El rostro de Margarita Shaw
Guillermo Lopetegui

1

Esa mañana de invierno la casa de Margarita Shaw amaneció despidiendo lenguas de fuego por sus ventanas y sus puertas. Los niños fernandinos, haciendo equilibrio sobre sus bicicletas, contemplaban la escena semiocultos entre los pinos; otros, los más aventurados, se habían arrimado a los portones que, durante tanto tiempo, protegieran los jardines y la fuente de aquellas presencias extrañas.

Todo iba cayendo de a poco: los lienzos originales, el cortinado, los pesados estores; la baranda de la escalera que conducía al primer piso era abrazada por un destornillador rojo-amarillento.

De una de aquellas ventanas del primer del primer piso los bomberos bajaron un cuerpo envuelto en frazadas. Abajo esperaba la camilla y una ambulancia que no dejaba de emitir los impresionables guiños de su luz.

El siniestro se fue volviendo ceniza con las primeras horas de la tarde. Alguien comentó que no todo estaba perdido y que las lenguas de fuego no habían dañado mayormente las habitaciones de la planta alta. Un deprimente tono oscuro predominaba en la planta baja; fuera, en el jardín, las curvas barrocas de unas sillas de mimbre se mostraban ahora carbonizadas y retorcidas, caídas de costado sobre el césped.

La ambulancia se alejó por República Argentina.

Algunas personas se amontonaron a lo largo de la calle y otras se arrimaron a los ojos rectangulares de sus bungalows, los pocos bungalows que permanecían habitados en aquella época del año. Gestos de impresión... Sabían bien a quién llevaban de urgencia bajo sirenas y guiños impresionables: tés, veladas nocturnas, tardes en el puerto viejo, cuando aún la mirada podía extenderse más allá de Roosevelt permitiendo apreciar el lento mecerse de los bosques de eucaliptos y de pinos. En una época fueron lujosos Fords del cuarenta los que de a ratos interrumpían esa sensación extática, el flotar en uno mismo, la despreocupación, la mirada perdida. Pero la máxima impresión la causaba un Jaguar blanco. Lo conducía Alfredo: el chofer, el secretario, el emisario, el hombre de confianza. Así lo habían considerado siempre sus patrones. Así lo consideró la hija de ambos cuando pasaba tardes enteras escuchando por boca de Alfredo, anécdotas que se remontaban a la época en la que el señor Shaw mandara construir su casa de veraneo, de cara a las suaves ondulaciones oceánicas de La Mansa.

Una torre de veinticinco pisos arrojaba su ominosa sombra rectangular sobre las últimas emanaciones de humo que escapaban de la casa.

Sólo un cuadro –increíblemente- se mantuvo en pie. Se trataba de una pintura que reproducía a una joven sosteniendo un misal en su mano derecha y dejando descansar un rosario sobre su falda rosa; al fondo, un templo dórico se esfumaba entre el trazado verde de los árboles. ¿Era una muchacha?... Sí. Sus brazos muy blancos, confundiéndose casi con la transparencia del vestido. Una muchacha.

Poco a poco el lugar fue quedando vacío; poco a poco se fueron dejando de escuchar los comentarios en voz baja; poco a poco, también, me fui acercando a las lanzas del portón. En una época lejana casi todas estas casas eran construidas con portones de lanzas que las rodeaban en silencio; construidas, además, con ventanales amplios, con cocheras amplias y con jardines que lucían pequeñas elevaciones sobre las que se había colocado un jarrón de mármol de Carrara o un juego de sillas y mesa de mimbre en el que se tomaba el té y desde donde la porcelana reflejaba el naranja de las tardes al morir.

 

2

Sobre el escritorio se amontonaban las crónicas sociales de todo un verano: fotos en el Hípico, en el Country, en los veleros y yates extranjeros; sonrisas, copas de champagne, desfiles de moda; el carrusel de smokings y sedas de un blanco intenso avivaba el lugar, sumergiéndolo en una continua atmósfera de ensoñación veraniega.

Las fotos, las crónicas, las fechas... Todo destinado a un álbum que algún día, quizás, se perdería como todo aquello.

 

Una vez la vi ganar un torneo de tenis.

La vez que estuve más próximo a ella; tan próximo que...

-La felicito por el triunfo.

... que cuando se alejó -rodeada por su inseparable séquito de acólitos o de algo parecido a todo aquel elemento muchas veces circunstancial, que sabe estar del lado de los triunfadores, robándose para sí al menos un poco de la notoriedad y los beneficios anímicos de ese galardón ajeno- tuve deseos de seguirla, de perderme con ella, en ella y en su vida.

Fue la época en la que un amigo me tenía como huésped en su casa. Y por momentos yo creía que la amistad, a veces, parecía una soga que nos maniataba hasta hacernos sangrar las muñecas una contra otra.

-Hay que reconocer que está fuerte, sí -comentó Armando sin mirarme, a medida que nos alejábamos de la cancha.

-¿Por qué no se casó?

-Tal vez porque está muy cómoda bajo la protección que le da la casa paterna y temerá meterse con alguien y que luego, algún día, por ahí la dejen cuando ya sea una pobre vieja.-Armando alzó la mirada a una torre que asomaba sobre Roosevelt-: Lo que me pregunto es si ella vendería su casa...

-¿Venderla?

Armando metió las manos en los bolsillos, imponiéndole a la voz un tono más afectado:

-Su fortuna ya no es la de hace algunos años. Y tiende a achicársele cada vez más si es que, como dicen algunos, ella no acepta la oferta de un consorcio argentino. Le ofrecieron dos apartamentos y no sé qué cantidad de dinero con tal de que venda y así puedan edificar en el terreno donde ahora está la casa; y su terreno es uno de los más cotizados.

Me pregunté si para ella la vida seguiría teniendo algún sentido una vez que aceptara aquella oferta. Seguramente no. Y en su segura rotunda negativa estaría demostrando no ser tan frívola como mis tías pensaban.

Esa noche la vi elevarse como una reina rumbo al restaurant de “El Torreón”. Recordé la fecha: su cumpleaños. Una estúpida idea me cruzó la mente, y continué tomando mi café bajo las luces de “El Mejillón”...

“Guardo un álbum de recortes que hablan de usted.”

“Me hubiese gustado seguir charlando luego de su triunfo en el torneo.”

“Este regalo, bueno, yo sabía que le agradaría...”

...¿Y qué regalo  podía ser? ¿Qué era lo que más le gustaba que le regalaran, si es que había algo? Pero, ¿qué le podía importar mi regalo, cuando quién sabe qué potentado le estaba organizando una fiesta a un centenar de metros sobre el nivel del mar, la península, los bosques...?

En mis veinte años pensaba que una mujer siente atracción por algo muy especial, por algo que parece adornar su carácter, complementar su personalidad, encontrándole esa otra parte que permanece oculta, una parte que a veces ni ella  sabe en qué lugar recóndito de su ser se encuentra, pero que al encontrarse la hace sonreír y le hace pensar que el genial ofrendante es un hombre como no hay otro en la Tierra; no es rico ni pobre; simplemente es el hombre que descubrió de ella la concluyente clave de su personalidad.

¿Alguien ya lo habría descubierto? Y si no...

“¡Estoy encantada! Un hombre tan joven; un muchacho... ¡haber descubierto que esto siempre me gustó y jamás, hasta hoy, lo había podido tener!

Esto. ALGO. ¡¿QUÉ?!...

Armando me saludó con su negligencia habitual y se sentó frente a mí: ¿la habría advertido cuando se elevaba a través de la noche, surgiendo luminosa entre aquella decena de personas metidas en el ascensor transparente?... Nunca me había gustado su modo de referirse a Margarita Shaw: a su tono negligente le agregaba cierto gesto de desprecio hacia su persona. Curiosamente no hizo comentarios, pero estoy seguro de que la vio.

Abrí la conversación con algo que no parecía venir al caso:

-Si quisieras regalarle algo a una mujer, algo muy singular, claro, y no sabés qué, ¿a quién te dirigirías para averiguarlo?

Armando se acercó a mí y torció la boca:

-No soy de los que les hacen regalos a las mujeres y odiaría el tener que verme, algún día, en la obligación de hacerlo por algún compromiso impostergable... Pero contestando a tu pregunta te diría que, bueno, preguntaría a alguien conocido de ella qué es lo que le gustaría que le regalaran a... –dibujó una sonrisa, una línea de café que se estiraba sobre el labio superior-...a una mujer.

3

“Espero sepa entender, y no tomarlo como atrevimiento de mi parte, esta resolución de dirigirme a usted por escrito. Hace muchos años que vengo juntando recortes de prensa que siguen la trayectoria de la señorita Shaw y casualmente ayer fue su cumpleaños, como usted lo sabe mejor que yo.  Aprovechando que la conoce como nadie en este mundo, me permito preguntarle: ¿qué hay de interesante que la señorita  quisiera aceptar como un regalo atrasado? Sería un regalo que iría acompañado del sincero afecto de un admirador que no quiere ser anónimo. Tampoco quisiera caer en reiteraciones, aunque sé perfectamente bien que Margarita Shaw habrá recibido objetos mucho más preciados que lo que mi condición actual está en situación de ofrecerle. Me alojo en la casa de la familia Gonzaga (Dodera y Julio César) por lo que espero su respuesta de un momento a otro. Me despido de usted esperando sepa disculparme por esta carta que quizás le resulte un tanto atrevida.

Alejandro Lanza.”

Pasaron los días y la respuesta no llegaba. Nunca llegó.

 

Aquel verano se fue como tantos otros. Y si la década que terminaba había sido de búsquedas, tropiezos, errores y más de un fracaso, la que se venía tenía que ser de encuentros forzosos, de concreciones definitorias, de apoyarnos en una estructura lo menos endeble posible. En suma: o salía a flote o me hundía en un infeliz anonimato.

Dejé de lado el álbum de recortes y el tiempo que siguió lo tuve que ocupar en leer los textos relativos a asuntos económicos, política exterior, relaciones internacionales... Apenas echaba una ojeada a la página de sociales, relegada por los estudios como aquel paraíso de tres meses ahora solitario y lejano.

La estrechez de mi dormitorio me encontró de nuevo inmerso en la atención forzada a que me obligaban los textos y cuadernos de apuntes.

Sólo una vez, en un invierno que ya no recuerdo, tuve la idea de visitar el chalet de Margarita Shaw. Llegué a él guardando siempre una respetuosa distancia con el portón. Un jardinero se encontraba agachado junto al brocal de la fuente. Limpiaba el piso cubierto de hojas secas y barro de la lluvia pasada. Las risas de unos albañiles me sacudieron la espalda, me arrancaron de cierto letargo en el que me hallaba. Estaban construyendo una torre que taparía para siempre la visión del mar y de la isla Gorriti.

Un viento frío cruzó el jardín. Me hizo apretar los puños.

Cinco días después estaría en un lugar más frío aún, a muchos miles de kilómetros de ese chalet que tenía alzándose a pocos metros de mí; un lugar donde nadie sabría de la existencia de Margarita Shaw; ni yo sabía dónde estaba ella ahora.

Me aproximé un par de metros, parándome nuevamente algo más cercano al portón:

-¡Jefe! Querría hablar con la propietaria...-me decidí.

El jardinero se incorporó. Caminó hacia mí secándose el sudor de la frente.

-No se encuentra. Creo que está en Montevideo o Buenos Aires. Antes de ayer pasó por acá y me dijo que me pagaba por adelantado este trabajo; pero también me dijo que era el último. No sé.

Di un paso adelante y me animé a apoyar mis manos en dos lanzas del portón; las fui cerrando alrededor con fuerza...y con algo de ternura.

-Así que seguramente no vuelva...

-Hasta el próximo verano lo más seguro que no –pareció cortar el hombre, si bien  estoy seguro que no pretendía sonar grosero.

 

Caminé hasta la rambla y crucé los médanos de La Mansa hasta la orilla.  A lo lejos, tras una niebla que comenzaba a expandirse, la silueta de Casapueblo se alzaría como un blanco y artístico testigo de tantos veranos pasados; con sus torrecitas en todas las direcciones guardando, quizás, las imágenes de mil sueños entretejidos por sus habitantes. El Congo o Nueva York o la Antártida... Quién sabe dónde estaban aquellas almas aventureras. Y como ellas, también Margarita estaría en un lugar que, desde la soledad de la playa, se me antojaba lleno de vida, de voces, de luces multicolores como las que llegan hasta la playa y descubren el misterio de la arena y la espuma nocturna, en las noches cálidas de los veranos esteños.

Los granitos se pegaban a mi traje oscuro y la humedad de mis pasos no se confundía con otros: la única comunicación entre el paisaje y el traje oscuro –como un lunar, flotante en la legua blanca de la playa- era el imponente silencio, un silencio al que algunas gaviotas cruzaban indiferentes, perdiéndose en el crepúsculo frío y monótono alterado sólo por la silueta lejana de la isla: un pequeño atolón de cara al brazo, extendido sobre las aguas, de hormigón y faro, calles desiertas y bares cerrados. Una ciudad  que dormía su sueño de invierno, aunque permaneciera inalterable la majestad de sus torres alzándose como centinelas gigantes hacia lo que ya casi era la eternidad de pocas estrellas y muchas sombras.

Por un momento deseé buscar la compañía del hombre de barba y gorro, de dibujos y lápices sostenidos por su brazo y sus dedos que siempre guardaban el gusto del mar. Caminar con él indefinidamente a la espera de otro verano, de otro motivo para sonreír; a la espera de un Jaguar blanco transitando sin prisa el asfalto hirviente de la rambla en dirección a uno de los chalets más antiguos y majestuosos desde cuyas ventanas el devenir de las décadas había permitido apreciar la variabilidad oceánica conforme una jornada llegaba a su fin dando comienzo a otra.

Ahora dependía de mis propias resoluciones. Era el dueño absoluto de mi futuro.

Me volví a la inmensidad marina: casi sombras, casi susurros. Ya no se divisaban los minaretes de Casapueblo; apenas las torres insulares. El viento frío parecía echar velos contra el parabrisas de mi auto.

Consideré que también era el dueño absoluto de los recuerdos.

4

El viento de la madrugada remueve el aire pesado, encajonado desde la tarde a lo largo de la avenida. El viento, enloqueciendo las siluetas alargadas de las palmeras, se alza llevando en su mano invisible hojas de diario, envoltorios multicolores de lo que  por la tarde fueron helados, servilletas que todavía guardan el perfume de unos labios argentinos.

En los paños verdes choca el ruido nacarado; chocan los cubos de hielo; miradas expectantes que sostienen un cuarto whisky; habanos asfixiados entre dedos amarillentos y gruesos, de uñas perfectamente bien cuidadas; cabezas calvas; mocasines blancos; mujeres que apoyan un brazo bronceado en la barra del boliche apenas iluminado. De nuevo el carrusel policromo: viene y va ocultándose de la luz y escapando hacia la luz. Cabelleras enruladas, murmullos que se mezclan con los sonidos del saxo lejano que viene de un disco, de varios discos, de miles de discos que sepultan la noche balnearia, el pasajero marco paradisíaco; porque de nuevo se han visto las caravanas de autos, de casas rodantes; las inmobiliarias aceleran su ritmo comercial y el rugido de un BMW asciende por la mañana de la Panorámica. De nuevo Casapueblo se despierta con las voces de gentes venidas de los cuatro puntos y en sus interiores alguien creerá caminar por las extensiones desérticas del Yemen, o jugará con un coco carioca, o pensará que aquella que camina solitaria por las terrazas que coronan la Ballena es la Mujer, la Muchacha, el Sueño más preciado, el Sueño que ya está feminizado ahí: caminando entre tapices persas, esculturas precolombinas, pinturas francesas, música que parece emerger de un sentimiento muy antiguo, de almas de otros tiempos. Y Ella es la pieza definitiva de un rompecabezas armado con ilusiones. El arquitecto universal. El errante de las estrellas; de esa mañana a la que le arrancará melodías oceánicas...

La metamorfosis se ha venido arrastrando desde allí, y ya en enero la pequeña ciudad vuelve a ser paraíso y vuelve a bailar sobre su lecho de algas.

Los albañiles parecen haber terminado su trabajo.

 

Allí quedó, como maravilla de este tiempo, una imponente creación que se levanta en veinticinco pisos sobre la calma de La Mansa; una creación que proyecta el rectángulo de su sombra sobre el jardín, la fuente, las sillas de mimbre, el cuerpo delgado y apenas cubierto por una malla violeta.

Una mujer de cuarentaidós años.

Sobre la mesa: jugo de naranja frío, un paquete de cigarrillos recién abierto, un diario de la mañana...

“COMENZÓ CON EL BRILLO HABITUAL LA TEMPORADA EN PUNTA DEL ESTE.”

La mujer cierra los ojos y apoya la cabellera enrulada contra el respaldo de mimbre. Por la puerta entornada que conduce al living llegan acordes. El Finale de la Patética se mezcla con los ruidos de la rambla que a veces se parecen a los últimos ruidos de motores que van al encuentro de las próximas luces, del vértigo, de los primeros vientos de la tarde.

Los vuelos de las gaviotas dibujan medialunas de sombra sobre el pecho pecoso de la mujer. El Finale... La Patética... El cello la recuesta sobre sus acordes, la lleva por el tiempo, por los años; la lleva a lo largo de una costa muy blanca que hacia el Norte, transformándose,  da lugar a copas de pinares infinitos que parecen estar pintando eternamente el horizonte. Las ilusiones de la juventud, de la adolescencia, de la niñez... El mar subía al cielo y el firmamento bajaba a las profundidades espesas, líquidas, en penumbra. El viento corría sin prisa llevando consigo los recuerdos de la arena, del aroma de los bosques, del encanto de las casas que se levantaban como fortificaciones solitarias sobre las cumbres onduladas.

La niñez, la adolescencia... y esta madurez.

Abrió los ojos y se volvió al portón: el Fiat amarillo venía dando vuelta en torno a la fuente. Una voz aguda: casi rozó el chillido:

-¡Te estuvimos esperando!

La mujer hizo un esfuerzo para armar la sonrisa. Se incorporó sobre la silla y esperó con entrega a que la otra cerrara las puertas del auto, encendiera un cigarrillo y se echara un mechón rubio a un costado de los lentes enormes y tornasolados. La voz se hizo menos aguda y más impersonal:

-¡Este fósforo!... Cuando venía para acá noté que esa torre te quitó gran parte de la luz del sol...

-Y bueno. Esto iba a empezar a cambiar tarde o temprano. Todo sigue siendo de categoría, pero de una categoría menos restringida –contestó con tono parsimonioso la mujer de la malla violeta. Luego elevó brevemente su mirada a la silueta cercana y rectangular.

Caminaron hacia el interior de la casa.

Música, café, cigarrillos. A alguna hora de la mañana el diario había quedado momentáneamente abandonado sobre la mesa del comedor, abierto en la página de los entretenimientos. El horóscopo y el crucigrama. Letras escritas con un trazo delgado. “Escama”, “Chopin”, “Coral”, “Hipoc...”.

-¿“Hipocampo”?

-¿Qué?

-Aquí: ¿estabas escribiendo la palabra “Hipocampo”?... Te falto...

-Ah sí, ya sé. No estaba...

-Viste quién se casó ayer, ¿no?

-No, no vi.

La voz impersonal se volvió de nuevo aguda y simpática:

-Aquel que era representante de ropa Saint-Laurent... El que... creo... que había salido un tiempo contigo, ¿no?

 

Apenas una semana atrás, en Montevideo.

Ella encendió la luz de la mesita. Los dibujos de la pantalla cayeron sobre una libretita, una caja de cigarrillos medio arrugada y la esfera de un reloj. El hombre dormía con la frente contra el hombro femenino. Los mechones de pelo gris aparecían tras las orejas como paja recién estrujada. Ella recordó la tarde; recordó los besos y las caricias; recordó un extraño malestar: la escasa convicción en la vaguedad de aquellos besos que le llegaban de a ratos, queriéndole demostrar cierta forma de la ternura aunque elaborada no sin poco esfuerzo por ese que ahora dormía y cada tanto dejaba escapar entre los labios un rápido ronquido.

Trató de olvidarse. Lo besó en un hombro, sin despertarlo. Lo siguió besando. Con más suavidad.

 

-Sí, salimos algunas veces; no muchas.

-¡Estos tipos!...

-Me alegra que hayas venido, pero estoy un poco cansada. Bueno, pensaba dormir una siestita, ¿viste?

-Dormí tranquila, yo ya me voy. ¡Ah!, dentro de dos semanas nos mudamos, pero provisoriamente: el que te dije y yo resolvimos vender la casa. De aquí a un año y pico nos dan un apartamento sobre la rambla y no sé cuántos dólares, así que vamos a estar en lo de mi suegra. ¿Te acordás dónde es? Rincón del Indio: la casa de techos amarillos que está en la calle que desemboca justo a doscientos metros de “El Pacha”. Nos vemos. Nos llamamos antes.

-Te acompaño a...

-¡No embromes! Seguí con lo tuyo. En cualquier momento le digo al que te dije que te presente a alguien como la gente y nos vamos a bolichear por ahí, ¿okay?

El coche se alejó unos metros por República Argentina y después, con la tercera a fondo, se perdió en el vértice gris del asfalto costero.

 

5

El misterio de las sugerencias.

He aprendido a captarlo; he esperado minutos y a veces horas.

De vez en cuando me vuelven imágenes que fueron bordando en el aire el aliento de otras voces. Y en ese aire existía un frasco de pastillas. Flotaba en la atmósfera azulada de otra tarde; de una tarde que quedó lejana; una tarde que yo mismo me encargué de borrar para siempre. Pero a veces, las imágenes escapan de esa prisión de olvido en la que las traté de ocultar. Ellas mismas se convierten en un cuerpo de mujer; un cuerpo que camina tambaleándose, sosteniendo el cigarrillo en la mano nerviosa de dedos medianamente largos y uñas bien cuidadas; dedos que antes se habían hundido en la calidez de la arena y los pliegues tersos de las sábanas.

Una cama solitaria. Aquella tarde todo se volvió confuso: una puerta fueron mil puertas. El frasco casi vacío. La náusea que le sacudió el camisón. El cigarrillo formó espirales junto a su boca, reflejándose como una criatura del infierno contra sus ojos donde comenzaban a aflorar lágrimas.

¿Cómo? ¿Por qué? ¿Dónde empezó realmente todo? ¿Cuál fue la fuerza que impidió recoger ese cigarrillo? Calor... Sofocación... Un demonio que comenzó a correr, a bailar y a reír, y que intentó alzar entre sus brazos escarlatas el cuerpo desvanecido de la mujer.

La mano temblorosa, sostenida por las mías, se ovilló entre mis dedos para luego aquietarse. Un pájaro herido. Un pájaro que no sabemos si ya murió o apenas duerme. Y allí están las curvas de sus uñas como picos nacarados que me cuentan secretos de otros días, de otros años, de otras épocas. Y allí está el manojo de tulipanes que –se me antoja- es su pelo, recordándome que otras veces fue acariciado y aspirado en todo su perfume. Y allí sigue su cuerpo, como un lienzo bronceado donde el sol esteño ensayaba dibujos confusos, brillantes, fantásticos.

El pájaro vuelve a despertarse y se sacude en las concavidades de mi mano. Ojos grises, nariz respingada, labios finos y curvados como las sombras de las gaviotas que se imprimían en su espalda.

“La felicito: fue un gran torneo de tenis.”

Quizás nunca sepa de quién salió el elogio. Quizás nunca sepa que hubo un hombre joven, un muchacho, un soñador, un iluso a veces que quiso encontrar el regalo exacto para obsequiarlo con la sonrisa exacta.

Pero aquí permanece el hombre; la posibilidad de empezar de una vez; el compromiso de mantener algo que los años se fueron encargando de echar abajo; algo que volverá a ser misterioso cuando el chirrido de las camillas haya quedado lejos, como las puertas que se abren y cierran y la soledad de los patios amarillos. Por allí mis pasos vienen y van; por allí los médicos me ven consumir una cadena de cigarrillos; me dicen que la paciente, tras una puerta que ahora está cerrada, podrá irse mañana por la mañana. Y se alegran de que uno de sus amigos la haya venido a visitar y luego se la lleve a los foros de su casa: una casa que volverá a ser la misma de antes.

 

Los portones se alzan recién pintados, protegiendo la construcción de las presencias extrañas. El agua de la fuente es tan cristalina como la época en que el refugio, el castillo, lo dominaba todo. El Jaguar blanco –siempre sereno en su andar- recorre las tarde de la calle República Argentina. Estaciona sobre los médanos, de espaldas a los minaretes y ondulaciones de cal blanca de una Casapueblo lejana. Y allí queda. Contempla tardes que se agitan, que dejan de ser serenas a medida que la vorágine de autos se acrecienta y vuela hacia otro tiempo; un tiempo que no existe en el recuerdo de Alfredo, en el recuerdo de Margarita Shaw... y en mi recuerdo; un tiempo posterior al nuestro, que permanece contenido, lejano, por las lanzas indestructibles de un portón que ha vuelto a ser oscuro.

La figura de Alfredo traza una tenue línea a lo largo de la costa; una mano enguantada se asoma por la ventanilla del auto buscando la mía; recordándome que es la hora de salir a caminar por la arena; la hora en la que el sol, en el Occidente, parpadea sus primeros sueños; la hora en la que los turistas se irán distanciando unos de otros en su carrera por llegar a la pequeña ciudad insular, metidos en el vértigo de autos que corren enfurecidos, impacientes; la hora en que su sombrero crema se vestirá con las primeras platas de la luna... como su cuerpo... y sus manos ovilladas entre las mías; como su velo cubriéndole el rostro; cubriéndole eso  que hoy me pertenece y que sin embargo... jamás volveré a ver.

Guillermo Lopetegui
Se publicó en "El rostro de Margarita Shaw" (Ediciones del Grupo de los 9, Montevideo, 1981)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
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