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Reflexiones caribeñas (I) |
“Guillermo tus palabras me emocionan y me estimulan a continuar con este espacio que hemos creado para que todos nos amemos y todos seamos mejores seres humanos cada vez más, en este mundo tan controvertido y de tantas escasez, gracias, gracias miles por estar dentro de nuestra familia, y siempre que veas las cinco, en el jueves de cada semana, recuerda que estamos pensando en ti y que seguro te leeremos y recordaremos, besos y de nuevo, estoy muy emocionada.”
Las palabras que preceden mis líneas, el comienzo de estas “reflexiones
caribeñas”, pertenecen a un ser exquisito que conocí en La Habana: Aries
Morales. Aries es la coordinadora –y yo digo que en principio también es
la orientadora- del Taller de Creación de la Fundación Nicolás
Guillén, que se reúne desde hace 15 años, todos los jueves, “a las cinco
en punto de la tarde”, en la Sala Nicolás Guillén –que tantos y tan
lindos recuerdos me trae, porque allí leí mis trabajos sobre Julio
Cortázar y Cintio Vitier, presentado por una también inolvidable Paula
Luzón, historiadora y pintora, gracias a quien, entre otros lugares,
conocí el Museo de Bellas Artes en su doble versión de Arte Cubano y
Arte Universal (que merecen un capítulo aparte)-, sala esta que
pertenece a la sede de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de
Cuba (UNEAC), que tantas veces visité y de donde a su vez la “guagua”
(el ómnibus o bañadera) nos llevaba a aquellos lugares marcados en el
programa –tanto del V Congreso del Proyecto Cultural Sur, como del 16º
Festival Internacional de Poesía de La Habana-, donde efectuaríamos
lecturas. Pero, volviendo al Taller de Creación, el mismo me honró
invitándome a visitarlo el jueves anterior a mi regreso al Uruguay, a
través de Helen Cairo: una de sus integrantes, poeta, con quien ya
habíamos mantenido una larga y muy fermental charla en las arenas de
Varadero, adonde habíamos marchado un domingo a las 7 de la mañana, con
otros colegas muchos de los cuales integran el taller de referencia. Y
como entre otras cosas le escribí a Aries Morales –desde la lluvia, el
viento, el frío, después la niebla en Pascual Beach, donde recién ahora
me recupero de una gripe bastante fuerte- y por lo que recibí su
contestación (que en parte obra como acápite de esto que escribo): “(…)
quedé encantado con
todo lo que se habló en el taller que tú tan bien coordinás; pero el
documental me dio otra perspectiva de todos los que allí aparecen y son
integrantes del taller, tanto por lo que cuentan como por lo que
recitan; y, “Menos es más”, asegura –con mayor conocimiento de causa- Mies van der Rohe; por eso en esta primera entrega –movido hasta por cierta nostalgia- de mis reflexiones caribeñas, no pretendo extenderme más, pero sí expresar que tuve la suerte de visitar un país, otro lugar de este mundo, una isla –en todo el sentido del término- donde a pesar de la escasez material –muy presente en Cuba como en el resto del mundo, como bien expresa en su contestación Aries Morales- el pueblo se sigue moviendo por otros presupuestos culturales, manteniendo la presencia del Arte –con mayúscula, como siempre lo escribo- en primer lugar; el Arte metiéndose en la cotidianidad; el Arte creando conversaciones entre dos que recién se conocen a lo largo de un paseo por El Malecón –que tantos recuerdos me trajo de nuestra montevideana rambla y en particular de nuestra rambla sur, allí donde las pocas manifestaciones que nos van quedando del colonialismo español, se materializan en esos restos de Cubo del Sur y cañón que sigue apuntando a posibles o inexistentes invasores, asomándose por esas troneras que quedan, como restos de lo que antes fue la Ciudadela, el Fuerte-; el Arte en boca de los taxistas que manejan sus “almendrones” –los Buick, Dodge, Ford, Plymouth, etc., que los norteamericanos parecen haber dejado olvidados en La Habana a partir del 1º de enero de 1959- explicándonos tal o cual obra que está integrando la Bienal de Arte que se estaba desarrollando, paralelo… ¡a tantas otras manifestaciones artísticas! Pero junto con esa presencia del Arte en primer lugar en cada esquina, también estuvo –y de seguro seguirá estando- esa eterna simpatía de los habitantes de Cuba en general y de La Habana en particular; simpatía y calidez, bonhomía y don para la charla, que bien podía desarrollarse durante una caminata por Obispo –peatonal y tan “Bulevar Sarandí” o Florida bonaerense-, la calle Prado en parte tan “franco-inglesa” con sus hileras de árboles alternados con columnas de alumbrado del siglo XIX y leones rugientes custodiando a ambos lados las escalinatas en Prado y Colón –donde se encuentra el viejo y querido Hotel Caribbean, que supo alojarme por espacio de 15 días- o Prado y Neptuno, donde con los días aprendí a meterme en otro de esos almendrones y pagué en moneda nacional y no en cuc –la moneda del turista- sintiéndome un cubano más un un alegre exiliado que eligió los soles del trópico para desde allí evocar su Montevideo natal, pero también otras ciudades “natales” donde me fui descubriendo y fui encontrando partes de mí que creía olvidadas o que nunca me imaginé que se albergaran en lo más profundo de mi ser, y esto una vez más me pasó en La Habana, pero también La Habana me confirmó que cada nuevo viaje es una posibilidad de “renacimiento” y hasta “nuevo nacimiento” de nosotros mismos… y en mi caso particular es allí donde quizás encuentro la única “globalidad” que valga la pena: la espiritual, que nos hace encontrar hermanos, otros hermanos en espíritu y afinidad, ratificándome esa verdadera Patria –único caso en que escribo esta palabra con mayúscula- en donde el Arte y los afectos, encontrados y reencontrados, conforman su única geografía, su única bandera, su único himno, si es que tiene que tener una geografía, una bandera y un himno. Paradojalmente, en Cuba vi por primera vez en mi vida los famosos “School bus” de los chiquilines que van al colegio en “el Hermano país del Norte”, creo que porque una parte de la diáspora cubana en USA mandó una flota de dichos ómnibus no hace mucho. Pero también me encontré con manifestaciones de nuestro propio pasado popular uruguayo: el lustrabotas esquinero con su sillón para los clientes; bares amplios, muy antiguos y con nombres que brillan en sus luces de neón y la maravillosa hilera de columnas de alumbrado, estilo art nouveau que se doblan sobre El Malecón, así como en una época lejana existía el mismo tipo de columnas de alumbrado en nuestra rambla y a lo largo de Avenida Brasil, que caprichosos y hasta dañinos decretos municipales hicieron desaparecer, como toda aquella balaustrada de mármol que cada tanto remataba en faroles de pie dorado, que se extendía a lo largo de la rambla a la altura de la playa Ramírez y que no sé qué prescindible intendente mandó quitar, “en aras de la modernidad”, colocando en su lugar ese revestimiento de bloques de granito al que, como todo en este mundo, nos acabamos acostumbrando. Pero aquí no se trata de comentar lo ya sabido y con lo que convivimos todos los días, sino de intentar yo expresar, transmitir lo que viví y descubrí, lo que me vivió y descubrió en el Caribe, a través de esta primera entrega de lo que me gusta llamar Reflexiones caribeñas.
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Guillermo Lopetegui
glopecap@adinet.com.uy
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