Palacio Salvo |
Acabaron
poniendo barreras hasta el medio de la avenida y por la calle Andes al
sur. Sí, tarde o temprano se va a venir abajo; pedacito por pedacito, en
un mes o diez días, pero se viene abajo. Sobre
el otro cuerpo él deja de besar, morder, acariciar; no escucha el clásico
“Apretame fuerte”. Sobre el otro cuerpo él estira su cuello todo lo más
que puede y alza la mirada más allá de la terraza: sabe que está allí
enfrente; que primero serán pedazos de mampostería desde los arcos de
las ventanas, hasta que un buen día... Vuelve
a escuchar el “Apretame fuerte” y junta voluntades para besar, morder,
acariciar de nuevo. Y así todos los fines de semana. El anterior había
sido similar aunque el rostro, el cabello, los ojos, la voz, todo fuera
distinto; igualdades conformadas por otros momentos y otros nombres. “Venite
para acá. Tengo una amiga que te quiere conocer. Es muy mona, más que
Chunga, y estoy segura de que se van a entender. ¡No demores!” Entonces
dejó su incierto deseo de ir a la casa de un viejo amigo al que hacía
tiempo, mucho tiempo, que no veía. Entonces no habría evocaciones en un
parque; conversaciones retrotrayendo la adolescencia hasta la reinstauración
en la memoria de nombres femeninos que hacía tiempo no se pronunciaban.
No: el amigo y los planes de, quizás, merodear algunas regiones de cierto
pasado bastante compartido, quedarían postergados. El
pensó que en todo caso esto era mejor que pasarse hablando de los
acontecimientos pretéritos. “Lucy
salió con un amigo, así que me dejó de dueña de casa.” El
fin de semana anterior las palabras habían sido otras. “Lucy
salió con un amigo. Me dijo que utilicemos por supuesto que el
dormitorio, pero también, si queremos, la cocina, el living... Bueno: ¡todo!” Aquello
había sido más directo, la voz era simpáticamente vulgar y el conjunto
bastante menos atractivo que anteriores oportunidades. Tomar
café, jugar a las cartas, hablar de numerología, de la tercera guerra,
del trabajo, del feminismo; luego prender el radiograbador y el inevitable
tema del rock de los Ochenta en contraposición a la música nacional y la
inevitable invitación a raíz
de “¡Ah, este tema! ¡Todo una época!... ¿Vamos a bailarlo?”. Sí,
claro, ¿por qué no? De lo contrario, ¿qué sentido tendría este otro
fin de semana tan poco diferente al anterior, a excepción de que tú sos
morocha, algo menos alta, con casi nada de tetas pero con un sostenido
interés por la numerología, el peligro latente de otra guerra (que todos
coincidimos en que sería la definitiva, claro) y el inminente
advenimiento de otro carnaval, a puro tablado, mientras te movés con
cierta esbeltez y me invitás a la aventura, apartamento adentro, girando,
colocándote de espaldas a mí –que voy cerrando la puerta- y encendés
un cigarrillo con la colilla del otro?... Sí, ¡claro que vamos a bailar! Ella
estrujó en una mano la caja de cigarrillos y la tiró en el tarro de
basura que lucía una bolsa de residuos verde recién colocada. Volvió al
living con dos vasos llenos de hielo y alcohol, tomó un sorbo del
destinado al hombre, se lo alcanzó, luego lo rodeó con sus brazos y
entrelazó los dedos de las manos por detrás de la nuca, mirándolo por
algunos segundos para luego amagar a dejar un primer mordiscón en el
cuello salpicado del infalible “pour homme”. Bailaron
junto al ventanal. El torció la mirada, el camino que sabía adónde los
conduciría; amenguó la intensidad, la conocida y tantas veces
experimentada intensidad del momento, para detener sus ojos en la
perspectiva monolítica de la otra cuadra, la que iniciaba las muchas
veredas de galerías enormes y desiertas, resplandores sonoros disparándose
desde los juegos electrónicos, bares de poca gente y precios remarcados
de la avenida principal. Recorrió con la mirada cada uno de los pisos,
descubriendo fisuras que antes no estaban; pedazos de mampostería a punto
de desprenderse. El primero, el sexto, el noveno, el trigésimo hasta allá:
casi donde comienzan los miradores. “Si
todo se viniera abajo tal vez los escombros y el polvo subirían hasta por
lo menos el cuarto o quinto piso de este edificio, muy inferior al otro en
arquitectura y categoría, y entonces...” Trató
de recordar cuándo se había iniciado todo; cuál fue el primer fin de
semana; cómo se llamaba aquella a la que luego no volvió a ver; cómo se
llamaría la siguiente y si por algún lado existía cierta forma de
final. Acercó
su rostro a la oreja de quien era mucho más linda que Chunga y consideró
que la cuota con el baile ya estaba cumplida. Entonces comenzó a suceder
allí mismo, entre el sofá y la mesa ratona, sobre la alfombra de motivos
florales. Días atrás el lugar había sido la cama de Lucy, mientras ella
estaría haciendo lo propio en otra casa, en otro rincón de la ciudad que
quizás estuviese doblando la esquina o por Bulevar Artigas o cerca de 8
de Octubre o... Nunca se había planteado cuándo pondrían punto final a
“Yo voy a salir con... Así que vos venite que aquí se queda... y estoy
segura de que te va a encantar”. El
pensó que podría llegar el momento de que se sentaran frente a frente,
un día de semana cualquiera, con vasos de leche caliente y música de cámara
de por medio o sin música, si es que para Lucy el Razoumovsky Nº 2 era
“un bodrio”. “Apretame
fuerte.” “Mordeme toda.” “Soy tuya.” La
luz pálida del nuevo día iluminando las vertientes del Solís, como
tantas otras veces y como tenía que suceder cuando no estaba nublado; el
cansancio en su cuerpo y el ardor incómodo en los labios. Volvió
a contemplarla para luego desviar los ojos abajo, a la avenida, olvidándose
de los otros labios que lo seguían recorriendo en saliva; olvidándose de
los párpados entornados, del par de piernas que le apretaba la cintura. Prestó
atención al nerviosismo sonoro, a las corridas, a las cabezas que miraban
a lo alto; escuchó los primeros lamentos y poco a poco fue estirando el
cuello, queriendo llegar con la mirada al otro espectáculo... Ella,
mientras tanto, parecía a punto de desmayarse de placer y él, por
momentos, cumplía con el ritual de efectuar breves movimientos con las
caderas. Tendrían
que haberse sentado con Lucy frente a frente –sin leche ni Razoumovsky-
para pensar en la fecha, la hora, la clausura definitiva de toda aquella
sucesión de fines de semana. Y su amiga podría estar doblando la esquina
o muy lejos. Quizás ella siguiera con el vértigo
de sábados y domingos de intensa disipación, pero entonces tendría
que buscar otro número de teléfono, para pronunciar el nombre de otro
amigo y asegurarle que no quedaría defraudado con la chica que tenía
para presentarle. Por
fin se decidió a clavar la mirada donde comenzaba la cúpula, luego las
cuatro torres rodeándola algo más abajo... Y sonrió. Ella, todavía semidesmayada de placer, no oía los gritos, las corridas; tampoco advirtió los escombros y el polvo. |
Guillermo
Lopetegui
Se publicó en "El parque de los últimos regresos" (Monte
Sexto, Montevideo, 1987)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Muertes
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