Liv |
La
realidad se me erigía con perfiles amargos: estaba muy lejos mío; sin
embargo, por las noches, entre la oscuridad de la sala, resurgía llamándome
a su lado. Los otros individuos a mi alrededor sólo se limitaban a
escucharla, a seguir sus movimientos. Yo, en cambio, penetraba en su alma,
en sus más íntimas vivencias, en sus años de niña junto a los fiordos,
acostumbrada a ese viento frío tan particular que recorre la costa de su
país. ¿Oslo?
¿Cristiansand? ¿Bergen?... No me importaba dónde había nacido. Semana
a semana retornaba al mismo sitio, la misma fila, la butaca que ya conocía
el peso y las proporciones de mi cuerpo; la ¿causalidad? de encontrarla
vacía hasta el momento de mi llegada. Vuelta a ocuparla. Vuelta la
oscuridad; el hilo claro que cruzaba el espacio iluminando las impurezas
de la atmósfera; las últimas toses que venían desde el fondo, como
agolpadas en los rincones más ocultos. Por fin: ella frente a mis ojos... Generalmente
la disfrutaba más los sábados y domingos: el resto de la semana la
preocupación ante las inevitables obligaciones (pero, ¿eran finalmente
obligaciones?) no me dejaba tiempo para regresar al sitio, la fila, la
butaca, la oscuridad, el hilo claro uniendo mi atención al desarrollo de
una historia que, aunque con variantes, siempre era ella y la posibilidad
de aprehenderla en toda su fascinante verdad. Y siempre había espacio
para ratificarla en todo su esplendor al descubrirle un gesto nuevo, al
escucharle una palabra que hoy me sonaba más clara gracias a una
determinada modulación de la
voz, que tal vez se me había escapado la noche anterior como ese ademán
que recién ahora advertía, seguramente nacido de su propio sentir y no
de requerimientos externos previamente anotados o sugeridos desde una
silla ubicada tal vez entre algunos focos de luz. Sentimientos
y sensaciones se mezclaban para trazarme el camino que debiera seguir
hasta el fondo de su vida. Llorar. Reír. Amar. Caminar. Dormir. Soñar...
y familiarizarme con su rostro, sus brazos, todo su cuerpo, su
pensamiento. No
me pertenecía. Pero aun así, nadie la comprendía como yo. Los
muchachos del banco solían hacer de los comentarios más variados
respecto a tal o cual rol protagonizado por ella. Hablaban de ella.
De ¡ELLA!... y yo los escuchaba desde mis biblioratos. Prefería no
hablar. Y cuando se me impetraba al respecto, eludía las preguntas
aduciendo mi “poco interés por esa actriz y sus películas”. “Rol”...
¡Llamaban “rol” a lo que no era sino un capítulo, un fragmento, una
imagen arrancada a su propia vida! ¡Y yo sin poder hablar! ¡Sintiéndome
impotente! ¡Tratando de ahogar todas esas voces que se alzaban dentro mío
reclamando justicia por aquel nombre, por aquella voz que me llegaba
tratando de encontrar un poco de comprensión en medio de la soledad que
la oprimía!... Ella y yo, lo supe entonces, éramos dos fronterizos en un
mundo de tinieblas en el que tan sólo por momentos se vislumbraba un
posible camino de luz. “¿Qué
le pasa?” me preguntó el jefe, dirigiéndome sus ojos vacíos, apoyando
su mano sobre mi máquina de escribir y permitiéndome observar con una
repugnancia infinita el cuidado que le proporcionaba a sus uñas, a sus
pesuñas de cancerbero. Ahora podía descubrir en él esa misteriosa
facultad de metamorfosear el rostro en las circunstancias más diversas:
su cara de carnero degollado, sus cejas estiradas hacia arriba –casi uniéndose
en el medio de la frente-, me mostraban a un hombre forzadamente
conmovido. Tuve ganas de escupirle la cara. “Usted sabe que el procurar
el bienestar del funcionariado es una de mis más comprometidas tareas;
¡ábrase entonces conmigo!, ¡cuénteme qué le pasa!...”, pero no pudo
terminar: llegaba el director y transustancialmente el rostro rígido de
aquél afloró en este. Se retiró sin decir palabra. Traté
de arreglar lo mejor posible la hoja que había arrugado entre mis manos. Bajé
al subsuelo. No había nadie. Saqué el recorte de diario, me senté junto
a un escritorio de patas algo desencoladas que nadie utilizaba, arrimé
una portátil, la encendí y fui bajando la pantalla todo lo más que
pude, hasta que la luz se centrara en toda su expresión; besé su frente
y me puse a llorar por el súbito sentimiento nacido de la certeza de la
lejanía física con el delicioso escalofrío ante la cercanía
espiritual. Esa
noche volvería a la misma butaca por enésima vez. Junté
todo mi dinero –lo último que tenía- y compré la entrada horas antes
de la función. Me aterraba la visión de una cola larguísima que daba
dos veces la vuelta a la cuadra; los comentarios triviales, las sonrisas
inexpresivas de personas que nada tenían que ver con ella. A
mitad de la película sobrevino un apagón con sus correspondientes
chiflidos y pataleos de la platea; felizmente, en medio del barullo, un
grito de desesperación –que fue derivando en llanto entrecortado- se
ahogó hasta morir en mi pecho. Caminaba
vacilante; temblaba junto a los espejos de las farmacias e iba naciendo en
mí un sentimiento de profundo rechazo por los luminosos de los comercios:
sus intermitencias me producían un fuerte mareo que parecía convertirse
en dolor en toda la cara y casi se intensificaba en la boca, aumentando aún
más todo ese malestar. Bajé
por una transversal. La
llamé en voz baja, deseando que mi llanto inaudible llegara al fondo de
su ser. Decidí
tomar un somnífero. Me acosté y tapé hasta la cabeza. Esperé el sueño
entre parpadeos. Descansar; dormir; no despertar más. De
algún recóndito lugar del universo, o de la tierra, o de aquellos
fiordos, o de ese espacio sin
límites que era mi cuarto a oscuras, me pareció escuchar: “God
natt”. Una
voz muy suave. Se
perdía en el laberinto de mi cerebro. Cesó
el parpadeo. Sonreí. No
estaba solo. Pero
llegó el día en que sacaron la película de cartel. Busqué
en otros cines, cines de barrio: nada. Llamé
a las distribuidoras y me dijeron que la próxima película de ese
director vendrá dentro de dos años. ¿Trabaja ella? No, señor.
Seguramente que usted sabe de mi interés por ella; sabe que tarde o
temprano voy a encontrarla; sabe además que, como yo, nadie más la
comprende, porque no veo en ella a una actriz sino a su propia
representación; el histrionismo y ella se confunden... pero, ¡ah, muérase! Volví
a la soledad de los fiordos, al viento que golpeaba mi cara; volví a su
compañía. Caminábamos sin hablarnos, correspondiéndonos en la mirada,
en las manos que marchaban juntas, en el andar dificultoso sobre las
piedras de la orilla... Lloré de nuevo, esta vez sobre sus manos. Algo
incómodo por la noche que había pasado contra el rincón que queda entre
el ropero y la pared, me incorporé y procedí a buscar la dirección de
la embajada de su país. Una vez allí pedí las guías telefónicas de
Oslo, Bergen, Cristiansand y Grimstad. Busqué el apellido, y en el
nerviosismo rompí algunas páginas. La secretaria llamó a la policía,
denunciando mi actitud “poco formal”. Me invitaron a retirarme de la
embajada si no explicaba el origen de mi comportamiento. Comportamiento... Preferí
irme en silencio. Caminé
por el parque. “Dos
años...” Me
gusta ver los barquitos de cartón que ponen a flotar los niños sobre el
agua de la fuente. Los barquitos dan vueltas sobre sí mismos. No
retroceden. No avanzan. El agua se amontona en la popa; quedan hundidos de
costado. Un movimiento de los niños los hace desaparecer completamente. Ya
hace cinco años de todo esto. Al
puerto llegan barcos de diferentes países, como siempre, pero entre ellos
no diviso el que lleva la bandera del suyo. Camino
hacia el cafetín y pido una cerveza: "¡A la salud de Liv!", y
un poco de espuma humedece la manga de mi sobretodo. Las muchachas y las
mujeronas se ríen y siguen charlando. Alguna vez les hablé de ella; de
su país recorrido por el frío, y la cadena de fiordos alzándose junto a
ciudades donde llueve trescientos días en el año. Luego la madrugada me encuentra resguardado contra algún
zaguán oscuro, esperando Los
grillos comienzan su diálogo monótono y yo siento la helada que me
penetra por las botamangas del pantalón. Las
bocinas de los barcos... El
silencio... El silencio...muy necesario para cerrar los ojos y escuchar ese sencillo "God natt", con el que finalmente nos empezamos a dormir arrollados sobre las baldosas de un nuevo zaguán. |
Guillermo
Lopetegui
Se publicó en "Último reducto" (Ediciones Géminis,
Montevideo, 1978)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Nombres de mujeres
Ir a índice de narrativa |
Ir a índice de Lopetegui, Guillermo |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |