Pero tu no estarás dormida
Guillermo Lopetegui

a Marina Bidegaray

"Lo que te quiero decir es... que no estuve dormida."

Y sus ojos se volvieron más brillosos y penetrantes cuando acabó la frase.

Más allá del ventanal de la cocina –donde aguardábamos a que calentara el café- pude advertir que el día –lleno de nubes en la madrugada- comenzaba a despejarse. Pensé que podríamos andar a caballo; recorrer los cinco kilómetros que nos separan del pueblo. Nos mezclaríamos con esa gente que no vemos nunca; gente de bares con luz difusa; restaurantes murmurantes que dan a la bahía; prolongaciones de la noche silenciosa; de las luces de las estrellas.

Me vuelvo a ella y recuerdo que nos relacionan cosas comunes. Y a veces desearía que no nos relacionara nada. Entonces me quedo callado y me voy a buscar esa atracción milenaria y misteriosa que tienen las barajas; o se me da por pensar cómo estarán las calles de la capital, cómo estarán mis amigos más íntimos que ella no conoce. Pienso, trato, creo descubrir una idea que, en definitiva, no tiene el más mínimo sentido. Pero ahora ese "que no estuve dormida" –la veo soplar el café en la ollita- me sonó más dulce, más pavorosamente limpio y sincero. Y pavoroso es pensar que la pude haber desilusionado por un impulso infeliz, estúpido, de las tres de la mañana, cuando ella... dormiría... y yo consolaba a Lilette, que estaba acostada a su lado con un fuerte dolor en las sienes. Y parece que no durmió; que oyó lo que yo le decía a Lilette; que hizo lo imposible por no parpadear, quizá para no molestarme o porque estaría reviendo el concepto que tenía de mí.

Me alcanzó uno de los cafés, acercó la silla y hasta la mitad de las tazas ambos tomamos en silencio, un silencio de esos donde el espacio que media entre dos individuos –más particularmente me animo a especificar que entre un hombre y una mujer- se ve plagado de posibles preguntas que podría hacer uno y de respuestas entreveradas que esgrimiría el otro... Sin embargo, me da la impresión de que, más allá de ese silencio que nos convoca a los dos, ella ha abierto las puertas de su laberinto habitual, un laberinto donde comienzo a ver extenderse pasillos en franca claridad, como señalándome cuáles son los detalles de una personalidad que muy pocas veces he logrado entender; que muy pocas veces me animé a analizar a fondo, por miedo a terminar siendo yo el analizado o lo que es peor: desembocar en un fracaso desolador que me alejara todavía más de ella, con el riesgo adicional de también empezar a alejarme de lo poco que podía conocer de mí mismo. Otra pregunta que me viene ahora a engrosar este cúmulo de suposiciones es: ¿quién merecía más?... Lilette era un desafío, un ajustar de cuentas por muchos años estúpidos, por cartas que nunca fueron contestadas, por labios que se me mostraron áridos y fríos... hasta ayer. Hubiera sido preferible no encontrar nuevamente a Lilette; pero también pienso que más de una vez se es hipócrita; se trata de rescatar, al menos temporalmente, aquel punto de partida de la felicidad que conocimos en otro tiempo. Hoy por la mañana volví a mirar a Lilette... y preferí el aire renovado, el sol ascendente por entre los bosques... e indefectiblemente: el mar.

Sonreí al sentir que el agua me empapaba nuevamente. Alcé mi vista al Oeste todavía brumoso donde sabía que existía un pueblo. No obstante la imagen evaporada que tenía del punto cardinal desde la playa, divisé algunos pocos edificios no más alto que tres pisos, construidos recientemente: lo único que empezaba a otorgarle otra perspectiva a la monotonía naranja de los tejados coloniales.

 

A la noche iniciábamos el juego con las barajas. Entonces me convertía en el mago, en el prestidigitador dueño de destinos con formas de dos mujeres que apoyaban sus codos casi sobre el borde de la mesa. Bajo mis ojos iban cayendo las distintas figuras con números romanos al pie de cada una. Busco explicaciones, respuestas a las preguntas que me formulan y que intento asociar con mis propias incógnitas. Mezclo las simbologías y pretexto nuevas formas de penetrar en el misterio de un juego que ya no sé si fue inventado mil años atrás... o si es continuamente reinventado –con nuevas variantes, con nuevas reglas- a lo largo de todas estas noches de esta temporada, metidos en la soledad de una casa, una casa que se relaciona con la civilización mediante el hilo imaginado de cinco kilómetros pocas veces cruzados por los tumbos que hace algún camión sobre el hervor, el cansancio, el pedregullo y los baches.

Las preguntas, las respuestas...

Ella asiente con una caída de párpados fatigadamente favorable; en el otro ángulo de la mesa –a veces olvidable, a veces necesariamente recordable- Lilette observa y escucha con atención. De a ratos parece mostrar una expresión agresiva: el brillo de los ojos, la lividez en el rostro sensiblemente retraído. Y por fin se va al dormitorio. Entiendo que su presencia hace y no hace falta.

Todo cambia: el movimiento de las manos alrededor del mazo se hace más íntimo y suave. Demoro los pases hurgando en lo más recóndito del tiempo que nos une. ¿Que nos une?... Habíamos andado a caballo y en esa oportunidad la relación fue distinta: por momentos prefería galopar más rápido, alejarme del perfil femenino que acompasaba movimientos suaves con el trote que iba atravesando zonas de luz y sombra por entre laberinto de troncos. Pero sí: en esos momentos hubo algo que nos aproximó más, que nos encontró en una razón común. "Si Lilette no existiera; si nunca..." Porque en esos momentos se me representaba absolutamente innecesaria: ni en la playa, ni en el bosque, ni en la casa, ni en el pueblo... y apenas ubicada en el devenir anónimo que la gente de la capital estaría provocando a esa misma hora. "Si Lilette no existiera; si nunca..." Porque de nuevo me encontraré con sus actitudes irreversibles, sus palabras extrañas. Y por el otro lado ese "que no estuve dormida"... Entonces sólo cerró los ojos; entonces sólo cerró el último pasaje que mediaba entre su esperanza y mi desazón; se cubrió hasta el cuello y volvió la cabeza para no mirarme, para evitar el mirarnos, sintiendo que la noche nos tragaba en aquel cuarto, sobre la cama donde también estaba Lilette con un fuerte dolor en las sienes y llamándome a sus labios que ya no eran la aridez; acercándome a sus ojos semiabiertos que ya no mostraban frialdad. Y ella no estuvo dormida pese a que la noche la iba masticando entre sus dientes de estrellas. Estuvo como inmóvil... y no noté la lágrima que cayó hasta su almohada.

Hubiera sido necesario prolongar los pases, cabalgar hacia los bosques más espesos; no estar ahora sentado aquí, esperándote ver dormida completamente para repetir este ritual oscuro de besar lo que ya no pretende ser inexpresividad en el rostro de Lilette.

Un resplandor lácteo baja por las sinuosidades del jardín. Y deberé complacerla otra noche más, sabiendo que la redención está a pocos centímetros, vuelta de espaldas. Todo sucederá en un amargo silencio, y hubiera deseado que te amodorraras entre tus sueños... pero tú no estarás dormida.

Guillermo Lopetegui
Se publicó en "El rostro de Margarita Shaw" (Ediciones del Grupo de los 9, Montevideo, 1981)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Orillas

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