Los
lobos |
a Miguel Malfatto |
1 Hablé por teléfono con
Rosario y me puso al tanto de todo: no lo puedo creer. Y no lo puedo
creer, porque me habló de los que eran, o habían sido, mis amigos. Con
ellos intenté fortunas de un día, en las timbas de los viernes a la
noche; desperté en una mañana de campamento, con el arroyo a nuestros
pies, las sierras de cada lado y los aguiluchos que ondulaban a ras de los
picos más altos. Fueron mis amigos. Si lo seguían siendo no lo podía
saber, porque actualmente nos separaban años y caminos diferentes. Con un "Ahora estoy
sola" vi próximo el final de nuestra conversación o lo que había
sido en realidad un informativo telefónico. "Ahora estoy sola"
representaba muchas cosas para mí. Una: que Rosario ya no tenía a su
novio; dos: que su hermano se había ido, probablemente para siempre;
tres: que yo estaba más alérgico que nunca a la humedad, con más años
en mis manos, mi rostro, mi cabeza y frente al monitor de una de las
computadoras de la sección Deportes del diario, que ahora apagaba dejando
un artículo interrumpido. "Ahora estoy sola" no era un epílogo
que Rosario
le ponía a esa parte de su vida: era el prólogo a mis reflexiones
luz, cuando en un segundo lo abarcamos todo: nuestra casa paterna, el
colegio, los primeros amores, el trabajo prematuro y lleno de esperanzas a
los veinte años, las desilusiones posteriores a los treinta, la
retrospectiva de un pasado que fue ayer y un querer descubrir ese futuro
clásicamente incierto que nos espera pasados los cuarenta. "Ahora
estoy sola" me llevó a ponerme el saco, apagar los tuboluces de la
sección y tomar un ómnibus que me llevara algo más de un par de décadas
marcha atrás... Entonces tenía veinticinco años. Nada me hizo retroceder:
el ómnibus es otro modelo; en las caras que observo desde mi asiento
encuentro la tristeza, la entrega, el cansancio, un confirmar que todos
están metidos, amontonados, casi aplastados dentro de una misma cosa que
se va corrompiendo y se divide en días vacíos, en noches vacías. La avenida luce casi como
una autopista de Primer Mundo después de su ensanche efectuado hace
algunos lustros. Como son las diez y media de la noche tengo que preguntar
dónde me bajo, porque las luces de los semáforos flamantes y los
luminosos de los comercios no hace mucho tiempo inaugurados, con sus señales
y anuncios de extraña policromía, me llevan a un... ¿presente?...
desconocido. 2 La casa está a oscuras y
el timbre no funciona. "Más de veinte años... ¡Es tiempo!" y
sigo pensando que muy cercano a los cincuenta no puedo cambiar toda una
fisonomía nueva, toda una situación nueva, todo lo que la gente y yo
hemos venido haciendo en este período de tiempo. Pero alguien siente mi
puño contra la puerta y viene a abrirme... ... Rosario no ha sufrido
mayores modificaciones: su porte erguido pese a la baja estatura, su pelo,
sus ojos, su sonrisa tan especial siguen edificando la frescura de la
muchacha aquella por encima de un par de vagas arrugas a la altura de la
comisura de los labios o de ciertos reflejos que se me ocurren oscilantes
entre las primeras canas o el castaño claro de los últimos soles de
verano, en una cabellera predominantemente azabache. Cuando ha pasado el tiempo
somos víctimas de una estúpida tendencia a estudiar cada uno de nuestros
movimientos; a querer justificar que lo andado sirvió realmente y que
ahora somos distintos. Lo hice algunos minutos, mientras charlábamos
sentados en el mismo sofá. Ahora, el café bien caliente y los
cigarrillos me retornan a como soy en realidad. Le cuento de mis amores
fugaces, de mis poco sustentables ideas políticas, de cierta sucesión de
trabajos tan diferentes hasta esa página de Deportes del diario donde
ahora escribo. Ella no me cuenta mucho; sólo
que con aquel novio al que yo apenas llegué a conocer... Fueron casi diez
años de una felicidad que luego empezó a cederle mayor terreno a los
sinsabores, a los desencuentros, a la tristeza, hasta la separación
definitiva cuando entendieron que se habían amado y ya no se amaban. El
otro montón de años que vino después queda resumido en dos o tres
frases vinculadas con el querer olvidar, la disipación y el buscar otras
tareas para hacer, más redituables. "... Sin embargo no
cambié mucho. Suele pasarle a quienes han estado por muchos años junto a
una misma persona. Él se estancó y yo traté de seguir adelante; pero no
creas que me resultó fácil el día que resolví encararlo para decirle
que lo de nosotros no iba más. Eso pasó hace muchos años y ahora es
otra la situación que me preocupa. Tengo que dormir con todo cerrado
desde que Raúl se fue de casa; tengo que meditar antes de abrirle a
cualquiera que no es cualquiera. Los que ahora rondan la casa por las
noches, sabiendo que además de mí no hay nadie, fueron mis amigos de la
infancia, la adolescencia, la juventud, esta madurez; fueron tus amigos,
los amigos de mi hermano, de mi ex novio... Pero ahora se sacaron las
caretas y es como que me viera obligada a conocerlos por primera vez. Y
los veo distintos. Y descubro que ellos empiezan a verme, por fin, como
siempre lo ansiaron: sola, sin nadie a mi lado; y buscan el momento
oportuno para abalanzarse sobre mí..." Algo me quedaba por
descubrir en ella, y era su llanto. La dejo que llore y me sirvo otra taza
de café; el cigarrillo me quema los dedos y con ese prendo otro. Ella
sigue llorando. Me voy con mi cigarrillo a
recorrer la casa, y cuando me cercioro de que todo está en orden vuelvo a
su lado y le corro el pelo de los ojos, de los labios, de entre los brazos
cruzados sobre la mesa. 3 No pienso. No puedo pensar
nada. Me limito a observarla. En cierta forma disfruto con ese llanto que
ahora me llega a mí; que es sólo para mí. De a ratos, los objetos que
nos rodean (que la rodean) desaparecen por completo, dejando un espacio
-que por momentos parece estar invadido de resplandores fosforescentes-
en el que resurge, casi solitaria, su imagen de mujer que sufre. Me
parece como si sus lamentos me llegaran al rostro, a los brazos, a las
manos que quisieran darles nueva forma a los llantos, a los gemidos, a
ciertas frases incongruentes, para poder aferrar el sufrimiento, aunque
con celoso cuidado. No sé si está llorando sólo para mí; pero aunque
no sea cierto, el imaginármelo me
vuelve un hombre más resuelto. No se lo voy a preguntar, y en
cambio pienso seguir disfrutando en este papel de sentirme alguien
realmente importante para una mujer que, aparentemente, está sola. La dejo unos minutos y
camino hasta una de las ventanas de cortinas de enrollar a medio bajar,
procurando advertir algo -todavía no sé bien qué- a través de los
intersticios que quedan entre una madera y otra, observando la oscuridad
que nos llega de afuera; que le llega de afuera todas las noches; esa
oscuridad que lentamente se empieza a poblar de sombras, de pasos, de
golpes en las puertas y ventanas. Vuelvo junto a ella y le
agradezco el haberme elegido como su tabla de salvación. Porque soy eso:
algo que ha venido flotando hace mucho, en la completa soledad de este mar
con aguas espesas que es mi vida. Y ahora, por primera vez, siento que
emerge una mano y me agarra. Pienso que estoy a la deriva, pero al menos
ahora voy con alguien. No diviso tierra firme, pero voy asido a una mano
amiga que me hace más llevadero el naufragio. Una mano de mujer que me
llama desde sus lágrimas, desde su noche plagada de contornos
indefinidos, desde esas pocas fuerzas que tiene para sostenerse y que
apenas la ayudan para recorrer su casa y confirmarse sola en su interior.
Pero hay figuras que rondan por el jardín; cerca de la puerta de calle;
sobre los muros linderos al ventanal de su dormitorio... Las lágrimas se le
confunden con la piel de los párpados, desaparecen, y sus ojos vuelven a
ser grandes y oscuros. 4 "... y pienso que
pude ser feliz, pero me vuelvo atrás y en el camino recorrido no intuyo a
nadie que venga persiguiendo mis huellas; no siento pasos que se den sobre
los que yo dejé y me quieran alcanzar. ¿Qué se puede esperar cuando una
madre murió, un padre murió, un hermano se fue al parecer para siempre,
no se sabe adónde?... Cuando no hay luna, el jardín parece que no
estuviera allí. Tampoco los otros edificios, ni la calle, ni la gente. Me
siento y pienso que hoy será una noche tranquila; una noche que irá
bajando hasta mis ojos y me permitirá dormir. ¿Cómo, de una noche tan
hermética, podrá despuntar nuevamente el alba? ¿Cómo se volverán a
cubrir de luz los árboles, los parques, los edificios, el jardín, los
vidrios de las ventanas, los interiores de la casa...? Pienso, entonces,
que las preguntas hallarán respuestas en las entreluces del nuevo día;
en los pájaros, los coches, las voces, el viento que ande de un lado al
otro sobre las bolsas de basura a medio abrir, recostadas unas contra
otras cercanas al cordón de la vereda... El día y la noche configuran
dos aspectos muy distintos de mi vida. Llego a ellos por caminos que, aun
paralelos, se encuentran distantes uno del otro. Mis movimientos, mis
dudas, mis recuerdos, mi vida cotidiana, pertenecen a horas muy
diferentes. Cuando se va la tarde surge un resquebrajamiento en todo mi
ser. En mi cuerpo. En mis ideas. Y con la luna llena vuelvo a las esperas;
al escuchar de pasos; a los golpes en las puertas y ventanas." La noche promete lluvia y
yo me tengo que ir temprano. Me pongo el saco y le recomiendo que se
acueste y duerma. A media mañana la llamo por teléfono para saber cómo
anda todo. Ya en mi casa no puedo
dormir y aprovecho el insomnio para terminar en la máquina de escribir el
artículo que dejé a medio hacer en la computadora de la redacción del
diario. 4 y 1/2 Sinceramente que,
analizando mi condición de tabla de auxilio, llego a la conclusión de
que sigo ondulando sobre las olas en completa soledad y sin una mano que,
pensé, me hubiera agarrado para siempre. Una cosa es acercarse a
tierra firme a través de un mar sereno, por más que se tarde años;
otra, estar de arriba para abajo al compás de esas olas, atisbando por un
instante el brillo de las estrellas más cerca de nosotros, casi que las
tomáramos. Pero el mar sube y baja, y al bajar también lo hace mi brazo
extendido al cielo, mi rostro tragicómico, mi cuerpo insignificante que
se vuelve a perder en las profundidades del océano. Antes de dormirme pensé
en estos años míos que me van acercando cada vez más a la cincuentena;
pensé en la Redacción mediocre que dedica casi todas sus páginas y
equipo de fotógrafos a esos partidos de fútbol que nos ganamos entre
nosotros, mitigando así las humillaciones internacionales que tarde o
temprano nos dejan fuera del terreno mundialista donde transcurre, entre
los grandes, la acción que verdaderamente importa y trasciende; pensé en
el océano y en mi triste realidad de sujeto irrealizado. Me cubrí el rostro con
las manos y esperé a que llegara el nuevo día. 5 Luego del aguacero
nocturno amaneció con un sol espléndido y me fui caminando hasta el
edificio del diario, donde pasé en la computadora el resto de aquella crónica.
Trabajé con un entusiasmo extraño, a fuerza de casi haberse ido
olvidando, pero que ante su arribo imprevisto se tornaba bienvenido. Ahora
estoy de nuevo en lo de Rosario. Bajó completamente las
cortinas de enrollar, corrió los visillos, pasó las trancas y la cadena
a la puerta principal y llave a la del fondo: la que da al jardín sobre
el que la luna llena ya hace un rato largo echa su resplandor sobre los
diferentes rincones. Cerca de la medianoche
empiezan los golpes en las ventanas de la planta alta; duran algunos
minutos que en nuestros intercambios de miradas se tornan inquietantes.
Luego se repiten los golpes pero en la puerta del fondo; me acerco y por
entre los intersticios de la cortina de enrollar de una de las ventanas,
alcanzo a divisar una silueta en sombras que se aleja corriendo y trepa
por el muro que limita con la casa vecina. Después nos llegan los mismos
golpes secos, dados contra la puerta de calle. Pasada la una de la mañana,
sobreviene la calma. El asunto duró lo que la
intensidad del resplandor lunar en estas primeras noches de invierno. Preceden ahora los días
de lluvia y es el tiempo en el que intercambiamos opiniones y conceptos
sobre todo y todos. La siento más cerca mío, más natural, más franca.
Es la Rosario que sostiene la conversación con voz suave a lo largo de
una caminata por la playa; la que con una sonrisa tierna, entre una compra
y otra en mitad de una mañana céntrica, me recuerda una reunión a la
que asistiremos todos; la que baila contra mi cuerpo en una noche de
fiesta casi idealizada, celebrada en el barrio lejano y sencillo. Porque
lo que alguna vez viví junto a ella, como lo que realicé o intenté
llevar a cabo en mi juventud, hoy no es tan siquiera recuerdo sino que se
resuelve en suposiciones vagas; en un último resto de imaginación. Todo
aquello ya no existe, se fue con mis alegrías, mis esperanzas, mis
fuerzas para enfrentar un nuevo día en ya imposibles carcajadas al sol,
al viento, a la ciudad, a la gente. Un último resto de imaginación,
cuando veinte años después los pocos recuerdos se van borrando y en
cambio quedan las angustias; y las angustias se pulen y adquieren una
nueva forma a partir de todo esto que se empezó a revolver con otro tipo
de incomodidad dentro de mí y que comienza a destacarse por encima de lo
único o de lo poco bueno que me iba quedando, a medida que transcurre la
noche mientras yo ya no tengo otra escapatoria que... seguirla escuchando. 6 "En estas noches de
lluvia, cuando estás a mi lado, es como si se tratara de un espejo frente
al que me hablo y me escucho a la vez. Te miro y miro otra época de mi
vida: caminábamos por la playa, íbamos juntos de compras, bailábamos y
disfrutábamos el sabernos metidos en la alegría de un baile, integrándonos
en esa otra gente de la que su alegría era la nuestra... Después conocí
a mi novio y tú y yo nos fuimos distanciando hasta que ya no nos vimos más.
Ahora son más de veinte años los que nos dejaron recuerdos de otra época,
de otra edad, de un mirarnos jóvenes. Pero, luego, en otros ojos conocí
la felicidad definitiva; el sentir el mundo, todo el mundo, aprisionado
entre dos pares de manos que traducen un sentimiento en esos gestos con
los que se buscan hasta entrelazarse los dedos con fuerza, casi como que
se nos fueran a quebrar de la emoción y la alegría... Hoy ya no tengo
nada de todo aquello. Estás tú; pero también está mi soledad que es más
fuerte, que se ha fortificado con el tiempo, que acabó con mis sueños y
me dejó sólo recuerdos. Porque aún lo amo; aún siento sus labios
recorriendo los míos, su cuerpo contra mi pecho y ese pelo suyo que me
encantaba acariciar y aspirar, a pesar del tiempo que pasó... Y estás tú
para escucharme; tú: un amigo; un espejo frente al cual me hablo y me
escucho.” No puedo terminar el café.
No puedo llorar, ni reírme, ni maldecirme. Entre un espejo y yo no hay
diferencias. Tampoco las hay con el madero que flota sobre las olas en
altamar. Los objetos y yo nos confundimos; somos objetos sin vida a los
que la gente se dirige cuando siente toda la angustia, toda la soledad,
toda la impotencia. Y no puedo dirigirme a los objetos porque formo parte
de ellos. No tengo derecho ni a verme a mí mismo. No soy nada. La radio anuncia tiempo
bueno para las próximas horas. Me pongo el sobretodo más
rápido que otras veces. Mañana por la noche habrá
luna llena: significará golpes redoblados en las ventanas de arriba, en
la puerta que da al jardín trasero, en la que da a la calle; sombras que
saltarán un muro lindero, y mis ojos y los de ella abiertos por el resto
de la madrugada. Salgo a la calle. Camino
bajo las nubes que se separan poco a poco dejando entrever un grupo de
estrellas de resplandor débil. Los edificios son mucho más grandes: se
ensanchan y la calle queda allá abajo, como un río que no corre; un río
angosto y sin vida. Voy por ese río cada vez más pequeño, más
insignificante que lo que ya soy, más lleno de amargura. Y los semáforos
son columnas inmensas y apagadas. La avenida se cierra en un vértice
lleno de niebla, de frío, sin voces ni vehículos. Me pierdo entre la niebla
en dirección a mi casa. Atrás quedaron veinte años;
quedó una mujer a la que amé...y que ahora se me escapa. 7 Rosario repite lo mismo
que otras veces: oigo las vueltas de la llave y el cerrar de las ventanas,
el correr de las cortinas y su bajar por la escalera. Se aleja a preparar
café y yo camino solo, en mi recorrida habitual... Fernando y Augusto –o
sus sombras- esperan junto a las ventanas del primer piso, Ringo y Jorge
tras los árboles del jardín, y en el mismo lugar, aunque oculto tras la
pileta del lavar, se encuentra Ernesto. Indudablemente yo no nací
para singularidades: toda mi vida ha sido un repetir de cosas que repiten
los demás; y cuando creo amar a una mujer como nadie, otros ya la están
amando antes que yo; la codician como hombres frustrados que son, como
cosas que por su propia limitación no han podido llegar a ella, no siendo
por cierta forma de una violencia inaugural que todavía se manifiesta de
a pequeñas aunque insoportables dosis. Son lobos que acechan su vida en
las noches de luna llena, esperando el momento justo para abalanzarse
sobre su cuerpo con un salto definitivo. En ellos está mi propia
frustración de figura que comienza a tener la certeza de una sola y única
cosa: es una sombra más. Sólo me queda penetrar su
soledad por el engaño y la fuerza, por los restos metamorfoseados de una
desesperación ante el haber querido que se me reconociera de alguna
forma, que no se me enterrara en el olvido o se me petrificara en la luna
de un espejo. Los vi muy cerca de la
casa. Sólo queda esperar...
Esperar... Sentir las llaves que giran, las ventanas que se abren muy
despacio, la señal del único lobo que aguarda pero desde dentro de la
casa. Rosario apura el paso en
dirección a mí y se aferra a mi brazo... o al madero que flota
completamente podrido... o a esa extremidad superior que, finalizada en
mano, lentamente va adoptando la forma peluda de una garra que aún no
deja ver sus uñas crispadas. Pregunta con voz nerviosa: “¿Viste algo?...”. |
Guillermo
Lopetegui
Se publicó en "Último reducto" (Ediciones Géminis,
Montevideo, 1978)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Frustraciones
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