El papel |
in memoriam Julio Ricci |
Puedo repetir la acción las veces que
quiera: doblarlo en sus clásicas cuatro partes, cerrar el cajón y pasar
a otra cosa. Puedo abrir el cajón, sacarlo y plegar
sus dobleces sobre la mesa, volviéndolo a leer. Fluctuar entre estrujarlo
o mirar de nuevo el cajón, que permanece abierto como esperando alguna
estúpida resolución mía. Soy el dueño de la situación, pequeña
e insignificante situación, en la que me considero primero y último
protagonista. Prefiero releer los cuatro o cinco
renglones; las letras débiles de una vieja máquina; casi se confunden
con las sombras que hacen los pliegues del papel; son como manchas, una
idea que se plasmó en determinado momento: sería de mañana, de tarde,
de noche; será a esta misma hora en que tengo el papel bajo mis lentes.
¿Que estaría haciendo yo en esos momentos?... Una vuelta de esquina que
no se dio, un pensamiento que se exteriorizó demasiado tarde, una llamada
telefónica que pudo configurar la última oportunidad de ser nosotros:
todo hubiera sido viable para cambiar el proceso de la acción. Figurar
como único autor ante tal retrospectiva, de nada sirve. Y todo está
resumido, amontonado, devuelto, en un centenar de símbolos grises, casi
ilegibles. Vuelvo a considerarme el solo hacedor de
mi voluntad y quiero dirigirme con cautela, a través del anfractuoso
sendero de la decisión más acertada. Ya no me alcanza con releer: necesito
darle vida a una serie de abstracciones unidas con el objeto de
trasmitirme un estado de ánimo, una agitación del intelecto, destinada a
mover mi letargo de tantas horas. Ahora es distinto porque puedo escucharme
como intérprete de lo ajeno, que sin embargo deja de serme ajeno al
concluir la voz y sólo quedar el chirrido de la cinta que gira vacía,
hasta el ruido seco y final luego del que retorno a mi silencio; silencio
que no es más que la prolongación de aquel girar sobre una misma
superficie... sólo que yo no hago “chic” o “trac”: intenté el
sonido onomatopéyico, pero lo único que sentí fue una profunda y
desagradable sensación de estarme haciendo el clown frente al propio
circo de mi persona. Leer, luego escuchar. Alternar las
distintas facetas en que se presenta la idea provee a una proficua
oportunidad de apuntar al otro pensamiento desde distintos ángulos; una
frase del papel, otra que se reproduce desde la voz de la cinta, convergen
hacia un panorama más amplio que el delimitado por la hoja. Agregándole a esto la sensación visual,
convendré en que tengo un concepto acabado de lo que se me quiso decir.
Algunas crayolas y la cartulina de un sobre en desuso servirán para el
propósito... Imagen. Sonido. Pensamiento. Comienzo nuevamente, esta vez por la
cartulina... pero en ella está representada una imagen carente de unión
con el resto: aparecen claros que denotan una falta de criterio estético
seguida por mí; no es problema de color ni de trazado: descubro la total
ausencia del origen que motivó su creación. Viene ahora la cinta, y para ella dedico
más minutos; concluyo por desconocer a quien emite los sonidos, quien se
encuentra exento de toda dependencia: no es mi dicción, tampoco las
pausas que acostumbro hacer... y mucho menos el tono presenta algún analogismo con el mío. Quién es en definitiva... Pero allí están, como dos entidades que
se han erigido en mi contra, coaligándose con esto que tengo entre mis
manos y... y no puedo destruir, como tampoco me animo a borrar la voz de
un extraño o partir en dos la cartulina que ya no tiene nada en común
con el sobre en desuso. Me alejo del grabador, del escritorio;
abro el ropero y aparto las ropas, los zapatos, los perfumes hasta que me
envuelve un conocido olor a naftalina; siento un ruido de perchas que
adquiere una sonoridad distinta de la habitual: más hueca, íntima. Me siento un ajeno frente a lo que me
pertenece, o quizá tome ahora un verdadero contacto con los objetos que
se me aparecen por todos los flancos. Tiro de las corbatas que cuelgan en la
puerta y logro que se vaya cerrando de a poco. No sé cuánto tiempo habrá pasado. Alguien entra y enciende el grabador...
parece que observa la cartulina... puede estar leyendo el papel... Habla
de mi ausencia y borra la
cinta: siento el chirrido multiplicado y la voz que se infantiliza estúpidamente
hasta tornarse grotesca y desaparecer. Indudablemente que no comprendió el
fragmento de la cartulina porque lo está rompiendo. ¿Y por qué no hace
lo propio con el papel?... ¡El papel es lo importante!... Se aleja. Y no creo que el papel haya
dejado de estar sobre el escritorio. Hubiera sido mejor no abrir el cajón. No
releer lo que yo ya sabía. Lo que inconscientemente me estuvo rondando
todos estos años. Pero ahora es tarde para retrocesos.
Sobre el escritorio hay mucho más que las palabras. Creí que guardándolo
o plegándolo mil veces sobre la madera barnizada nada cambiaría, al
contrario: iría por el camino de convertirme en dueño absoluto del
significado oculto de aquel mensaje. Allí quedó el cajón, esperando una
respuesta que no le voy a poder dar, una resolución que ya no voy a
tomar. Espero que algún día ese papel, ese
mensaje, esa verdad, quiera analizarme a su vez y tenga tiempo para
estirarme de nuevo los brazos, flexionarme las piernas, moverme de lado a
lado la cabeza, y aunque sea por imprecaciones descubra el estado de mi
cerebro. Aún me queda un resto de valentía para saber afrontar el tiempo... sólo... sólo que la naftalina... |
Guillermo
Lopetegui
Se publicó en "Último reducto" (Ediciones Géminis,
Montevideo, 1978)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Utopías
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