El parque de los últimos regresos |
para Victoria, finalmente.
Soy el último en tu camino |
El parque comenzaba allí, donde los
atardeceres de setiembre solían dejar un vago color ocre en el hierro
blanco de las tres sillas; donde el sendero bordeado de acacias se iba
tornando una sugerencia de inviernos olvidados en los restos de hojas
secas aplastados contra el pedregullo. Como otra jornada declinante, la
brisa de entreluces agitaba los pétalos, desparramando apenas el perfume
de las primeras rosas. Entonces, bajo el piar último descendiendo de las
arboledas, dos dedos finos y alargados quebraban la mitad del tallo, la
flor que Augusta se llevaría en silencio, retornando los pasos a la noche
de su dormitorio. Como si fuera el comienzo; el instante
ese en el que mi amigo decidió imaginar. Cuando otra carta –el
matasellos de Glyfada que alcancé a leer- quedaba oculta en uno de los
cajones del escritorio: rincón elegido para guardar o enterrar las
postergaciones disfrazadas de fotos, postales, billeteras en desuso o
blister de aspirinas que no se llegó a abrir. Supongo que ese cajón podría ser el de
Enrique. Algo teníamos en común, aunque acepto cierto orden personal que
justamente no me permitió experimentar lo extraño de recibir cartas con
mensajes cifrados u hojas de laurel prometiendo la coronación de nuestra
frente, en un punto elegido al azar en las extensiones –arena o piedras,
no sé- de una playa a pocos kilómetros de Atenas. Enrique sonreía, asegurándome que tarde
o temprano se tendría que dar. Entonces se nos venía otra noche para
escoger el bar de las confidencias, ratificando en un saludo, apretón de
manos o infaltable abrazo etílico, la amistad con aquellos rostros que
renacían cuando ya la avenida no era más que monotonía de neones
llegando a la vereda, por donde corría el cauce de agua y jabón
clausurando otro espectáculo diurno. Nosotros dábamos saltos, volviéndonos
el uno al otro para retomar conversaciones iniciadas en el trago de las
pocas barras que van quedando con estaño. -¿Tengo algo más que hacer aquí? -No sé. Es tu elección. -Pero fijate que casi le cuento todo a
ese que trabaja de mozo; el que nos habla del problema que tiene con la
esposa y con uno de los hijos. -Sí, siempre está diciendo que o lo
mete pupilo o lo mata. -¡Y yo que casi le largo el asunto de la
carta! Pero también estuve tentado de hablarle de otras cosas más
recientes. Así seguíamos. Así seguía yo –entre
whisky y cerveza- prestando atención a todo eso que él tenía para
contarme, aunque terminara por inventar algunos detalles. Y ahora que lo
pienso, inventar, a veces, no es una variación de la hipocresía: es la
forma que por ejemplo tenía Enrique de dimensionar los días de su
existencia. Para otros asuntos, feliz o desgraciadamente, no fue necesario
inventar. La realidad estaba a una quincena de kilómetros; la lejanía
movía a seleccionar los sueños, las dulces suposiciones que a Enrique lo
acercaban –todos los días un poco más- a la esperanza en el
reencuentro. Los tantos pasos, los tantos caminares, las tantas cuadras
hasta llegar a la eternal agonía de las quintas, en esa villa o único
reposo-sobresalto que la ciudad reservaba en sus confines. De a poco Enrique fue conociendo la
dificultad de recostar la cabeza en la almohada para dormirse enseguida;
de a poco lo fui presintiendo en aquellas horas: la colilla aplastada en
el cenicero humeante; la divagación sin punto de apoyo en su dormitorio a
oscuras. Se me antojó pensar en las
correspondencias. Porque la noche llegaba para todos y seguramente otorgaría
la distracción en un libro. La lámpara perteneció a la bisabuela. La luz caía sobre la misma página que
otro papel ocultaba: el poema que la sobrecogía y a la vez se presentaba
como un hermetismo para el que ella no podía encontrar explicación.
Augusta no lo revelaba a nadie más, sino que se contentaba con releerlo
hasta que sus párpados le avisaban que toda ella empezaba a fatigarse. Su
cuerpo corría por debajo de la sábana, su cabellera castaña caía de
costado y cierto miedo o saldo de la lectura la hacía dormirse rápido,
confiando un poco más en las delimitaciones de su dormitorio. Más de una madrugada la habrá visto
parada junto a su ventana, estableciendo diálogo de luciérnagas con ese
parque, su parque de niña, que con ella de camisón y pantuflas era
contorno desigual, enramada sin fin, porciones de constelación,
resplandores de una luna que respiraba –acompasando intensidades- contra
los muros descoloridos que enmarcaban el portón centenario y siempre
abierto. Más de una vez habrá tenido ganas de ponerse cualquier tapado,
para caminar apurada a lo largo de los corredores internos que
intercomunicaban el conjunto de las casas, la historia familiar, la suma
de las generaciones hasta llegar a ella: los brazos cruzados contra la
delgadez de un pecho proclive a enfermarse si Augusta decidía abrir esa
otra puerta que la depositara en otro ángulo del parque, muy cerca de
aquellas porciones desérticas que durante el día se llamaban cancha de
tenis, cancha de polo, picadero, campo de golf, frontón... Retornaría
entonces, todavía con paso más apurado, aproximándose casi con respiros
entrecortados al resplandor saliendo de su dormitorio o del cuarto ese
donde existían una cómoda, un ropero de roble, una mesa de luz con
plancha de mármol y lámpara de dos bombitas, y una silla tapizada de
terciopelo que alguien había dejado allí desde 1923. Y claro que estaban
sus pocos libros, sus revistas de modas siempre desordenadas sobre la
alfombra ovalada y marrón que ella sentía bajo sus pies descalzos,
cuando el parque recobraba su presencia de luz con jardineros rondando las
rosas y mucamas evolucionando por el sendero de pedregullo a los costados
de la mujer alta, de ademanes delicados, y de la que Augusta había
recibido la herencia del pelo castaño y la piel ligeramente pálida. A veces la veía acercarse a la ventana y
ya suponía que su madre daría los tres golpecitos clásicos contra uno
de los paneles, invitándola a tomar el té bajo la circunferencia umbrosa
del tilo; señal de que su madre se encontraba óptima para hablar, porque
de lo contrario no salía de su dormitorio y Augusta, cuando se sentía
dispuesta, revisaba su catálogo de conjeturas: la madre podría estar
dedicada al estudio del Tarot egipcio, “Los esposos Arnolfini” –y
cuando los detalles de Van Eyck no la dejaban sumida en una de sus tantas
depresiones-, “Porcelanas del siglo XVIII” o “La interpretación de
los sueños”, libro este que empezó a ocupar un lugar importante en su
existencia a veces susurrada. Porque hubo un sueño en donde ella
aparecía junto a los barrotes del portón, de cara al conjunto de casas,
con la sensación de que empezaba a formar parte de los árboles, la
mesita del té, el rosal cultivado por su hija, el escarabajo que
sobrevivió a la corrida infantil y los caminares lentos como lenta seguía
llegando la promesa del verano a las extensiones del parque. Allí estaba
la mujer, muda y con los brazos abiertos, observando al dúo de figuras
que estaba parado en otro punto de esa primavera tardía. Lo único que
pudo rescatar fue el aspecto general de la escena: la pareja difusa, la
tetera de plata, los respectivos lugares –algo distanciados- que las dos
figuras habían elegido, en esa vaga sensación de que todo el predio
pasaba a vivir una época de absoluto silencio, sin visitas numerosas ni
partidos de polo. A los treinta años es difícil detenerse
por mucho tiempo en ciertas características de nuestra personalidad. Pero
a partir de Enrique –con las cartas llamándolo a deambular por Micenas,
Tirinto y Epidauro- empecé a notarme lento en mis preparativos para
presentarme en mi empleo como siempre afeitado, bañado y con ese traje
gris que me hace pasar por seudoelegante de última hora. Lo noté porque
jamás me imaginé con el codo en la mesa de mi escritorio, mirando a
diferentes regiones de la pared, donde trataba de encontrar –tal vez
escrita con caracteres góticos- la respuesta a qué era lo que le sucedía
a Enrique y el grado de influencia de
sus realidades y ficciones en el marco inalterable de mi vida. Se había aparecido de improviso, una mañana
nublada (en esta parte del continente, en este país, en esta ciudad las
mañanas nubladas vienen desvirtuando aquella feliz cronología de las
estaciones, que a través de puntuales transiciones otorgaba definidas
variaciones climáticas al ocio de nuestra niñez) y casi me obliga a que
prepare otro termo, con lo que ambos nos fuimos para mi dormitorio. -En enero o febrero tengo la guita y
compro el pasaje. Después me aguanto un par de meses y a otra cosa. Tengo
miedo de que no me esperen por mucho tiempo más.-Chupaba la bombilla y
después me alargaba el mate. Mientras yo lo cebaba él se paraba y
caminaba dos pasos, recostándose contra la puerta cerrada de mi ropero y
mirando hacia la mañana que se iba resolviendo entre grises suaves y
fuertes del otro lado del ventanal abierto a la azotea desde donde nos
llegaba, lejano, todo el murmullo callejero-. No sé si hay cancha de
tenis o de polo, no sé si hay rosal o mesita con el té de las seis. No sé.
Pero de no haber sido por aquel sábado... La Sonata
en Sol menor, opus 2, Nº 6. -¿Qué? –aparté el codo de la mesa de
mi escritorio, para volverme con cansancio a Enrique. -Albinoni. Una sonata –muequeó. Pienso
en el cuarto movimiento: Allegro. La música ideal. Supuse que eso tendría que ver con
cierta noche en la que Enrique buscó la soledad en el barullo de un bar céntrico.
Entre codeos se abrió paso, pero no llegó a la barra circular. Alcanzó
a divisar la robustez del barman y le gritó una cerveza, en el mismo
momento en que los músicos la emprendían con media hora de Vinicius,
Charly García y el Negro Rada. Dio una vuelta de cabotaje alrededor de
la barra y volvió al mismo punto, entre parejas jóvenes, bebedores
daneses y alguna que otra mujer mayor que de a ratos lo miraba invitándolo
a lo desconocido de una mesa junto al lambriz de la pared, con labios que
se repintaban cada dos sorbos del ananá fizz. Enrique apenas tenía ganas
de sonreír para sí mismo, hasta que sintió que alguien le tocaba un
hombro. Al girar reconoció en el rostro a ese tipo de amiga que, en
determinadas ocasiones, uno menos desea encontrarse. Porque sabía
perfectamente que ella lo iba a agarrar de un brazo para llevarlo a otro
rincón, con el propósito de contarle la inacabable crónica invernal:
tres meses en los que, para felicidad de Enrique, no se habían podido ni
telefonear. Sin embargo, la crónica se cortó bruscamente. -¡Me muero! ¡Quién está allá!
–exclamó la amiga en voz baja, mirando para otra mesa. Enrique también
miró, aunque sin adelantar nada: esa noche, a excepción de su amiga, no
conocía a nadie más. Enrique miró de nuevo y el resplandor
que venía de la azotea pareció iluminarle un poco más aquel rostro
inalterable, aunque lleno de confesiones que le iban afirmando la voz a
cada nueva palabra que pronunciaba. -Primero saludó ella y después me
presentó. Me incliné y besé el cachete de una gorda con cara de
amargada que se pasaba mirando el reloj. Me olvidé de su nombre y la
verdad es que no me importaba demasiado, porque casi sin darme cuenta me
senté frente al otro ser que de a ratos le decía a la gorda que si no
quería estar más allí se podía ir. Seguro que el bar o tuvo que desaparecer
por completo dejando sólo la mitad de una mesa, con dos sillas y dos
seres que hablaban como si hubieran recuperado la animosidad después de
muchos siglos de letanía, o fue adquiriendo características de palacio
barroco por entre cuyos interiores de molduras recargadas iban ellos
resbalando en la madera reluciente, descubriendo terrazas o pasando rápidamente
los dedos por las teclas de un clavecín abandonado hasta el arribo de los
dos. Pero era Enrique quien sabía de esas cosas –asuntos de estilo que
gustaba de hablarme, a mí que casi nunca tenía tiempo para otra
actividad que no fuera la de ir a justificar mi sueldo en el empleo público-
y sólo él era el señalado para otorgar determinada escenografía,
determinada música y determinado libreto improvisado a los días que
siguieron. Al fin de cuentas me animo a pensar que él tuvo la seguridad
de que el bar empezaba a ser menos sofocante y su amiga menos
insoportable, si es que todavía estaba allí junto a él; si es que todavía
sonaba la pequeña banda y los mozos iban y venían con manijas de
cerveza, negronis y picadillos suculentos. Las dubitaciones empezaron cuando no
contestó la tercera carta. Guardó las tres hojas de laurel en uno
de los sobres de la correspondencia anterior y cerró el cajón, impulsándolo
con una sonrisa indirecta. Le pregunté cuándo se iba a sentar a
escribir los debidos acuses. -En estos días; no te preocupes. Me tranquilizó o al menos me dio la
pauta de que seguía interesado en su viaje el hecho de que una tarde me
pidió que lo acompañara a comprar doscientos dólares. Ya era algo. Pero
después me tomó de un brazo y me metió en la primera librería que
encontró. Inmediatamente imaginé otro libro sobre el tema del que me venía
hablando tal vez desde la época en que ambos compartimos un banco en el
colegio. Sin embargo pasó de largo junto a los estantes de títulos
referentes a la cultura griega. Se lo señalé, pero me contestó que no
hacía falta y siguió pasillos entre estantes adentro, mientras yo me
quedaba hojeando un manual de Informática. Pensé que él retornaría con
alguna novedad bajo el brazo, pero lo novedoso lo traían sus ojos mirando
a un lado y otro de la librería angosta a la que seguía llegando gente,
en mitad de esa tarde ya sin fecha ni hora precisa. Enrique se colocó de
perfil, frunciendo el ceño sobre los manuales. -Estuve leyendo un poema de Eluard; está
en una antología. Pero si hubo poema fue el que escribió
él. Metió la cuartilla con los versos en un
sobre y lo mandó por correo a aquellas suposiciones que recuperaban la
certeza a quince kilómetros de donde él y yo vivíamos, con noche
respirando su brisa fresca junto a la ventana del dormitorio y Augusta
cerrando la puerta para sentarse en la cama, con cierto temblor en los
brazos. Tomó el libro, lo abrió por la misma página
y desplegó la hoja escrita a máquina. Fue cuando empezó a aceptar que
las horas nocturnas podían prolongarse a su voluntad, ya que el desamparo
era menos intenso. Leía y releía aquellos versos creyendo encontrar el
inicio de cierta explicación. No le interesaba que nadie más colaborara
en la dilucidación del mensaje oculto en la escritura para la que ella,
de vez en cuando, recurría al diccionario. Importaba el poema, la
naciente sensación de compañía y el suponer que alguna vez podría
llegar a quedarse sola en la casa, rodeada apenas por las presencia
silenciosas de los mayordomos y mucamas. Levantó los ojos del papel y observó
que la puerta se abría lentamente: una figura en la que no había
reparado; una figura que hacía tiempo no la visitaba. Camisa blanca y
pantalón negro: seguramente porque así lo encontraron la tarde que él
decidió salir en compañía de los dogos a pasear por los alrededores de
la propiedad ubicada a quince kilómetros de donde Enrique no dejaba de
conjeturar, mientras yo me iba acostumbrando a la fraternal tarea de
simplemente escuchar. No tenía otro modo de colaborar con alguien que
seguía amontonando cartas y hojas de laurel y que todos los días me
hablaba un poco de su, en un principio, tan ansiado viaje. Por otro lado
cada dos semanas me pedía que lo acompañara: compraba
dólares y yo era testigo de cuando
el cajero escribía a máquina en la columna de Haber
de la libreta de ahorros: “100, 200, 300, 400, 500...”. Luego Enrique se la guardaba en el
bolsillo trasero de su pantalón. Yo no entendía mucho, pero lo cierto es
que todos los días él se acercaba un poco más a la cantidad suficiente
de dólares para comprar su pasaje de ida, aunque hablara cada vez menos
de lo que él siempre había considerado que era “renacer del otro lado
del océano”. Tal vez renació, pero fue a la media
tarde de un día cuya fecha me es imposible recordar. Yo estaba en mi
casa, decidido a leer algo de aquel manual de Informática que acabé
comprándome. Subimos a mi dormitorio –a Enrique le gustaba ese cuarto
que no tenía nada de especial- y lo observé cuando se recostó en mi
cama, hablando para el cielo raso. -El día señalado –pronunció, de
manera bastante seca para la forma suave que tenía de expresarse. -¿El pasaje? –pregunté con timidez. -No, eso todavía no. Otra cosa que por
el momento es más importante. Porque en la vida de Enrique existió una
jornada de mucho sol y creciente calor en la que ambos se fueron lejos, a
una de las playas que Este afuera de la ciudad inician la cadena de
balnearios. Ella llevaba la cesta y la depositó sobre la arena ondulante
y tibia. Los dos se sentaron frente a ese estuario de agua amarronada
aunque para Enrique, desde sus ojos, se tornaba un agua verde hacia la que
caminó Augusta descalzándose poco antes de llegar a la orilla. El,
mientras tanto, llenaba de vino las dos copas y trozaba ese medio pollo frío
que ella había mandado preparar durante la mañana. Augusta retornó con
parte de la pollera blanca empapada en el ruedo y los dos comieron casi
sin hablar, comprendiendo que el silencio no hacía más que atraerlos
entre esporádicas sonrisas y las copas que cualquiera de ellos se
encargaba, oportunamente, de volver a llenar. Después, Enrique señalaba
las siluetas difusas de las Sierras adonde había ido en exploraciones de
los veinte años y cuando la vida de Augusta no era más que ser
trasladada, en el auto de la familia, del colegio a su casa y de su casa
al sitio que su madre y la figura de camisa blanca y pantalón negro
–que a veces se sentaba en la cama de Augusta; a veces permanecía junto
a la ventana del dormitorio de la muchacha; a veces le recordaba, con
cierta reverberante voz, que en definitiva ella nunca había vuelto a
pintar aquellas paredes con otro color que no fuera ese amarillo fuerte
que a la figura no le gustaba- decidían que era el más adecuado para la
hija luego de que ella hubiera terminado con sus deberes, tarea que a
Augusta no le interesaba en absoluto. Su atención estaba dirigida a lo
que Enrique le contaba de sus recuerdos de explorador, con paisajes de
cascada que se desintegraba en un lago rodeado de maleza creciendo en las
laderas que se alzaban tras la lejana bruma salitrosa. Luego se miraban y
ella pensaba en lo bueno de estar una semana viviendo en aquellas sierras,
junto al cauce limpio de un arroyo. Esto sólo le bastaba para mirarlo y
llegar a él en otra sonrisa. Como no sonrió cuando resolvió aceptar
a la presencia pasajera en los interiores de su dormitorio. La figura iba
y venía; miraba los retratos, los cuadros; abría el ropero y pasaba una
mano por los vestidos y trajecitos de Augusta. Después se acercaba a
ella, le pasaba una mano por la espalda y la atraía. Ella primeramente se
tornaba medio reticente, pero finalmente se recostaba en ese hombro que
hacía tiempo no sentía, poniéndose a llorar. -¡Bueno, bueno! ¿Cuándo fuiste capaz
de llorar así? -Ahora –contestaba ella, apartándose
de la figura que la quedaba mirando con un semblante en donde era difícil
detectar el comienzo del cariño o la comprensión venida de muy lejos en
el tiempo. -¿Dónde está tu madre? –preguntaba
la figura, echada hacia atrás sobre la cama, con las manos apoyadas en la
colcha. -¿Y dónde puede estar a esta hora de la
madrugada? –ironizaba Augusta, poniéndose de pie y guardando el libro
con el poema mecanografiado dentro del cajón de su mesa de luz. -No cambiás, ¿eh? -Me alegro de escucharte eso. Cuando vivías
apenas te fijabas en nosotras; lo único que te interesaba eran los perros
y las exposiciones; mamá y yo que nos partiera un rayo. Augusta empezaba a dar vueltas por su
dormitorio ante la figura que no dejaba de observarla. -Tenés razón. Pero me gustaría que me
acompañaras: vamos a ver a tu madre. Los dos transitaban el largo corredor
hasta llegar adonde la madre de Augusta había logrado conciliar el sueño
y ya no se despertaría hasta la siguiente mañana. La hija abría la
puerta y la figura se colocaba un paso más adelante volviendo a dejar
descansar un brazo sobre la espalda de quien había olvidado calzarse,
vestía camisón y llevaba el pelo castaño suelto cayéndole hasta
doblarse encima de los hombros. La figura meneaba la cabeza. -¿Qué te pasa? –preguntaba ella, con
voz casi inaudible. -Desde aquí pienso que todo pudo haber
sido distinto. No sé cuándo me voy a reencontrar con tu madre.-La figura
miraba luego a Augusta y le besaba la frente-. ¿Qué pasó con los
perros? ¿Murieron? ¿Cuándo? -“Sofisticated Lady” hace dos años y
“Taf” hace seis meses. A ella la arrolló una motocicleta, pero el
motociclista fue a dar a la cuneta; a “Taf” lo mataron unos tipos que
quisieron asaltarnos. Por suerte no lograron llevarse nada porque se
asustaron cuando vieron al perro. Le pegaron un tiro que le dio en el
pecho y salieron corriendo. Jamás los encontraron. -Podrían volver, ¿no te parece? -No se me había ocurrido esa
posibilidad. -¿No te enamoraste de nadie? Augusta desvió la mirada, dirigiéndola
al recuerdo distante del poema. Podía ser algo, pero no todo. La última
pregunta –mientras la figura la seguía atrayendo hacia sí en el vano
de la puerta- la hizo poner algo nerviosa. Después resurgía el poema a
pocos pasos: allí donde su dormitorio era resplandor recortando el
contorno de la puerta entornada
hacia la que ella sintió deseos de regresar por más que la figura, en
silencio, se lo impidiera. -No sé. Tal vez no sea muy importante. -Bueno, me voy. Vos volvé a tu cuarto. -Sí, va a ser lo mejor. La figura le dio un beso en la frente, la
miró a los ojos y le sonrió. Ella respondió a esa sonrisa con otra,
aunque menos prolongada. Retornó a su dormitorio con más frío y
dispuesta a dormirse. Pero cuando ya estaba nuevamente sentada en su cama
abrió el cajón, sacó el libro y releyó aquello que a Enrique le
resultaba algo doloroso de recitar o de decir. -Escribimos, metemos en un sobre,
enviamos –habló, con un suspiro profundo-. Queda ese destiempo de la
espera, de la elucidación. Y a veces desearía que ese sobre se perdiera,
que no llegara. Y a veces no veo la hora de que llegue, sea abierto por
cualquiera de sus lados y que lo que nosotros escribimos se lea cuanto
antes, luego se tire o se guarde. Calculo que me lo dijo días antes de que
ambos eligieran la noche como entorno propicio a lo que al menos Enrique
empezaba a descubrir de la muchacha del pelo castaño, que siempre tenía
una extraña mirada, no exenta de dulzura, para el hombre que la invitó a
chocar las copas de champagne. En todo caso Enrique buscó determinada
noche para reservarle a ella un lugar en esa constelación de luna,
reflejo en el estuario y terraza cerrada por ventanales, refractarios a
los colores que venían de la pista de baile. Sólo así él podía
aceptar ese recinto, con una barra que quedó libre para ellos y adonde
llegaron algo sofocados y dispuestos a pasar a otra bebida cuando el
champagne se convirtió en anécdota interminable. El barman aguardó en
silencio el pedido. Enrique la miró y ella, tomándolo de un brazo, le
habló casi rozándole la oreja. -Podría ser vodka con Malibú. El resto fue amanecer lento de abrazo
intensificando el perfume en el cuello de la muchacha, con la voz de un
Charles Trenet inesperado como ese cielo despoblado de nubes y con
creciente luminosidad avanzando por Oriente y que rescataba para Enrique
los rasgos cansados, pero armónicos, de la mujer a la que él seguía
tomando por la cintura. Fue el momento en que sintió –y yo me lo imaginé
desde mi dormitorio, ya que para esa hora el sueño no me llegaba- que la
escenografía en la que ambos bailaban se desmoronaría apenas él
resolviera pagar las consumiciones para salir con ella al reencuentro de
una ciudad que empezaba a moverse con sonidos lejanos, vuelos de gaviotas
y un gajo de dalia que él robó del sueño mañanero que aún transcurría
en un jardín brillante de rocío. Y en mi insomnio pensé en la
prolongación de los momentos; en la posibilidad de arribar una y mil
veces a una barra, para repetir la acción de recrear la felicidad: la
presencia de la muchacha, los dos vasos que iban y venían de la mixtura
del vodka con Malibú hasta donde ellos se seguían encontrando en pequeñas
confesiones y beso que él dejaba siempre en la frente de quien corría el
riesgo de volver a ser sólo suposición, incógnita o feminización de la
soledad, retornando a él en un sueño incómodo de madrugada de día
lunes o en un poema difícil a veces de establecer, recordar, evocar en qué
momento particular de las intensidades afectivas o de los enigmas no
resueltos había sido escrito. Así la madrugada que yo vivía desde mi
cama, ocupándome tan sólo de ver cómo las paredes de mi dormitorio iban
absorbiendo lentamente la luz de una nueva jornada. Me quedaba pensando en
que los lazos de una relación a veces son el producto de lo que vamos
trazando, accionando; que en definitiva los días compartidos se conforman
de minutos en los que buscamos las palabras acertadas y los gestos
ideales: ese duelo peligroso con el que siempre, a cada momento, estamos
acercando o alejando a esa persona de nosotros. De a poco las siluetas de las acacias se
fueron redibujando del otro lado de la ventana, con primeros pájaros que
no llegaron a oídos de quien finalmente se había dormido, la mitad de la
cabellera cayendo junto a la mesa de luz. Creo que a esa misma hora recibí
el llamado telefónico y ya no me preocupé de dormirme o no, porque al
poco rato Enrique se aparecía acompañado de albores que se asentaban
sobre la línea del mar, en una lenta y fría mañana de octubre. El
sobretodo pelo de camello, la camisa blanca desprendida en el primer botón
y una botella de vino que balanceaba suavemente en su mano derecha. -No es lo mejor para un desayuno pero es
lo exacto para un brindis –habló, antes de que me diera tiempo a
saludarlo, y adelantando un pie a las baldosas del hall-. Tienen que ser
copas. Te acompaño a buscarlas.-Pero sonriendo ante el rápido recuerdo
de algo, metió la mano en un bolsillo, sacó una cassette y me la alargó-:
Frescobaldi... Piezas para clavecín. Nos vamos para tu cuarto y listo. Lo que vino después fue revelación
entre sorbos de vino tinto y un profundo deseo de que el mediodía se
presentara cálido; que el almuerzo tuviera la armonía de una estación
que necesariamente se tendría que definir. Cuando acabamos la botella Enrique me
invitó a que la firmáramos en su etiqueta, anotando la fecha de aquello
que no fue borrachera sino íntima comunión entre sus esperanzas y mi
siempre disposición para escucharlo, acompañándolo por los recovecos de
sus resoluciones inesperadas. Así fue que la mañana siguió
transcurriendo, hasta que Enrique me dijo que me quitara la robe
de chambre y me vistiera pronto. -¿Qué pasa? -Te voy a pedir que me acompañes hasta
algunas cuadras antes de su casa. Iríamos en tren. -¿En tren? -¡Claro! Nos bajamos en la plaza y yo
después me voy caminando los dos kilómetros que restan. En esa forma de prolongar la separación
entre lo que hablábamos y lo que sucedió después fue que ambos nos
encaminamos a la Estación Central. Enrique sacó los boletos y corrimos
hacia el vagón. Le dejé la ventanilla y apoyé mis codos en una mesa que
teníamos junto a nosotros y que nos separaba del otro asiento,
reminiscente de desayunos pasados que otros habrían saboreado, en un
tiempo para el que el vagón tenía ahora un recuerdo de maderas gastadas
y puertas con vidrios opacados, en donde sin embargo seguían luciendo las
iniciales entrelazadas de la Estación en tiempos de los ingleses como
antiguos propietarios en líneas artísticamente finiseculares. Después de un trayecto para el que
tuvimos diálogo de quintas y Prado que felizmente seguía estando, opté
por una mesa del bar ubicado frente a la plaza. El pitazo anunció una
vuelta del tren a la ciudad, en ese aceptar que nuestro viaje nos perdía
un poco para lo que habíamos sido todos esos años; reconociendo que en
esa sensación de pérdida limitada nos quedaba la secreta posibilidad de
renacer, por ejemplo, en una mujer que ahora estaba a dos kilómetros,
preocupándose ella misma de poner la mesa bajo la sombra del tilo, aunque
con la ayuda de ese personal de servicio que hacía poco tiempo se había
convertido en su única compañía dentro del antiguo predio. Nadie quería
volver sobre el tema de la muerte, la carta de quien había pasado a ser
figura, las líneas que le había dejado a Augusta rogándole que la
comprendiera. Y el pensamiento de la muchacha acababa siempre dirigiéndose
a lo mismo: el sentimiento de soledad que lentamente había ido invadiendo
a esa figura cuando todavía era voz, manos que querían abrazar a la hija
y arrebatos de misantropía producto de divagaciones en torno al Tarot
egipcio en cuyos arcanos la figura intentó rescatar a la Augusta niña,
siempre proclive a salir en largas caminatas de la mano de su padre,
aunque después las caminatas se fueron haciendo más esporádicas. Por
eso la madre sólo tuvo lágrimas cuando llegó al otro dormitorio,
procurando el despertar con un beso en la frente, y la hija tradujo los
buenos días en otra frase. -La otra noche me vino a visitar. Me pidió
que lo acompañara hasta tu cuarto. Nos quedamos los dos allí, viendo cómo
dormías. Me preguntó si me había enamorado de alguien y le contesté
que no; además, lo único que tengo es un poema bastante difícil de
entender. -Me hubiera gustado que me despertaras
como yo te desperté a ti –habló la mujer, con la voz entrecortada. -Tenía miedo de lo que pudiera hacer él.
Se preguntó cuándo se reencontrarían ustedes. -Tal vez… Tal vez muy pronto; pero yo
también tengo miedo –contestó la madre, intentando abrazar a su hija,
quien se apartó sentándose del otro lado de la cama. De alguna forma aquel llanto que Augusta
sintió a sus espaldas la reconciliaba con días lejanos: los aprontes
para otra fiesta a la que Augusta niña recorría en sus pequeños
detalles de bouffet junto a la
piscina y botellas de whisky que despaciosamente se irían agotando, al
tiempo que la noche avanzara como las borracheras de todos en el parque,
en la piscina, en los varios salones y en algunas habitaciones; en la
madre que Augusta niña no podía buscar desde su dormitorio ya a oscuras,
pero que andaría por ahí: la risa, el vaso en su mano temblorosa, el
odio redoblado a las presencias acechantes de los dogos. De alguna forma aquel llanto fue el mismo
que movió a Augusta a mirar a un costado, cuando estaba disponiendo los
platos sobre la mesa que el personal de servicio había llevado hasta el
rincón sombreado en los inicios del parque. La mesa se fue cubriendo con
los brillos de Christofle, de Baccarat conteniendo la añejada textura del
vino familiar, la salsera, las servilletas blancas inicialadas en un ángulo
hacía varias décadas y dos rosas amarillas de las doce que había
recibido a las diez de la mañana y para lo que todavía estaba buscando
una forma de traducir en palabras su agradecimiento. Porque muy lentamente
–y desde los confines boscosos llegando a su casi soledad- Augusta empezó
a comprender que Enrique la había considerado huérfana mucho antes de
que la madre, la mujer, la figura, resolviera dejar la esquela con el
infaltable perdón justificando decisiones de último momento. Augusta miraba a lo lejos: el parque
bifurcándose en canchas donde el pasto crecía desordenadamente;
caballerizas vacías donde las palomas, volando de un lado al otro, habían
ido estableciendo allí sus nidos; la piscina cubierta de hojas resecas;
las extensiones de una construcción dentro de la que ahora la mayor parte
de las piezas y salones sólo conocía las presencias matutinas de las
mucamas limpiando sillones donde ya no se sentaba nadie, o paseando la
franela a lo largo del teclado de un piano que Augusta mandó arrinconar
contra un extremo del living, familiarizado desde hacía tiempo con las
sombras creadas por las ventanas cerradas y recreadas por las sucesivas
noches que tarde o temprano descendían sobre el parque. Y no sólo fue la duda ante el llanto que
creyó volver a oír. También fueron ladridos siguiendo la corrida
–hasta la calle empedrada- de una figura de pantalón negro y camisa
blanca. Augusta miró hacia el portón en el mismo momento en que los
ladridos se disipaban, el llanto se detenía y los pasos apurados se iban
enlenteciendo o se desviaban en dirección a las inmensidades de un cielo
que se abría en promesas de una estación camino de definirse. Junto al portón todavía no pasaba
nadie, pero Augusta sintió el deseo infinito –un deseo metido todo en
el breve lapso fácil de atrapar de la desesperación momentánea- de que
quien fuera a entrar por el sendero de pedregullo se quedara allí, con
ella, y para siempre. Porque tarde o temprano volverían las siluetas de
los dogos siguiendo el caminar de cabeza gacha de su padre; y volviéndose
al caserón vería asomarse, por una de las ventanas largas y angostas, el
perfil de su madre buscando remedar los deseos de que su hija la vaya a
acompañar metiéndose con la mujer en un tiempo de barajas, incienso y
fotos desparramadas en donde aparece la Augusta niña sentada en las
faldas de la mujer; la mentira de un bienestar para el que los años
suelen crear pasatiempos de desdicha; desilusiones que sobrevienen en ese
instante casi imperceptible que separa a la Augusta niña de la Augusta
adolescente. Y con once años tener que conocer el frío de las baldosas
del corredor, cuando caminaba descalza en dirección a esa otra puerta
cerrada, tras la que dos seres discutían acaloradamente hasta que Augusta
volvía corriendo en puntas de pie a su dormitorio y trataba de
autoconvencerse de que estaba durmiendo; que esa noche –como tantas
otras- ella estaba durmiendo, sin saber que tarde o temprano su padre
saldría del cuarto prendiéndose el sobre todo y dando portazos cada vez
más lejanos que acaban depositándolo en el parque, de cuyas
profundidades, ladrando, emergen los dogos para colocarse junto al paso
apresurado del amo. Es el deseo de agarrar la camioneta en procura de uno
de esos bares que ya conocen su presencia, cuando el señor aparece de
madrugada y los dogos esperan en la caja del vehículo, vigilando rabiosos
hacia todos los lados de la noche. Después gemían y agachaban las
cabezas cuando veían volver al amo entre tumbos. El entraba a la
camioneta y allí acababa su octavo whisky, para luego dejarse caer sobre
el volante maldiciendo a su esposa y buscando en el desvarío del alcohol
la figura adolescente de una hija para la que ya no había tenido más
invitaciones a salir a caminar. Deseaba que pronto llegara el día; el
reunirse con los amigos de las exposiciones; el programar asados de fines
de semana que lentamente lo iban alejando de sus posesiones a las que
retornaría sólo como una sombra, ya sin pasados ni futuros; apenas el
recuerdo vago de una hija que aguardaba con la mirada en el portón y una
jarra de vino apretada entre los brazos y el pecho delgado, cuando ya la
brisa del mediodía le trajo hacia delante su pelo suelto y apenas
recogido en dos broches que brillaban por encima de sus sienes. El espejismo, la mentira, el engaño, se
vistieron de ese día que vio llegar a Enrique, quien se detuvo junto al
alto portón tal vez preguntándose qué era lo que lo llevaba a la
naciente verdad que Augusta empezaba a revelarle a partir de la curva que
hacía el sendero de pedregullo, separando acacias a ambos lados de un
camino que pasaba junto a las sillas de hierro blanco, de las que la
muchacha eligió dos para llevar junto a la mesa. Luego caminó hacia él,
resolviendo en ese instante que las revelaciones sólo se pueden dar a
través de los hechos. Por eso no habló sino a través de las fotos que
dejó encima del piano; el paseo que ambos hicieron por las canchas; las
casillas en donde Augusta hizo la rápida historia de aquellos perros
–premiados en varias exposiciones-, deslizando por ahí que ellos se habían
convertido en el único consuelo del padre, poco tiempo antes de que el
mayordomo lo encontrara cerca del portón, tomándose fuerte del pecho con
una mano y dejando caer de la otra el que fuera un último vaso de whisky. Después ambos fueron al amplio
dormitorio vacío y Augusta lo invitó a escoger una baraja del mazo del
Tarot egipcio. Enrique alargó dos dedos, sacando una para la que Augusta
se otorgó el recreo de inventar significados: la soledad, las presencias
que retornaban de un más allá delimitado por otro parque que crecía
dentro del que Enrique veía desde la ventana del dormitorio en el que
estaban. La cama de dos plazas lucía bien tendida y tres almohadones de
funda rosada coronaban el espacio en donde ya nadie recostaba la cabeza
para dormir o simplemente llorar. El recuerdo oculto que quedaba de ese
lecho, en donde dos seres que ya no estaban habían despertado la atención
de la niña, obligándola a que caminara descalza hasta apoyar el oído
junto a la puerta que esta vez Augusta volvió a cerrar, mientras Enrique
la observaba silencioso –dos dedos sosteniendo la figura del Tarot-,
pensando en que les debía tres respuestas a los sobres que habían
quedado escondidos dentro del cajón de su escritorio. Yo también lo
recordé cuando resolví pagar los dos cafés que me tomé y tuve ganas de
seguir tras la sensación del caminar apurado que Enrique había dejado a
lo largo de la calle poblada de granjas sobre las que se alzaba, a lo
lejos, el girar suave de las aletas de los molinos. Fue cuando decidí
justificarlo y tuve que empezar por el principio de todo: nuestra amistad.
Enrique siempre había sido el mismo y yo fui su amigo desde un principio
difícil de detectar, de establecer, como el paso de la tarde a la noche
cerrada; como un almuerzo bajo el tilo y el momento en que Augusta quedó
dormida sobre un hombro de Enrique, quien creyó suponer que todo se había
dado de manera acelerada. No le importó esto porque estaba preocupado
ante la certeza de un dormitorio que se cernía sobre él: amenaza venida
de cortinados, cuadros, retratos y las mismas sábanas que los cubrían a
ambos, y ese perfume extraño que emanaba del cuerpo delgado de Augusta,
la que en sueños o pesadillas se aferraba más a él. Enrique rememoró
su caminar a lo largo de la avenida bordeada de eucaliptos. Detuvo la
evocación en el momento en que cruzó el puente y fue con paso más
apurado ganando la curva que hacía el camino hasta el definitivo fin de
la ciudad, en donde tendría que pisar el pedregullo del mediodía
dispuesto a almorzar con Augusta; dispuesto a aceptar que ella ya no podría
aventurarse más allá de aquel portón supuestamente abierto. Fue cuando Enrique releyó en su memoria
aquello de que “Glyfada es una playa en el Ática, bordeada por el
Egeo”. Augusta dormía y él se autodictó
en voz muy baja las tres o las mil respuestas a aquellas cartas que
aguardaban dentro de un cajón perdido en el vago recuerdo de ciertos
acontecimientos pretéritos. Al
promediar la entreluz de la tarde y antes de separarse, ella prometió un
té con leche para la próxima visita. Lo acompañó hasta el portón y lo
despidió con un beso en la mejilla. Enrique la abrazó y por encima de la
cabellera larga y castaña tuvo un penúltimo mirar para el parque que se
volvía a aprontar en otro recibimiento de la noche, con el paso de
Augusta de retorno a su dormitorio… o a ella misma. Y la forma que Enrique tuvo de volver a sí
mismo fue al otro día o a uno de esos días. Me pidió que lo acompañara
al correo, y no le dije nada cuando lo vi que echaba por la ranura de
madera tres cartas dirigidas a cierta dirección ubicada en Atenas. Después
ambos nos fuimos caminando hasta una agencia de cambio y él eligió
cambiar casi todo su dinero. Del otro lado de la ventanilla fueron echando
los cuatro billetes de cien dólares, con lo que el viaje estaba cada vez
más cerca de sus posibilidades y de cierta extraña sensación de
tranquilidad que yo experimentaba, pero de la que preferí no hablar. El ritmo céntrico lo mostró contento,
saludando a aquel mozo que –retornado a su papel matutino de servir
cervezas y gritar docenas de panchos- nos pedía que por la noche lo esperáramos
en la barra de mármol del bar oculto en una de las adyacencias
decliveantes hacia la avenida. Pero Enrique, sonriendo, le decía que no
sabía cuánto tiempo más iba a estar allí, entre nosotros. Después
seguíamos caminando bajo los luminosos apagados, en sentido contrario al
de una manifestación que ninguno de los dos sabíamos a qué gremio
estaba representando y qué era lo que se reclamaba, ya que las pancartas
marchaban muy alejadas de nuestros pasos, escritas del lado opuesto a
aquel hacia donde nosotros dirigíamos nuestra charla, nuestras sonrisas y
algún recuerdo que nos llevaba a determinado instante de nuestra pasada
adolescencia. Sugirió que nos fuéramos a sentar a la
rambla y llegamos allá en el mismo momento en que un carguero se aparecía
nítido e inmóvil sobre la línea del horizonte, en un mar calmo que
continuamente llevaba sus olas de poca espuma en dirección occidental,
desintegrándose en la bahía de dársenas, grúas y pitazos, por donde la
proa de un nuevo pesquero avanzaba abandonando las aguas oscuras del
puerto. -Quince, veinte días más y compro el
pasaje, pero creo que no me voy a aguantar medio año más –me reveló,
encendiendo un cigarrillo. No dije nada y simplemente me incliné hacia él
para palmearle un hombro. Se irguió, pitó prolongadamente y me miró de
reojo-: Nunca opinaste sobre ella… Lo miré y pensé por un momento:
Augusta, o como se llamara, era eso que nosotros podemos llegar a tener
como necesaria realidad que llene los vacíos deambulares en torno a
nuestra existencia. Al menos la de Enrique, temo, necesitaba de Augusta. O
tal ve yo me equivocara y todo venía a través de un recuerdo: el
dormitorio; el respirar profundamente cuando se aceptaba que toda la
verdad podía estar circunscripta a un parque que volvió a recibir la
presencia de Enrique. Augusta corría al reencuentro. El mediodía le
otorgaba la posibilidad de apurar el paso hacia el hombre que la hacía
sentirse menos sola; el hombre que la vio venir y que se guardó la cuarta
carta en el bolsillo interno de su saco. -¿Sabe algo del viaje? –me animé a
preguntar. -Nada –contestó él, mirando hacia el
sur de estuario calmo y contorno de pesquero volviendo a China, a Corea o
a esos lugares que se nos representaban lejanos y a veces mucho más
gratificantes que este, desde el granito de la rambla. -¿Se lo pensás decir? –tanteé, luego
de algunos minutos en los que ambos permanecimos en silencio. -Se lo tengo que decir. No podría
mentirle.- Enrique se paró y puso una mano en mi hombro, prohibiéndome
que lo copiara en aquella acción de pararse, mirando brevemente hacia la
rapidez de los autos que pasaban frente a nosotros. Después se volvía a
mí-: Simplemente le voy a decir: “Augusta: me voy de viaje”. Pensé en la honestidad de la teoría
–que nos acercaba aún más en aquella conversación- y en la práctica
de ese acto que fue alejando a Enrique, conforme los días siguieron
transcurriendo cada ve más cálidos, con caminares que parecía empujar
una suave brisa que nos venía de dentro, arrimándonos a un objetivo que
no sabíamos que pudiera acabar existiendo. Que al menos empezó a ser
realidad para Enrique, en otra mañana que lo vio llegar por la calle
eucaliptada y agitada por un cantar de enramadas que alababan la alegría
y la desdicha juntas, la compañía y la soledad de ese transitar que lo
hacía mirar a un lado y otro de la calle mitad piedra y asfalto, henchida
por las raíces que hacía un siglo intentaban quebrar aquel rumbo. Alcanzó a ver la figura que lo observaba
muy cerca de los barrotes del portón sombreado. Después la vio alejarse
corriendo; el sol le clareó la pollera a cuadros, el pulóver de
cachemere y el collar de perlas agitándose a todos lados, como un lazo
blanco que parecía querer atrapar aquel brillo castaño que el sol seguía
desde su imperturbable distancia. Ella corría pasando junto al núcleo de
casas, doblando tras un recodo de santarritas, supuso Enrique que en
dirección a las canchas o a esos cuadrados verdes y vacíos que
recibieron el paso ligero de la muchacha y su preocupación de llegar rápido
a las caballerizas pobladas de palomas. Indudablemente que mi amigo se tuvo que
echar el saco al hombro y apurar él también el paso, para luego correr
franqueando el portón, las tres sillas de hierro y al jardinero agachado
junto a los rosales, frente al que Enrique se detuvo removiendo el
pedregullo y la quietud de la mañana con aquel ruido. -Buenos días. ¿Era Augusta la que salió
corriendo? El jardinero asintió en silencio, con
algo de miedo frente al tono resuelto de Enrique. El hombre maduro se
volvió a las suposiciones de las canchas y alzó la mano que sostenía la
tijera. -¿Tal vez se haya ido para las
caballerizas? -¿A qué? –inquirió Enrique, mirando
él también para donde señalaba el brazo tosco en el que se balanceaba
la tijera con restos de savia y brotes aplastados en las dos hojas de
acero. -No sé… Por ahí es una broma de la señorita
Augusta –supuso nervioso el hombre del mameluco gastado-. Si usted la
conoce sabe que ella necesita divertirse; distracción… Está muy sola
desde que… -Sí, ya lo sé –cortó Enrique
fastidiado, pensando rápidamente en el motivo de su visita. Cuando se disponía a seguir corriendo
tras la figura en dirección noreste decliveante, se detuvo nuevamente
frente a una puerta que estaba abierta y que conducía a la porción
interior que había correspondido a los padres de Augusta. Se metió casa
adentro y echó el saco encima del piano Bechstein. Levantó las fotos que
estaban apiladas sobre el atril: Augusta niña con sus padres, observó
Enrique, frente a aquella pareja: la mujer sentando a Augusta en sus
faldas; el hombre peinado a la gomina, de golilla al cuello y gesto
inexpresivo, y junto a él un cachorro de dogo. Tiró las fotos encima del
piano y una de ellas quedó mostrando el dorso: la letra pequeña que
parecía haber sido escrita recientemente. Enrique leyó. Después,
olvidando su saco, salió a la mañana del parque que acogía su regreso
desde la vegetación reverdecida. Fue caminando a medida que iba
reconociendo por primera vez aquellas canchas de las que le hablara la
muchacha en tardes de picnics improvisados y en noches de vodka con Malibú
junto a la barra de un lugar que parecía haber apagado sus luminosidades,
para sólo encenderlas en el recuerdo de Enrique. A veces alzaba la mirada al cielo y en él
parecía volver a leer aquello que encontró en una de las fotos: “Todo
era una mentira y ahora ellos no están. No sé hasta cuándo seguirán
ausentes. Pero tu tenés que regresar de un momento a otro, ¿no es así?”. Una mano de Enrique estaría apartando la
cortina de santarritas –para abrir panoramas de caminos que se
angostaban entre bocas de sapo y petunias- cuando llegué a mi casa
desanudándome la corbata y sentándome para apoyar un codo en el
escritorio, sosteniendo en una mano el sobre grueso en donde leí mi
nombre escrito con drypen en el exterior. Sin dejar de mirar aquel sobre
tanteé hasta encontrar el cortapapeles. Puse el sobre en el escritorio,
apoyé una mano en él y con la otra lo fui cortando despacio… Así Enrique se fue acercando a las
caballerizas de huecos desde donde lo señalaban los picos inquietos de
las palomas a punto de volar a los interiores. Puso un pie en el piso de
tierra y lo invadió un escalofrío cuando por encima de su cabeza cruzó
una paloma oscura, rasante, en dirección a otro hueco por donde se
asomaba la luz del parque que parecía haber quedado lejano, casi en otra
dimensión. Junto a la luz que venía del exterior reconoció la figura de
Augusta: sus hombros agitándose; una mano que ella se pasaba por los
ojos. Todavía no llegaba el mediodía, cuando
en mi cuarto acabé de cortar aquel sobre escuchando la presencia de los
grillos en la madrugada que venía desde la azotea. Lo primero que encontré
fue un papel en el que Enrique me escribía la dirección de Augusta y que
fuera para allá cuanto antes. Miré la hora y no pude hacer más que
negar con la cabeza y una mediasonrisa, pese a lo que trataba de
solidarizarme con él. La mañana de Enrique lo siguió
acercando a la figura de sombra que dejaba oír su llanto tras el cono
luminoso que atravesaba el hueco, por donde la paloma había escapado.
Ella alargó los brazos y volvió hacia arriba sus manos, esperando
encontrar las de él. Enrique rozó aquellos dedos, luego acarició las
manos y la abrazó en silencio, evocando sin hablar nuestro encuentro en
la rambla: “Augusta: me voy de viaje”. -No llores y permanecé así, apretada
contra mí. El había leído lo escrito en una de las
fotos: la pasada indiferencia de los engendradores de Augusta; y con un
beso en los labios le hizo saber por qué no tenía que seguir llorando.
Lo que Enrique no podía saber para sí mismo era justamente por qué
besaba a aquella muchacha que había quedado sola, con la única compañía
de una mucama, un mayordomo y un jardinero que venía dos veces por mes. Ambos salieron caminando tomados de la
cintura. Augusta sonrió con
dificultad, mientras apoyaba su cabellera castaña en el hombro de
Enrique. Mi amigo soltó un suspiro mientras observaba las extensiones de
yuyos donde alguna vez el padre de Augusta había jugado al polo y también
había matado de un tiro a uno de los caballos –que tuvo la desgracia de
mancarse en pleno partido-, apartando a un lado con brusquedad a su
esposa, quien no pudo más que llorar en silencio la muerte, el adiós a
ese caballo que ella misma había visto nacer. De pronto, algo hizo que
Enrique mirara a Augusta, casi dormida contra su hombro. La besó en la
frente. Ella entreabrió los ojos y él le habló con una expresión seria
en su rostro. -Ladridos… ¿Tenés otros perros? -Deben ser perros de la calle; los míos
ya te dije que se murieron hace un tiempo. El parque –en su quietud cuando el
jardinero y las dos personas de servicio ya se habían retirado- dejó
entrar el lento transcurrir de la tarde, abriendo un claror de mañana
auspiciosa para mi dormitorio. Remoloneando en mi cama me volví al sobre
distante que había dejado sobre el escritorio. Enrique le hizo caso a
Augusta y se sentó en una de aquellas sillas que ella había llevado
hasta la mesa sombreada por el tilo. Mi amigo miró hacia el portón:
seguramente fue el jardinero quien lo cerró cando acabó el trabajo; él
fue quien puso la cadena entre los barrotes y alguien, tal ve Augusta, pasó
llave al candado ferruginoso que colgaba, inmóvil, en su contorno grueso. Enrique volvió a oír aquellos ladridos,
cada ve más cercanos adonde él se hallaba. Casi se pone de pie de un sobresalto ante
la risa y el lamento que parecían estar rondando el parque; estarlo
rondando en la tarde de tazas de té y espera de Augusta trayendo entre
sus manos la tetera de plata. Enrique reflexionó en que no había
casas rodeando a la de Augusta sino hasta tres cuadras después.
Los ladridos se oían cada vez más cercanos, como las risas y los
lamentos parecidos a los de un hombre y una mujer. Enrique frunció los labios y recordó
que su saco había quedado arrugándose encima del piano, junto a aquellas
fotos de papel opaco que mostraban lo que había dejado de ser. Recordó
la letra pequeña, las entrelíneas anunciando la certeza de que tarde o
temprano él regresaría. Se paró resuelto a ir a buscar su saco,
pensando en que dentro estaba aquello de lo que Augusta se tendría que
enterar por estricta revelación de él. Pero cuando se vio nuevamente
parado en medio de aquel salón no encontró su saco ni las fotos ni a
Augusta. Miró hacia los ventanales cuando ya los ladridos parecían estar
recorriendo las extensiones del parque. Se recostó contra el piano y miró
hacia las bocas oscuras de aquellos corredores que confluían hacia el salón
casi desprovisto de muebles. De uno de esos corredores tendría que
regresar Augusta con la tetera humeante. Cuando los ladridos parecieron
disminuir, Enrique se acercó al ventanal y desde allí se inclinó a la
visión del parque por entre las celosías; a la corroboración de que él
había llegado allí en la mañana de su último regreso, sin interesarle
de qué forma recordaría luego ese momento, cuando se acercara a la
ventanilla para desde allí sonreírle a la ciudad que desaparecía allá
abajo, tras las nubes. Consideró que tal vez fuera doloroso prolongar
aquello en un té para el que luego no podría hacer otra cosa que besar a
Augusta por última vez, echándose nuevamente su saco por encima del
hombro y cuidando de que su pasaje no cayera al pedregullo cuando
franqueara el portón. Resonaron los ladridos, las risas y los
lamentos en todos los rincones del parque. Enrique miró a ambos lados y
luego detuvo su interés en una de las dos sillas colocadas junto a la
mesa del té. Alguien había puesto allí su saco, colgado cuidadosamente
en el respaldo de la que le correspondía. Se apartó del ventanal y caminó
con paso apurado al reencuentro con la extraña exterioridad de los árboles
y los rosales, sin importarle los muchos perros rabiosos que pudiera haber
y de los que sólo le llegaban los ladridos cada ve más audibles, acompañados
de risas, lamentos y cierta vaga idea de que había creído escuchar
pronunciar el nombre de Augusta, con desesperación. Enrique cruzó el
sendero que separaba la casa, del té y los fragmentos brillosos que el
tilo esparcía sobre el mantel a cuadros. Se agachó junto a su saco y
enseguida buscó en los bolsillos internos, luego en todos, sin encontrar
aquel pasaje. Levantó la cabeza y oteó en la cercanía de los otros árboles,
en donde parecía que se ocultaba alguien que lloraba. Otro árbol le
trajo unas risas con gusto a borrachera y la orden de que los perros se
limitaran a gruñirle… a Enrique. Porque comprendió que todos esos
acontecimientos tenían que ver con su presencia en el parque. Después,
sin apartarse de esa silla, miró hacia el portón que ya no sabía quién
había cerrado. Se irguió, caminó hacia él y se detuvo frente al
candado grueso y antiguo. Siguió la dirección de los barrotes y le
pareció que todo –los muros y el portón- había adquirido proporciones
que antes no existían o no le habían llamado otra atención que aquella
habitual de cuando nos vamos acercando despacio a las extensiones de un
predio viejísimo y releemos la dirección que nos anotaron con letra casi
ilegible y apurada. Cuando Enrique se volvió, vio venir caminando a
Augusta –llevaba entre sus manos la tetera cubierta a medias por una
servilleta blanca- quien se detuvo a cierta distancia suya, con el rostro
congestionado y un leve temblor en su cuerpo. Para mi amigo era difícil
reconocer en esa muchacha a la que le había pasado una mano por el brazo
la noche en la que ambos se fueron a refrescar junto a la barra de un
lugar que había quedado destruido bajo sus escombros de pasadas músicas
y luminosidades. Enrique empezó a caminar hacia ella y Augusta se fue
replegando en su miedo, apretando las manos contra la tetera humeante.
Ambos se detuvieron en medio del sendero de pedregullo, cuando unas risas
resonaron junto al portón y los lamentos se colocaron tras la figura de
Augusta. Los ladridos iban y venían por entre las extensiones de
eucaliptos, tilos y acacias, y adonde era que Enrique miraba no encontraba
otra realidad que aquella que tenía en su entorno en el que la muchacha
era apenas el recuerdo lejano de una mañana que lo vio llegar a él,
dispuesto a decir lo que había olvidado; dispuesto a aceptar que aquel
candado ya no se volvería a abrir porque no había llave; porque no había
pasaje en ninguno de los bolsillos del saco, que todavía pudo divisar a
lo lejos, con las mangas agitándose por la brisa súbita que anticipó
otro atardecer de reflejos vagos. Las dos figuras permanecieron frente a
frente en ese lugar al que empezaron a recorrer algunas hojas secas
mientras las risas, los lamentos y los ladridos se fueron apagando como
ese día. Improbable volverlo a encontrar. Improbable racontear los acontecimientos
junto a su presencia, para preguntarle si él intuía lo que podría
suceder. Apenas toqué ese candado del que no había
apartado la mirada cuando me fui acercando al mediodía de ese rincón
delimitando sus tres cuadras por los muros descascarados y la silueta
opresiva del portón ferruginoso. Apoyé mi cabeza contra dos barrotes asomándome
al silencio que ahora poblaba la sucesión de construcciones antiguas, sin
sillas de hierro blanco esperando la resolución de otro día; sin mesa
bajo el tilo en donde ya nadie aguardaba otro té. Secretamente siempre deseé conocer un
lugar así y jamás pensé que llegara ese momento, con pájaros que
piaban delatando mi soledad junto al empedrado de la calle y sin apartar
una de mis manos de los barrotes verticales. Pensé en aquel parque al que volvía a
dar la espalda y en el último regreso de Enrique. Seguramente que él no
se lamentará de que yo haya llegado tarde, porque sólo me basta con
mirar y remirar ese sobre en el que él me había dejado una dirección
que ya no interesaba. Que rompí y eché hacia atrás por encima de mi
hombro. Antes de subir al embaldosado desparejo de la vereda repetí una vez más la acción de sacar lo otro que contenía el sobre. Después me guardé todo en el bolsillo interno de mi campera blanca, dispuesto a llegar pronto a la anchura de la avenida eucaliptada; aceptando que ya no era necesario volver a mirar aquel pasaje, para leer en él las letras que formaban mi nombre. |
Guillermo
Lopetegui
Se publicó en "El parque de los últimos regresos" (Monte
Sexto, Montevideo, 1987)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
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