Los lobos
Guillermo Lopetegui

a Miguel Malfatto

1

Hablé por teléfono con Rosario y me puso al tanto de todo: no lo puedo creer. Y no lo puedo creer, porque me habló de los que eran, o habían sido, mis amigos. Con ellos intenté fortunas de un día, en las timbas de los viernes a la noche; desperté en una mañana de campamento, con el arroyo a nuestros pies, las sierras de cada lado y los aguiluchos que ondulaban a ras de los picos más altos. Fueron mis amigos. Si lo seguían siendo no lo podía saber, porque actualmente nos separaban años y caminos diferentes.

Con un "Ahora estoy sola" vi próximo el final de nuestra conversación o lo que había sido en realidad un informativo telefónico. "Ahora estoy sola" representaba muchas cosas para mí. Una: que Rosario ya no tenía a su novio; dos: que su hermano se había ido, probablemente para siempre; tres: que yo estaba más alérgico que nunca a la humedad, con más años en mis manos, mi rostro, mi cabeza y frente al monitor de una de las computadoras de la sección Deportes del diario, que ahora apagaba dejando un artículo interrumpido. "Ahora estoy sola" no era un epílogo que Rosario  le ponía a esa parte de su vida: era el prólogo a mis reflexiones luz, cuando en un segundo lo abarcamos todo: nuestra casa paterna, el colegio, los primeros amores, el trabajo prematuro y lleno de esperanzas a los veinte años, las desilusiones posteriores a los treinta, la retrospectiva de un pasado que fue ayer y un querer descubrir ese futuro clásicamente incierto que nos espera pasados los cuarenta. "Ahora estoy sola" me llevó a ponerme el saco, apagar los tuboluces de la sección y tomar un ómnibus que me llevara algo más de un par de décadas marcha atrás... Entonces tenía veinticinco años.

Nada me hizo retroceder: el ómnibus es otro modelo; en las caras que observo desde mi asiento encuentro la tristeza, la entrega, el cansancio, un confirmar que todos están metidos, amontonados, casi aplastados dentro de una misma cosa que se va corrompiendo y se divide en días vacíos, en noches vacías.

La avenida luce casi como una autopista de Primer Mundo después de su ensanche efectuado hace algunos lustros. Como son las diez y media de la noche tengo que preguntar dónde me bajo, porque las luces de los semáforos flamantes y los luminosos de los comercios no hace mucho tiempo inaugurados, con sus señales y anuncios de extraña policromía, me llevan a un... ¿presente?... desconocido.

2

La casa está a oscuras y el timbre no funciona. "Más de veinte años... ¡Es tiempo!" y sigo pensando que muy cercano a los cincuenta no puedo cambiar toda una fisonomía nueva, toda una situación nueva, todo lo que la gente y yo hemos venido haciendo en este período de tiempo. Pero alguien siente mi puño contra la puerta y viene a abrirme...

... Rosario no ha sufrido mayores modificaciones: su porte erguido pese a la baja estatura, su pelo, sus ojos, su sonrisa tan especial siguen edificando la frescura de la muchacha aquella por encima de un par de vagas arrugas a la altura de la comisura de los labios o de ciertos reflejos que se me ocurren oscilantes entre las primeras canas o el castaño claro de los últimos soles de verano, en una cabellera predominantemente azabache.

Cuando ha pasado el tiempo somos víctimas de una estúpida tendencia a estudiar cada uno de nuestros movimientos; a querer justificar que lo andado sirvió realmente y que ahora somos distintos. Lo hice algunos minutos, mientras charlábamos sentados en el mismo sofá. Ahora, el café bien caliente y los cigarrillos me retornan a como soy en realidad. Le cuento de mis amores fugaces, de mis poco sustentables ideas políticas, de cierta sucesión de trabajos tan diferentes hasta esa página de Deportes del diario donde ahora escribo.

Ella no me cuenta mucho; sólo que con aquel novio al que yo apenas llegué a conocer... Fueron casi diez años de una felicidad que luego empezó a cederle mayor terreno a los sinsabores, a los desencuentros, a la tristeza, hasta la separación definitiva cuando entendieron que se habían amado y ya no se amaban. El otro montón de años que vino después queda resumido en dos o tres frases vinculadas con el querer olvidar, la disipación y el buscar otras tareas para hacer, más redituables.

"... Sin embargo no cambié mucho. Suele pasarle a quienes han estado por muchos años junto a una misma persona. Él se estancó y yo traté de seguir adelante; pero no creas que me resultó fácil el día que resolví encararlo para decirle que lo de nosotros no iba más. Eso pasó hace muchos años y ahora es otra la situación que me preocupa. Tengo que dormir con todo cerrado desde que Raúl se fue de casa; tengo que meditar antes de abrirle a cualquiera que no es cualquiera. Los que ahora rondan la casa por las noches, sabiendo que además de mí no hay nadie, fueron mis amigos de la infancia, la adolescencia, la juventud, esta madurez; fueron tus amigos, los amigos de mi hermano, de mi ex novio... Pero ahora se sacaron las caretas y es como que me viera obligada a conocerlos por primera vez. Y los veo distintos. Y descubro que ellos empiezan a verme, por fin, como siempre lo ansiaron: sola, sin nadie a mi lado; y buscan el momento oportuno para abalanzarse sobre mí..."

Algo me quedaba por descubrir en ella, y era su llanto. La dejo que llore y me sirvo otra taza de café; el cigarrillo me quema los dedos y con ese prendo otro. Ella sigue llorando.

Me voy con mi cigarrillo a recorrer la casa, y cuando me cercioro de que todo está en orden vuelvo a su lado y le corro el pelo de los ojos, de los labios, de entre los brazos cruzados sobre la mesa.

3

No pienso. No puedo pensar nada. Me limito a observarla. En cierta forma disfruto con ese llanto que ahora me llega a mí; que es sólo para mí. De a ratos, los objetos que nos rodean (que la rodean) desaparecen por completo, dejando un espacio -que por momentos parece estar invadido de resplandores fosforescentes-  en el que resurge, casi solitaria, su imagen de mujer que sufre. Me parece como si sus lamentos me llegaran al rostro, a los brazos, a las manos que quisieran darles nueva forma a los llantos, a los gemidos, a ciertas frases incongruentes, para poder aferrar el sufrimiento, aunque con celoso cuidado. No sé si está llorando sólo para mí; pero aunque no sea cierto, el imaginármelo me  vuelve un hombre más resuelto. No se lo voy a preguntar, y en cambio pienso seguir disfrutando en este papel de sentirme alguien realmente importante para una mujer que, aparentemente, está sola.

La dejo unos minutos y camino hasta una de las ventanas de cortinas de enrollar a medio bajar, procurando advertir algo -todavía no sé bien qué- a través de los intersticios que quedan entre una madera y otra, observando la oscuridad que nos llega de afuera; que le llega de afuera todas las noches; esa oscuridad que lentamente se empieza a poblar de sombras, de pasos, de golpes en las puertas y ventanas.

Vuelvo junto a ella y le agradezco el haberme elegido como su tabla de salvación. Porque soy eso: algo que ha venido flotando hace mucho, en la completa soledad de este mar con aguas espesas que es mi vida. Y ahora, por primera vez, siento que emerge una mano y me agarra. Pienso que estoy a la deriva, pero al menos ahora voy con alguien. No diviso tierra firme, pero voy asido a una mano amiga que me hace más llevadero el naufragio. Una mano de mujer que me llama desde sus lágrimas, desde su noche plagada de contornos indefinidos, desde esas pocas fuerzas que tiene para sostenerse y que apenas la ayudan para recorrer su casa y confirmarse sola en su interior. Pero hay figuras que rondan por el jardín; cerca de la puerta de calle; sobre los muros linderos al ventanal de su dormitorio...

Las lágrimas se le confunden con la piel de los párpados, desaparecen, y sus ojos vuelven a ser grandes y oscuros.

4

"... y pienso que pude ser feliz, pero me vuelvo atrás y en el camino recorrido no intuyo a nadie que venga persiguiendo mis huellas; no siento pasos que se den sobre los que yo dejé y me quieran alcanzar. ¿Qué se puede esperar cuando una madre murió, un padre murió, un hermano se fue al parecer para siempre, no se sabe adónde?... Cuando no hay luna, el jardín parece que no estuviera allí. Tampoco los otros edificios, ni la calle, ni la gente. Me siento y pienso que hoy será una noche tranquila; una noche que irá bajando hasta mis ojos y me permitirá dormir. ¿Cómo, de una noche tan hermética, podrá despuntar nuevamente el alba? ¿Cómo se volverán a cubrir de luz los árboles, los parques, los edificios, el jardín, los vidrios de las ventanas, los interiores de la casa...? Pienso, entonces, que las preguntas hallarán respuestas en las entreluces del nuevo día; en los pájaros, los coches, las voces, el viento que ande de un lado al otro sobre las bolsas de basura a medio abrir, recostadas unas contra otras cercanas al cordón de la vereda... El día y la noche configuran dos aspectos muy distintos de mi vida. Llego a ellos por caminos que, aun paralelos, se encuentran distantes uno del otro. Mis movimientos, mis dudas, mis recuerdos, mi vida cotidiana, pertenecen a horas muy diferentes. Cuando se va la tarde surge un resquebrajamiento en todo mi ser. En mi cuerpo. En mis ideas. Y con la luna llena vuelvo a las esperas; al escuchar de pasos; a los golpes en las puertas y ventanas."

La noche promete lluvia y yo me tengo que ir temprano. Me pongo el saco y le recomiendo que se acueste y duerma. A media mañana la llamo por teléfono para saber cómo anda todo.

Ya en mi casa no puedo dormir y aprovecho el insomnio para terminar en la máquina de escribir el artículo que dejé a medio hacer en la computadora de la redacción del diario.

4 y 1/2

Sinceramente que, analizando mi condición de tabla de auxilio, llego a la conclusión de que sigo ondulando sobre las olas en completa soledad y sin una mano que, pensé, me hubiera agarrado para siempre.

Una cosa es acercarse a tierra firme a través de un mar sereno, por más que se tarde años; otra, estar de arriba para abajo al compás de esas olas, atisbando por un instante el brillo de las estrellas más cerca de nosotros, casi que las tomáramos. Pero el mar sube y baja, y al bajar también lo hace mi brazo extendido al cielo, mi rostro tragicómico, mi cuerpo insignificante que se vuelve a perder en las profundidades del océano.

Antes de dormirme pensé en estos años míos que me van acercando cada vez más a la cincuentena; pensé en la Redacción mediocre que dedica casi todas sus páginas y equipo de fotógrafos a esos partidos de fútbol que nos ganamos entre nosotros, mitigando así las humillaciones internacionales que tarde o temprano nos dejan fuera del terreno mundialista donde transcurre, entre los grandes, la acción que verdaderamente importa y trasciende; pensé en el océano y en mi triste realidad de sujeto irrealizado.

Me cubrí el rostro con las manos y esperé a que llegara el nuevo día.

5

Luego del aguacero nocturno amaneció con un sol espléndido y me fui caminando hasta el edificio del diario, donde pasé en la computadora el resto de aquella crónica. Trabajé con un entusiasmo extraño, a fuerza de casi haberse ido olvidando, pero que ante su arribo imprevisto se tornaba bienvenido. Ahora estoy de nuevo en lo de Rosario.

Bajó completamente las cortinas de enrollar, corrió los visillos, pasó las trancas y la cadena a la puerta principal y llave a la del fondo: la que da al jardín sobre el que la luna llena ya hace un rato largo echa su resplandor sobre los diferentes rincones.

Cerca de la medianoche empiezan los golpes en las ventanas de la planta alta; duran algunos minutos que en nuestros intercambios de miradas se tornan inquietantes. Luego se repiten los golpes pero en la puerta del fondo; me acerco y por entre los intersticios de la cortina de enrollar de una de las ventanas, alcanzo a divisar una silueta en sombras que se aleja corriendo y trepa por el muro que limita con la casa vecina. Después nos llegan los mismos golpes secos, dados contra la puerta de calle.

Pasada la una de la mañana, sobreviene la calma.

El asunto duró lo que la intensidad del resplandor lunar en estas primeras noches de invierno.

Preceden ahora los días de lluvia y es el tiempo en el que intercambiamos opiniones y conceptos sobre todo y todos. La siento más cerca mío, más natural, más franca. Es la Rosario que sostiene la conversación con voz suave a lo largo de una caminata por la playa; la que con una sonrisa tierna, entre una compra y otra en mitad de una mañana céntrica, me recuerda una reunión a la que asistiremos todos; la que baila contra mi cuerpo en una noche de fiesta casi idealizada, celebrada en el barrio lejano y sencillo. Porque lo que alguna vez viví junto a ella, como lo que realicé o intenté llevar a cabo en mi juventud, hoy no es tan siquiera recuerdo sino que se resuelve en suposiciones vagas; en un último resto de imaginación. Todo aquello ya no existe, se fue con mis alegrías, mis esperanzas, mis fuerzas para enfrentar un nuevo día en ya imposibles carcajadas al sol, al viento, a la ciudad, a la gente. Un último resto de imaginación, cuando veinte años después los pocos recuerdos se van borrando y en cambio quedan las angustias; y las angustias se pulen y adquieren una nueva forma a partir de todo esto que se empezó a revolver con otro tipo de incomodidad dentro de mí y que comienza a destacarse por encima de lo único o de lo poco bueno que me iba quedando, a medida que transcurre la noche mientras yo ya no tengo otra escapatoria que... seguirla escuchando.

6

"En estas noches de lluvia, cuando estás a mi lado, es como si se tratara de un espejo frente al que me hablo y me escucho a la vez. Te miro y miro otra época de mi vida: caminábamos por la playa, íbamos juntos de compras, bailábamos y disfrutábamos el sabernos metidos en la alegría de un baile, integrándonos en esa otra gente de la que su alegría era la nuestra... Después conocí a mi novio y tú y yo nos fuimos distanciando hasta que ya no nos vimos más. Ahora son más de veinte años los que nos dejaron recuerdos de otra época, de otra edad, de un mirarnos jóvenes. Pero, luego, en otros ojos conocí la felicidad definitiva; el sentir el mundo, todo el mundo, aprisionado entre dos pares de manos que traducen un sentimiento en esos gestos con los que se buscan hasta entrelazarse los dedos con fuerza, casi como que se nos fueran a quebrar de la emoción y la alegría... Hoy ya no tengo nada de todo aquello. Estás tú; pero también está mi soledad que es más fuerte, que se ha fortificado con el tiempo, que acabó con mis sueños y me dejó sólo recuerdos. Porque aún lo amo; aún siento sus labios recorriendo los míos, su cuerpo contra mi pecho y ese pelo suyo que me encantaba acariciar y aspirar, a pesar del tiempo que pasó... Y estás tú para escucharme; tú: un amigo; un espejo frente al cual me hablo y me escucho.”

No puedo terminar el café. No puedo llorar, ni reírme, ni maldecirme. Entre un espejo y yo no hay diferencias. Tampoco las hay con el madero que flota sobre las olas en altamar. Los objetos y yo nos confundimos; somos objetos sin vida a los que la gente se dirige cuando siente toda la angustia, toda la soledad, toda la impotencia. Y no puedo dirigirme a los objetos porque formo parte de ellos. No tengo derecho ni a verme a mí mismo. No soy nada.

La radio anuncia tiempo bueno para las próximas horas.

Me pongo el sobretodo más rápido que otras veces.

Mañana por la noche habrá luna llena: significará golpes redoblados en las ventanas de arriba, en la puerta que da al jardín trasero, en la que da a la calle; sombras que saltarán un muro lindero, y mis ojos y los de ella abiertos por el resto de la madrugada.

Salgo a la calle. Camino bajo las nubes que se separan poco a poco dejando entrever un grupo de estrellas de resplandor débil. Los edificios son mucho más grandes: se ensanchan y la calle queda allá abajo, como un río que no corre; un río angosto y sin vida. Voy por ese río cada vez más pequeño, más insignificante que lo que ya soy, más lleno de amargura. Y los semáforos son columnas inmensas y apagadas. La avenida se cierra en un vértice lleno de niebla, de frío, sin voces ni vehículos.

Me pierdo entre la niebla en dirección a mi casa.

Atrás quedaron veinte años; quedó una mujer a la que amé...y que ahora se me escapa.

7

Rosario repite lo mismo que otras veces: oigo las vueltas de la llave y el cerrar de las ventanas, el correr de las cortinas y su bajar por la escalera. Se aleja a preparar café y yo camino solo, en mi recorrida habitual...

Fernando y Augusto –o sus sombras- esperan junto a las ventanas del primer piso, Ringo y Jorge tras los árboles del jardín, y en el mismo lugar, aunque oculto tras la pileta del lavar, se encuentra Ernesto.

Indudablemente yo no nací para singularidades: toda mi vida ha sido un repetir de cosas que repiten los demás; y cuando creo amar a una mujer como nadie, otros ya la están amando antes que yo; la codician como hombres frustrados que son, como cosas que por su propia limitación no han podido llegar a ella, no siendo por cierta forma de una violencia inaugural que todavía se manifiesta de a pequeñas aunque insoportables dosis. Son lobos que acechan su vida en las noches de luna llena, esperando el momento justo para abalanzarse sobre su cuerpo con un salto definitivo. En ellos está mi propia frustración de figura que comienza a tener la certeza de una sola y única cosa: es una sombra más.

Sólo me queda penetrar su soledad por el engaño y la fuerza, por los restos metamorfoseados de una desesperación ante el haber querido que se me reconociera de alguna forma, que no se me enterrara en el olvido o se me petrificara en la luna de un espejo.

Los vi muy cerca de la casa.

Sólo queda esperar... Esperar... Sentir las llaves que giran, las ventanas que se abren muy despacio, la señal del único lobo que aguarda pero desde dentro de la casa.

Rosario apura el paso en dirección a mí y se aferra a mi brazo... o al madero que flota completamente podrido... o a esa extremidad superior que, finalizada en mano, lentamente va adoptando la forma peluda de una garra que aún no deja ver sus uñas crispadas.

Pregunta con voz nerviosa: “¿Viste algo?...”.

Guillermo Lopetegui
Se publicó en "Último reducto" (Ediciones Géminis, Montevideo, 1978)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Frustraciones

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