Liv
Guillermo Lopetegui

La realidad se me erigía con perfiles amargos: estaba muy lejos mío; sin embargo, por las noches, entre la oscuridad de la sala, resurgía llamándome a su lado. Los otros individuos a mi alrededor sólo se limitaban a escucharla, a seguir sus movimientos. Yo, en cambio, penetraba en su alma, en sus más íntimas vivencias, en sus años de niña junto a los fiordos, acostumbrada a ese viento frío tan particular que recorre la costa de su país.

¿Oslo? ¿Cristiansand? ¿Bergen?... No me importaba dónde había nacido.

Semana a semana retornaba al mismo sitio, la misma fila, la butaca que ya conocía el peso y las proporciones de mi cuerpo; la ¿causalidad? de encontrarla vacía hasta el momento de mi llegada. Vuelta a ocuparla. Vuelta la oscuridad; el hilo claro que cruzaba el espacio iluminando las impurezas de la atmósfera; las últimas toses que venían desde el fondo, como agolpadas en los rincones más ocultos. Por fin: ella frente a mis ojos...

Generalmente la disfrutaba más los sábados y domingos: el resto de la semana la preocupación ante las inevitables obligaciones (pero, ¿eran finalmente obligaciones?) no me dejaba tiempo para regresar al sitio, la fila, la butaca, la oscuridad, el hilo claro uniendo mi atención al desarrollo de una historia que, aunque con variantes, siempre era ella y la posibilidad de aprehenderla en toda su fascinante verdad. Y siempre había espacio para ratificarla en todo su esplendor al descubrirle un gesto nuevo, al escucharle una palabra que hoy me sonaba más clara gracias a una determinada modulación  de la voz, que tal vez se me había escapado la noche anterior como ese ademán que recién ahora advertía, seguramente nacido de su propio sentir y no de requerimientos externos previamente anotados o sugeridos desde una silla ubicada tal vez entre algunos focos de luz.

Sentimientos y sensaciones se mezclaban para trazarme el camino que debiera seguir hasta el fondo de su vida.

Llorar.

Reír.

Amar.

Caminar.

Dormir.

Soñar... y familiarizarme con su rostro, sus brazos, todo su cuerpo, su pensamiento.

No me pertenecía. Pero aun así, nadie la comprendía como yo.

Los muchachos del banco solían hacer de los comentarios más variados respecto a tal o cual rol protagonizado por ella. Hablaban de ella. De ¡ELLA!... y yo los escuchaba desde mis biblioratos. Prefería no hablar. Y cuando se me impetraba al respecto, eludía las preguntas aduciendo mi “poco interés por esa actriz y sus películas”.

“Rol”... ¡Llamaban “rol” a lo que no era sino un capítulo, un fragmento, una imagen arrancada a su propia vida! ¡Y yo sin poder hablar! ¡Sintiéndome impotente! ¡Tratando de ahogar todas esas voces que se alzaban dentro mío reclamando justicia por aquel nombre, por aquella voz que me llegaba tratando de encontrar un poco de comprensión en medio de la soledad que la oprimía!... Ella y yo, lo supe entonces, éramos dos fronterizos en un mundo de tinieblas en el que tan sólo por momentos se vislumbraba un posible camino de luz.

“¿Qué le pasa?” me preguntó el jefe, dirigiéndome sus ojos vacíos, apoyando su mano sobre mi máquina de escribir y permitiéndome observar con una repugnancia infinita el cuidado que le proporcionaba a sus uñas, a sus pesuñas de cancerbero. Ahora podía descubrir en él esa misteriosa facultad de metamorfosear el rostro en las circunstancias más diversas: su cara de carnero degollado, sus cejas estiradas hacia arriba –casi uniéndose en el medio de la frente-, me mostraban a un hombre forzadamente conmovido. Tuve ganas de escupirle la cara. “Usted sabe que el procurar el bienestar del funcionariado es una de mis más comprometidas tareas; ¡ábrase entonces conmigo!, ¡cuénteme qué le pasa!...”, pero no pudo terminar: llegaba el director y transustancialmente el rostro rígido de aquél afloró en este. Se retiró sin decir palabra.

Traté de arreglar lo mejor posible la hoja que había arrugado entre mis manos.

Bajé al subsuelo. No había nadie. Saqué el recorte de diario, me senté junto a un escritorio de patas algo desencoladas que nadie utilizaba, arrimé una portátil, la encendí y fui bajando la pantalla todo lo más que pude, hasta que la luz se centrara en toda su expresión; besé su frente y me puse a llorar por el súbito sentimiento nacido de la certeza de la lejanía física con el delicioso escalofrío ante la cercanía espiritual.

Esa noche volvería a la misma butaca por enésima vez.

Junté todo mi dinero –lo último que tenía- y compré la entrada horas antes de la función. Me aterraba la visión de una cola larguísima que daba dos veces la vuelta a la cuadra; los comentarios triviales, las sonrisas inexpresivas de personas que nada tenían que ver con ella.

A mitad de la película sobrevino un apagón con sus correspondientes chiflidos y pataleos de la platea; felizmente, en medio del barullo, un grito de desesperación –que fue derivando en llanto entrecortado- se ahogó hasta morir en mi pecho.

Caminaba vacilante; temblaba junto a los espejos de las farmacias e iba naciendo en mí un sentimiento de profundo rechazo por los luminosos de los comercios: sus intermitencias me producían un fuerte mareo que parecía convertirse en dolor en toda la cara y casi se intensificaba en la boca, aumentando aún más todo ese malestar.

Bajé por una transversal.

La llamé en voz baja, deseando que mi llanto inaudible llegara al fondo de su ser.

Decidí tomar un somnífero. Me acosté y tapé hasta la cabeza. Esperé el sueño entre parpadeos. Descansar; dormir; no despertar más.

De algún recóndito lugar del universo, o de la tierra, o de aquellos fiordos, o de  ese espacio sin límites que era mi cuarto a oscuras, me pareció escuchar: “God natt”.

Una voz muy suave.

Se perdía en el laberinto de mi cerebro.

Cesó el parpadeo.

Sonreí.

No estaba solo.

 

Pero llegó el día en que sacaron la película de cartel.

Busqué en otros cines, cines de barrio: nada.

Llamé a las distribuidoras y me dijeron que la próxima película de ese director vendrá dentro de dos años. ¿Trabaja ella? No, señor. Seguramente que usted sabe de mi interés por ella; sabe que tarde o temprano voy a encontrarla; sabe además que, como yo, nadie más la comprende, porque no veo en ella a una actriz sino a su propia representación; el histrionismo y ella se confunden... pero, ¡ah, muérase!

Volví a la soledad de los fiordos, al viento que golpeaba mi cara; volví a su compañía. Caminábamos sin hablarnos, correspondiéndonos en la mirada, en las manos que marchaban juntas, en el andar dificultoso sobre las piedras de la orilla... Lloré de nuevo, esta vez sobre sus manos.

Algo incómodo por la noche que había pasado contra el rincón que queda entre el ropero y la pared, me incorporé y procedí a buscar la dirección de la embajada de su país. Una vez allí pedí las guías telefónicas de Oslo, Bergen, Cristiansand y Grimstad. Busqué el apellido, y en el nerviosismo rompí algunas páginas. La secretaria llamó a la policía, denunciando mi actitud “poco formal”. Me invitaron a retirarme de la embajada si no explicaba el origen de mi comportamiento.

Comportamiento...

Preferí irme en silencio.

Caminé por el parque.

“Dos años...”

Me gusta ver los barquitos de cartón que ponen a flotar los niños sobre el agua de la fuente. Los barquitos dan vueltas sobre sí mismos. No retroceden. No avanzan. El agua se amontona en la popa; quedan hundidos de costado. Un movimiento de los niños los hace desaparecer completamente.

 

Ya hace cinco años de todo esto.

Al puerto llegan barcos de diferentes países, como siempre, pero entre ellos no diviso el que lleva la bandera del suyo.

Camino hacia el cafetín y pido una cerveza: "¡A la salud de Liv!", y un poco de espuma humedece la manga de mi sobretodo. Las muchachas y las mujeronas se ríen y siguen charlando. Alguna vez les hablé de ella; de su país recorrido por el frío, y la cadena de fiordos alzándose junto a ciudades donde llueve trescientos días en el año.

  Luego la madrugada me encuentra resguardado contra algún zaguán oscuro, esperando la mañana para reemprender la recorrida por los boliches en procura de algunos panes y de algo con qué mojar la garganta reseca y dolorida por la humedad de otra noche fría.

Los grillos comienzan su diálogo monótono y yo siento la helada que me penetra por las botamangas del pantalón.

Las bocinas de los barcos...

El silencio...

El silencio...muy necesario para cerrar los ojos y escuchar ese sencillo "God natt", con el que finalmente nos empezamos a dormir arrollados sobre las baldosas de un nuevo zaguán.

Guillermo Lopetegui
Se publicó en "Último reducto" (Ediciones Géminis, Montevideo, 1978)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
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