enciende con la persistencia de la esperanza en el próximo día.
Porque no hay vestigios de albores más allá de los visillos y llegando a
la calle yaciente bajo el mercurio; asfalto abandonado entre edificios que
ahora sólo cumplen con otorgar siluetas desiguales a la carencia de
constelaciones que se arquea sobre los ladrillos, el cemento, la carne de
alguna soledad. Aunque es de suponer que no suceda aquí,
donde Couperin cede a Frescobaldi o la Toccata undécima en Sol que trepa las dimensiones de la pieza;
donde los cuadros, los retratos y los libros justifican las paredes; donde
los otros leños esperan turno para caer en la fragua cóncava, retornando
en calor que haga rezumar alguna que otra imagen, alguno que otro palpitar
de la jornada pasada... Porque el amanecer que viene no se avizora sino en
acertijos que anticipa ese silencio exterior de una noche que nos penetra
en parte, en certeza de un frío redoblado que la salamandra aleja en
chispas y murmullos de mil duendes carboneros. Y nada nos prohibe hablar, entretejer,
dibujar tecleos llamando a la bahía de pesqueros escorándose junto a
muelles de contrabando, marineros semidormidos o polacos retornando, entre
tumbos, a sus camarotes de fotos, cervezas y nostalgias de Szczecin, que
borren a la mujer que quedó contando dinero en un hotel de Juan Carlos Gómez,
o quizá camine apresurada rumbo a recuperar su sombra entre las otras que
se agitan al son de cumbias tras los luminosos del “Universal”, o del
“Brooklyn Bar” si es que todavía están allí, muriéndose entre
dialectos y caras de sueño. Seguramente que nada nos prohibe hablar,
entretejer, dibujar un calor de clavecín, una música de salamandra, un
cigarrillo de imágenes que no queremos que se apague, un tecleo de voz
que sentimos muy cerca –desde otra noche, como siempre próxima y
distante- enmarcada en el perfume que baja del peinado diferente a aquel
otro -el de hace muchas primaveras- que sin embargo arriba a las arenas
que remueve la memoria. Es el retrato de uniformes grises y expresiones
inocentes; es la inocencia de esa sonrisa especial que advertimos entre
las otras, muy en el fondo de ese momento vuelto papel encuadrado;
aproximando el recuerdo de la amiga; rubricando similitudes de los
primeros años, con ojos que también se abrieron a este mundo de guerras,
multinacionales y miseria; mundo que en su caos reabrió senderos de
imprevistos caminares llevándonos al reencuentro. Y ya no fue la clase con el jardín de
juegos del otro lado del ventanal. Fue en cambio cualquier sonata para
cello y piano, dos butacas con los programas descansando sobre los abrigos
doblados y finalmente un cóctel que después fueron las dos cervezas de
la invitación cerrando veladas en ese “Ley Seca” de Capones,
Dillingers, incautaciones y masacre ornamentando las paredes –en donde
antes hubo viejos lobos de mar y monjes violinistas-, nuestra mesa de
madera y por encima el diálogo que nunca cesa en sus incansables
descubrimientos de que, felizmente, estamos existiendo... ... Como Frescobaldi, las brasas que
siguen cayendo, la noche que perdura fuera y cierto atisbo de claror que
nace dentro; aunque por ahí resuene la pregunta inesperada: ¿dónde
quedarán los libros, los discos, los cuadros y retratos, y el té sin
preparar, cuando ya no estemos? Y la interrogante inútil es dónde
quedará ella cuando este cuarto ya no sea vahos de música e imagen,
cuando ya no sea presencia de robe
de chambre encorvada sobre el tecleo que machaca las horas nocturnas
llamando a ese otro día, aunque sin gritos y con calmada entrega. Porque se acerca la habitación de un
hotel en París V; Père-Lachaise en las primeras horas de una tarde
particular o 22 de febrero depositando emociones bajo el perfil de Frédéric
Chopin; caminares por Champs-Elysées de las infaltables sillitas y las
copas blanqueadas en los despertares de invierno; la baguette compartida con el recuerdo de esa otra ciudad a orillas del
estuario que un tango adormezca; el detenerse breve en Pont-Neuf, girando
Place Pigalle, o de frente a la Conciergerie de futuras fiestas
medievales, con arco de salterio acariciando frótolas y bajadanzas que
nos devuelvan su rostro. Y finalmente, llevados por ese recuerdo y
pasadas lecturas, Luxemburgo nos ofrecerá un rincón de flores para que
en él abramos la botella festejando nuestra íntima consagración del
vino rojo, en honor al Miller desfachatado en los tiempos de Clichy o
Ville Seurat. Entonces, no habrá pregunta de adónde
quedó la amiga del ballo in
maschera, en ese viernes brumoso y frío por donde surcaron
reminiscencias de castillos, ecos de The Clash e indiferencias de alguna
ninfa o bruja. Ella seguirá estando en ese caminar por
la Île de la Cité; entre arbotantes y burla de gárgolas asomándose al
mercado de acuarelas, teteras antiguas y fotos sepia admiradas, analizadas
u observadas por el tráfico de turistas; en ese encender del cigarrillo
augurando reflexiones de viejomundo o cuando, liviana la botella, le
dediquemos el postrer sorbo al igual que se dedican las palabras postreras
de un tecleo fermentado en lo que antes fue noche de junio y que ahora, en
la evocación que viene desde su auspiciante sonrisa, trae consigo
primaveras que inundan el cuarto, penetrándonos. Setiembre de picos apuntando a las nacientes tonalidades del óleo mañanero, con sonidos dulces como la palabra amiga, esa a la que confirmamos siempre desde un saludo, dos butacas, cuatro cervezas; esa que nos responde siempre desde su serena altivez y en cuya mirada volvemos a corretear una infancia, anhelando jardines junto al ventanal eterno de una clase; intimando la calidez de una mesa de madera, por encima de la que el diálogo le da la bienvenida a nuestro reencuentro de Montevideo... de París. |
Guillermo
Lopetegui
Se publicó en "El parque de los últimos regresos" (Monte
Sexto, Montevideo, 1987)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
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