El rito |
De
vez en cuando vuelvo a leer los poemas y las cartas que ella olvida o deja
sobre mi escritorio. Por lo general lo hago de mañana. No alcanzo a
levantarme, ni siquiera destaparme, cuando ya enciendo el primer
cigarrillo que inicia la saga de dos cajas a lo largo del día. Extiendo
un brazo con dificultad, ladeando levemente el cuerpo, y deposito los
papeles sobre los pliegues de las sábanas, esas que ya no recuerdo cuándo
cambié por última vez. La lectura lleva veinte o treinta minutos. Cuando
vuelvo a dejar los papeles en el escritorio, contabilizo las colillas
aplastadas en el cenicero. Después, como todas las mañanas, vienen los
tres timbrazos de mediana duración e intensos. Busco entonces en el
desorden y por allí encuentro el bulto de la robe
de chambre tapando a medias una montaña de libros en el piso desde la
noche anterior. Camino descalzo, pasando de la tibieza de los listones de
madera a lo frío del embaldosado. Abro la puerta de calle y la abrazo,
besándola en la frente, la boca, el cuello, la nariz, los pechos; me
agacho y contra la pollera estampada mis labios buscan la casi certeza de
la hendidura de un ombligo, el relieve esponjoso de un pubis. Ella
se recuesta en mi cama, pero todavía no quiero que la claridad del día
descubra la delgadez de su silueta, las líneas firmes de su rostro, la
profundidad oscura y sencilla de sus ojos. No olvido el rito mañanero con
el que la recibo: su taza de café negro, su naranja, luego la continuación
de lo que no es sino un muy largo y único cigarrillo, aunque dividido en
cuarenta repartidos en dos cajas que, conforme siga transcurriendo el día,
se irán vaciando. No
sé la hora exacta, pero a alguna hora ella parece olvidar todo lo que
habló, calla, entorna los párpados, y extendiendo los brazos me hace
llegar lo que debe ser todo el perfume de su cuerpo... Mi robe de chambre vuelve a quedar desinflada sobre los libros y
tapando además algún ángulo de las tapas de todos esos discos que se
apilan en el piso. En la semioscuridad del dormitorio se pierden sus
gemidos, sólo audibles para mí; en la semioscuridad del dormitorio
percibo el punto luminoso de sus pupilas: insinuantes, comunicativas y
siempre sugerentes tras los párpados entornados. Guiado por aquellos
gemidos, aquellos párpados, aquel perfume que se desprende de sus brazos
como anticipo de todo un aroma que singulariza la piel de todo el cuerpo,
llego a la humedad de su boca, su cuello, sus pechos; la realidad próxima
y palpable de su ombligo, el calor que recorre sus piernas hasta
perpetuarse en el aparente principio o aparente final de esa esponja que
sube a la superficie, contorneándose, inquieta, para luego bajar a las
profundidades, a la tranquila brevedad de sus actos, en el refugio de su
muy íntima noche. Sus
labios vuelven a apretar el filtro del cigarrillo. Respira hondo y me pide
un peine. Allí el retorno del antiguo peinado, la serenidad recobrada de
su silueta erguida, la firmeza de unos ojos que ya no se insinúan, sino
que se muestran algo más grandes y enigmáticamente comunes en la mención
a ese disco que me pide que ponga, con su voz ronca o que yo creo escuchar
ronca en la mañana que ya comienza a tornarse en mediodía cuando abro la
ventana. Le concedo al día el derecho de remover el aire viciado de la
pasada madrugada, donde desde hace unos instantes quedaron flotando restos
de perfumes y olores; le concedo al día el derecho de volcar todo su
resplandor sobre nuestros cuerpos; de penetrar finalmente las dimensiones
del dormitorio, denunciando el desorden imperante con toda su luz. Algunos
ruidos de la calle se mezclan con su infaltable pregunta: “¿Qué
estamos escuchando?”. Luego viene la segunda lectura de las cartas y los
poemas. Empiezo
por los poemas, sigo por las cartas. Me refiero a ciertas expresiones que
pueden impresionar, asquear a veces. Ella se ríe y con sus labios
carnosos y de brillo intenso por la lengua que acaba de pasar en círculo
por ellos, trata de alcanzar los míos, en ese segundo en el que mezcló
un beso con un mordisco, para echarse nuevamente atrás y recobrar su
postura altiva recostada contra los almohadones de raso amarillo. Su voz
ronca, acompañada con los restos del humo que libera el paladar, me dice
que es mejor así; que es necesario incentivar el desconcierto, la
amargura, el dolor; que es imprescindible hacer caer aquellos esquemas; el
horror, el asco, la náusea son la única piqueta posible que puede
derrumbar la frágil integridad, la vaga seguridad, la ficticia altivez y,
en fin, todo eso que el contenido de ciertas cartas y ciertos poemas
dispersará con un soplo. Caluroso,
recientemente pesado, ahogado definitivamente en los ruidos de la calle,
el mediodía penetra por las ventanas del living, baja por el óvalo de
diseño mandálico del vitró, llena los rincones de un dormitorio cuya
escenografía está levantada con el desorden de los libros polvorientos,
los discos salidos de sus sobres, los cuadros torcidos, las pelotas de
papel y las alpargatas achatadas, agrandadas y polvorientas que parecen
olvidadas bajo la cama, donde se amontonan pelusas desde hace siglos. En
el mediodía ella se estira afinando su cuerpo, alargando los dedos de las
manos en procura de dar y enganchar la minúscula ropa interior, la
pollera, la blusa, los zapatos de taco alto –uno caído junto al otro,
que permanece parado en la posición en que lo dejó el pie-; guarda los
cigarrillos, el encendedor; saca dos nuevos sobres que deposita en el
escritorio: uno contiene una carta y el otro un poema. Cuelga la cartera
de un hombro y veo venir sus brazos en la última efusión que anuncia los
minutos futuros, la soledad, la lectura, el cigarrillo, la mirada clásicamente
perdida en busca de una respuesta que posiblemente daremos mañana, cuando
de nuevo se nos pida nuestra opinión. Sólo
tengo noticias de una aparente seguridad, de una mirada clara, de un
hablar nervioso y por momentos entrecortado. No sé hasta qué punto
importan el rostro, las manos, el pensamiento. Pero entre aquella vaguedad
de una idea que me fui formando a través de los días y las cartas y los
poemas y las noches no tengo más remedio que reconocer que existe, que
está en alguna parte, que no se oculta de los otros ni vive a veces en el
desorden de un dormitorio, cuando lo visitan por la mañana llevándole el
anuncio de que con ella arriban los últimos minutos de gemidos pasados
como los que luego oiré yo; de párpados entornados como los que yo
percibo en lo que para nosotros será la media mañana pero que para ellos
fue la medianoche... No importa mi lectura de las cartas y poemas, de mis sugerencias o mi búsqueda de una respuesta que seguiré dando quién sabe por cuánto tiempo más. No importa que al mediodía crea estar despidiendo a una mujer que acaba de renacer, renovada en sus deseos de venganza a través de la escritura despiadada de cartas y poemas que reclaman mi opinión y de esas respuestas que ella me pide a sus a veces caprichosas inquietudes. No importa que a lo largo de una mañana se vaya elaborando cierto tipo de esperanza que ya no crecerá pasado el mediodía, porque por las noches, cuando este cuarto quede lejos; cuando ya no se escuche una música que la mueva a preguntar “¿Qué estamos escuchando?”; cuando otra tanda de cartas y poemas que yo leí quede guardada con humor en algún cajón que no conozco, él sabrá, con placer, que lenta, pero firmemente, es el dueño del futuro; de la posibilidad segura de irla dominando cada noche más, aunque permitiéndole por algunas horas, seguramente de la mañana y hasta el mediodía, que sea ella quien se ilusione vanamente con la posibilidad de la venganza impresa en el papel o en este otro cuerpo, seguramente ignorado para él, aunque tan inútil como esos textos de una imposible liberación, porque no evitarán el que a ella la sigan destruyendo cada noche un poco más, y para siempre. |
Guillermo
Lopetegui
Se publicó en "El rostro de Margarita Shaw" (Ediciones del
Grupo de los 9, Montevideo, 1981)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Frustraciones
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