Marie-France Dufrechou |
a Eduardo Gilardoni |
Cuando
me vio llegar me hizo una seña para que dejara los libros sobre la mesa y
me sentara frente a él. Tenía un papelito donde había frases escritas
con una letra garabateada, como curvas y redondeles superpuestos, no sé.
Pidió champagne y quedó mirándome. ¿Esperaría una exclamación de mi
parte por aquel pedido efectuado a las 11 de la mañana? Volvió la vista
a una mesa que estaba cerca de un perchero: “Marie-France Dufrechou...
¡Gran mujer!”. Ratifiqué el elogio dirigido a alguien que yo nunca había
visto antes. Miró de reojo: “Tus libros... Sólo tus libros”. Y se
incorporó apartando las manos y dejando lugar para las copas y el balde
de plata por donde asomaba el gollete brilloso del Moët & Chandon:
“Hace mucho que no tomás esto. Te va a venir bien, vas a ver”. Sirvió
la primera copa y me la alcanzó por encima del balde. Desde un piano,
alguien acordeaba una música que me trajo el nombre de Chopin. “La Balada Nº 1, ¿no?”, señalé con plena seguridad. A través del
cristal pude ver su rostro graciosamente deformado y sonriente: “¡Veo
que todavía no nos hemos olvidado de eso tan sublime!”. Sí, por
primera vez sonreía sin imponerle a sus labios aquel toque irónico y tan
suyo. Allí me vino una segunda copa... Pregunté quién era Marie-France
Dufrechou, acercándome un poco más e inclinando el torso hacia
el centro de la mesa. Su voz se dejó escuchar más musical y algo
emocionada: “¿Marie-France?... Marie-France es la galería alfombrada
de un teatro; el agitarse de un programa cerca de nuestra mejilla; esa
sonrisa que casi nos roza la piel en un intervalo; el perfume que sentimos
junto a nosotros cuando el palco ya está en silencio; la respiración
tibia que nos invita a acercarnos más...”. Y el teatro se convirtió en
el monólogo de una hora. Marie-France lo llenaba todo: su hablar, mi
atención, la gente que nos rodeaba... y por supuesto que me volví a su
mesa: ya no estaba. Y lo seguí escuchando: “A propósito de Chopin. Es,
fue, algo inolvidable escuchar un Nocturno en su compañía; o la Mazurka
Nº 32 en Do sostenido menor... ¡Ah! Pensar que yo lo viví.-Giró la
cabeza a un costado, con la mirada perpendicular y perdida-. ¿Por qué
ahora parece un sueño?... Extraño. Muy extraño”. Íntimamente
estaría llorando. Yo no podía explicarme el porqué de tanta devoción,
ya que ella ni siquiera se molestó en venir hasta nuestra mesa; él
tampoco me invitó a ir a la suya. En fin: entendía cada vez menos.
Respiró hondo y se sirvió otra copa, olvidando que la mía estaba vacía.
Sorbió el líquido con los párpados entornados. No sé qué pretendía y
por un momento fluctué entre irme o seguir participando de aquel
disparate ya que aún no sabía el motivo de la reunión. Lo miré y esbozó
otra sonrisa: “Y seguimos sobrios, mi amigo; y seguimos mirándonos y
tratándonos de encontrar en la búsqueda de cualquier explicación,
cualquier respuesta que justifique el hallarnos aquí, hablando de una
mujer que, de alguna forma, los dos conocemos. Es triste que ella no
cierre este círculo arcaico en el que ahora tú y yo estamos metidos. Allí
tus libros, aquí mi champagne: ¿qué tendrá que ver una cosa con la
otra? Nada. Pero hay algo que desentona y me parece que son tus libros: sólo
palabras. En cambio en este champagne hay música; en estos ojos todavía
están prendidas las luces de las estrellas en una noche fresca, cuando
caminábamos por el bulevar de mítico e impronunciable nombre en compañía
de Marie-France y otros amigos. Sus caras se dibujan ahora en estas
inquietas burbujas. Ves: en éstas”. Yo
no sabía si romper mis libros o pegarle una trompada. Bulevar de la
desolación. Los amigos de Marie-France estaban a miles de millas; por allí
sus risas se estarían ahogando en la profundidad del océano... Pero hubo
algo que después me movió a pensar distinto: Marie-France sería una
perla, una burbuja –de las tantas doradas- en el champagne, un perfume
que nos penetra, nos cierra los ojos, nos hace pensar en una tarde a
orillas del cautivante río; o caminando, legendariamente, luego de un
concierto como siempre inolvidable. Pensé hasta dónde él estaría tan
borracho: iba y venía, rítmicamente, del respaldo al borde de la mesa. Abrí
mis libros y busqué, entre los títulos y los claroscuros de las fotos,
todo aquello que había descubierto descansando en su risa entrecortada y
su borrachera de antes del mediodía. Llamé al mozo y pedí otra
botella... y una tijera. Esta vez el champagne lo serví yo. Después conté
las letras de aquel nombre. Cuarenta mesas. Ochocientas letras. Veinte por
cada mesa... De a ratos lo miraba: él seguía tomando y ahora exclamaba
“¡Bien!”, con el pulgar en alto y una voz decididamente pastosa. Como
éramos los únicos que quedábamos en ese café que él había elegido
-de vagas reminiscencias art nouveau
en las curvas de sus sillas y en los marcos de sus espejos- no tuve
problema de colocar las letras de su nombre siguiendo las circunferencias
de cada una de las mesas. Así quedaron, todas coronadas con los recortes
que les hice a mis libros. El resto del papel sirvió para modelar el
contorno de su rostro: él me lo supo describir con un tono
sorprendentemente evocador; como un ciego que lo estuviera aprehendiendo
con dedos presurosos, inteligentes; con avidez y destreza. Sacó
un frasco lleno de pastillas: “Hoy hay función y ella va a estar. Se
pondrá contenta si te ve. Es en el palco número treinta”. De
lo que no utilicé de los libros sólo quedaban restos de cartón tapando
algunos ángulos de las baldosas. Me
dio su reloj, las llaves de su casa, las de su auto, la entrada al palco y
un beso en la frente. Tomó las pastillas de a pequeños montones y las
fue tragando empujadas por el alcohol. A mí se me caían las lágrimas...
pero controlaba que la hora no se me fuera a pasar: el concierto empezaba
a las seis de la tarde. Todavía tenía que llegar un poco más temprano
para ubicarla entre toda la gente que estaría aguardando en el hall. Poco
después, murió. Cuando la ambulancia se lo llevó con una sábana cubriéndole
el cuerpo crispado –sólo alcancé a ver una muñeca, un puño
almidonado, unos gemelos con sus iniciales-, alcé mi cabeza y caminé
hasta su casa. Mucho
tiempo había vivido en esta casa, solo. Su
smoking me quedó bien; también sus zapatos de reluciente charol y el
sobretodo pelo de camello que me coloqué sobre los hombros. Como no sé
manejar pedí un taxi y me senté a esperarlo junto al piano: el viejo
Pleyel... Hacía mucho que no lo veía y noté que el teclado estaba un
poco más amarillo. Cuando
fui a meter la entrada en uno de los bolsillos del sobretodo, tanteé el
grosor de lo que parecía ser un sobre alargado: estaba dirigido a mí. Lo
abrí, saqué aquella hoja doblada en dos pliegues y escrita con una
fluctuante letra de trazo fino en tinta china y comencé a leer
pausadamente, diría que con ritual parsimonia, como si eso fuera lo último
que debiera hacer al cabo de mi vida, aunque indefinidamente. Y allí, por
fin, lo comprendí todo: desde la muerte me hacía su último pedido. El
taxi me dejó frente a la escalinata del teatro a las seis menos cuarto.
Tenía quince minutos para buscar a Marie-France Dufrechou a lo largo de
todo el semicírculo que forman las entradas a los palcos. Llegué al número
treinta y resolví abrir las puertas de dorado a la hoja. Dentro no había
nadie. Avancé a su interior penumbroso y tomé asiento con el ánimo de
aguardar algo, distrayéndome momentáneamente en el observar a la gente
que se iba acomodando de a poco en las butacas de la platea. Las
luces se apagaron y la orquesta se aprestó a recibir al director. Yo,
entretanto, continuaba metido en aquel despoblado silencio de palco;
metido en una duda que me iba naciendo a medida que el director dejaba de
jugar con la batuta entre sus dedos y terminaba de observar la
partitura... Marie-France Dufrechou había sido su amante, su amiga, su
consejera en aquellas noches de champagne y resplandores de estrellas
sobre la lejana ciudad de sus sueños; Marie-France Dufrechou estuvo a
escasos metros míos, en una mesa junto a un perchero, sola con sus
recuerdos, con una sonrisa triste que esa vez no supe descubrir en sus
labios, como ahora cuando la evoco desde esta oscuridad. Mi deber era
esperarla, porque él estaba muerto y yo ya no tenía mis libros.
Marie-France Dufrechou: eso eran mis libros ahora, dispuestos en círculo
y coronando las cuarenta mesas de un café. A
veces pienso que no importo mucho. Hoy, cuando él me miraba con sus
pupilas inmóviles desde una cara vuelta hacia un lado del mármol de la
mesa, pensé en por qué me eligió; por qué tenía que ser yo el señalado
para estar ahora en esta silla de terciopelo bordó, como una sombra que
teme perturbar lo que ya es silencio en la atmósfera, en la verticalidad
de arcos sobre los puentes de los violines, los brazos en alto y una
batuta adonde convergen todas las miradas... Marie-France estuvo a pocos
metros de distancia... pero eso fue en la tarde: ahora quizás esté a
miles de millas; un océano y una noche, profunda y densa, nos debe estar
separando tal vez para siempre. Todo puede ser posible, pero falta muy
poco para que comience la obertura-fantasía Romeo
y Julieta, y no puedo dejar de pensar que Tschaicovski estaba muy
lejos de mí, de ella, de otra estación menos fría... Ya no importa...
cuando algo se mueve a mis espaldas y me vuelvo: -¿Marie-France
Dufrechou? -¡Sí!...
–respondió ella desde la penumbra del palco ahora reavivado, cuando a
su vez tomaba asiento en otra de las sillas junto a mí-. Pero, ¡es increíble!...
No sabía que él tuviera un hermano... ¡y tan parecido! -Él
murió... hoy de tarde. -Me
lo había anunciado: dijo que para volver a mí iba a tener que morir y
nacer de nuevo. -Mi
hermano me dejó una carta: en ella me pide que le pregunte a usted si está
dispuesta a olvidarlo todo... y retornar a tiempos mejores. -Está
todo olvidado. Y su mano enguantada... me tomó del brazo. |
Guillermo
Lopetegui
Se publicó en "El rostro de Margarita Shaw" (Ediciones del
Grupo de los 9, Montevideo, 1981)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Nombres de mujeres
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