Su belleza
Guillermo Lopetegui

Recuerdo cuando me hablabas de su belleza. Sí, muchas veces me la reiteraste: te levantabas por la madrugada –dejabas que tu esposa siguiera durmiendo- y subías los escalones alfombrados que te conducían a su habitación de niña. Sí, pienso que, en definitiva, es bueno recordarlo nuevamente. Y me gustaría que fuera tu voz la que me estuviera hablando, como tantas otras veces, y no esta otra que me grita dentro de la cabeza.

Te apoyabas contra el marco de la puerta y encendías un cigarrillo. Allí te quedabas, inclinado en la penumbra y contemplándola. Su cabellera rubia le cubría un ángulo del rostro, y no podías ver sus párpados cerrados ni hurgar en la picardía de sus sueños adolescentes. Girabas la cabeza a ambos lados de la semioscuridad, encontrando las muñecas que le regalaste cuando tenía seis años. Las contemplabas feliz, con tranquilidad; y la contemplabas a ella.

Sí, siempre me hablaste de su belleza... y también de su soledad. Y quizás, en esa belleza que exaltabas a cada momento de tu vida, estaba la justificación a aquella soledad. Sus paseos solitarios por los bosques del colegio; el desear permanecer entre tus brazos o los de tu esposa.

Alguien mencionó una vez su perfil renacentista. Y fue cuando me encargué de buscar en un libro muy antiguo la verdad de todo aquello. Recuerdo no haberlo encontrado en una u otra lámina aisladas, porque era cierto: todo el libro estaba encarnado en su perfil; también su voz inalterable, su andar lento, su espíritu, sintetizando en esa certeza de su belleza, la esencia indispensable de que se inspiran los sueños y las realidades de los poetas y aventureros.

Sí, muchas veces volviste sobre el tema de su belleza. Y ahora esta voz que escucho dentro de mí reproduce las palabras, tus palabras.

Un día ya no fueron los tuyos o los de tu esposa sino mis brazos los que la rodearon en silencio, firmes contra su cuerpo. Una tarde de agosto. Sí, eso también es sencillo de recordar. Y en ella claudiqué de un largo peregrinar por entre los caminos anfractuosos de mí mismo; disipé el deseo de encontrar finalmente aquel monasterio lejano, o la choza a orillas de un río que no figura en los mapas, o la dudosa suerte de cierto supuesto suicidio redimidor, o la impostura de autorrechazarme a veces hasta el odio o de sentirme víctima propiciatoria otras.

Su belleza. Sí que no la olvidé. Sus movimientos, sus ojos, sus labios, sus orejas: me acercaba a ellas y le musitaba al oído una y otra vez cuánto la quería, la amaba, la veneraba. Pienso que era para una sola cosa: ser contemplada lo que nuestra propia finitud nos permitiera, porque se suponía que su belleza pertenecía a la eternidad. Todo, hasta aquel día.

Ese día. Llegó y lamentablemente lo tengo que recordar. No puedo escapar a su evocación, a la certeza de que lo perecedero acabaría triunfando sobre lo supuestamente inmarcesible. La voz continua golpeándome las concavidades craneanas: "¡Sus ojos! ¡Sus labios! ¡Todo su rostro!...". Así también se expresaban tus palabras, pero la voz que gira destrozando mi cabeza me dice con fuerza: "¡El día! ¡Los gritos! ¡Las lenguas de fuego que escapan por las ventanas! ¡Tu desesperación saltando uno y otro los escalones cubiertos de algo que se va metamorfoseando en una materia difícil de clasificar! ¡Tu pasada tranquilidad que no podía prevenir este día! ¡que no pudo evitar este final!".

Sí, a veces me invade la sensación inútil de querer volver a conversar contigo acerca de su belleza.

Es de noche. Por la ventana de nuestra habitación veo la lluvia, la lluvia que ha vuelto barro los caminos por donde alguna mañana transitamos juntos, abrazados, intercambiándonos las futuras variabilidades de una dicha compartida por los dos.

No sé cuánto hace que estoy sentado en esta silla; no sé cuánto hace que vengo recordando la felicidad de otros días y otras noches allí, en la cama que tengo a mi lado. Mis manos sostienen otra temblorosa y húmeda; otra que se toma fuerte a las mías dejando sentir, veladamente, cierto temor a que me vaya, a que la abandone. Pero, ¿y adónde podría ir? Está aquí, apretando mis dedos, mientras mis ojos se desvían de la ventana –donde se proyecta un telón de atardecer gris, sin últimos rayones de un crepúsculo colorido- para buscar las fisuras de las paredes. ¿Qué otra cosa puedo mirar?... Sus ojos, sus labios, su pelo, su cuerpo: todo se resume en una mano temblorosa y húmeda, una mano por donde se traduce el miedo a una imposible próxima soledad.

Tú me hablaste de una belleza. Ahora yo te puedo hablar de un espíritu o una cabellera rubia, todo y nada reducido en la desesperación de cinco dedos que se crispan entre los míos. Porque todo aquello escapó un día quién sabe adónde, para resolver su hasta no hace mucho imposible inexistencia, y porque de aquella belleza que a ti tanto te gustaba exaltar, hoy sólo queda esto húmedo y tembloroso que mis manos sostienen... con dolor.

Guillermo Lopetegui
Se publicó en "El rostro de Margarita Shaw" (Ediciones del Grupo de los 9, Montevideo, 1981)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Muertes

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