La esperanza y su sombra |
in memoriam V. P. |
De tú haber estado conmigo coincidirías en que no hubiéramos imaginado que llegara ese día, cuando sin suponerlo el cable irrumpió en mi tarde poco clara con aquel imprevisto homenaje a la memoria de tu canto, de tus cuerdas, de tus búsquedas que creí perdidas para mí, la hora difícil de establecer en que resolviste emprender ese camino a través del que seguro ya no me reencontrarías o por el que preferí no perseguirte, ni tan siquiera buscarte. Ahora, en cambio, una televisión globalizadora ponía sus efectos visuales al servicio del collage de fotos y fragmentos de entrevistas, con explosiones de color y súbitos congelamientos de imágenes, sobre lo que se alzaba fundamental y concluyente la emisión inaugural de una cinta reveladora, de una última composición inédita y hasta esos momentos desconocida, confirmando ese aniversario que me invadía en mitad de la resaca, rescatando para mi asombro y después la velada emoción las líneas ancestrales de tu rostro moldeado a grito, dolor y llanto, pero por donde a veces surcaba el trazo esperanzado de un próximo mañana que tú –poema, acorde y canto- pugnabas por repartir en partes iguales (ah, lo de aquella igualdad...) entre “Nosotros todos” lo decías o modulabas en un grave de cuerdas y final y “Sólo tú y yo” me lo recordabas casi tímidamente cuando el canto aguerrido se volvía plegaria susurrada contra mi pecho, en aquellas edificaciones de la intimidad donde se daban cita tu amor y mis dubitaciones, y hasta encontrábamos una forma de la celebración en el abrazo que relegaba los opuestos, las contradicciones y hasta los imposibles para ese otro mañana que desde nuestra noche de Santiago, de París, quedaba lejos. “Muy lejos”, me susurrabas; “Más lejos que Saturno”, te me ibas durmiendo contra las porciones de piel de mi pecho, todavía entibiadas por tus besos próximos y cuando el sueño inminente después de la entrega de amores y fluidos largo tiempo contenidos te iba suavizando los rasgos ancestrales y yo en esos momentos te prefería así: sin el poema, acorde y canto, sin la voz aguerrida y solidaria, sin los miles de aplausos haciéndose eco en las concavidades de la mina o la ruca distantes y el puño en alto sostenido por tu sonrisa: auspiciante para todos ellos; crepuscular cuando más allá de todos a veces te topabas con cierta inexplicable ausencia, aunque ellos no lo advirtieran. Sin embargo en la penumbra que relegaba versos, charango, quena y bombo a la región temporal de los olvidos, de las pérdidas, para en cambio recordar el amor-pasión en el rescate del beso-abrazo, tu ternura recorriéndome la desnudez finalmente entregada iba descubriendo para los dos aquellas regiones mías que más tarde o más temprano volverían a quedar ocultas tras las fiestas galantes celebradas bajo las luminarias casi enceguecedoras de palacios imposibles para tu canto íntimo, para tu sonrisa clara, para tus manos de tierra y cobre acordeando palomas degolladas, en las cuerdas de tu voz hecha guitarra abriéndose paso entre la esperanza y su sombra. Allí
estaba Vietnam alterándolo todo, como anticipación sangrienta de
Bosnias-Herzegovinas y Kosovos sufriendo los errores de cálculo de erráticos
misiles cotidianizando el horror de la sangre pegada a los cuerpos
desnudos de hombres llevando a mujeres y mujeres cargando con hombres,
vagando sin otros derroteros que aquellos que terminaban en el miedo, la
desolación, el hambre y la muerte, lejos de la implacable indiferencia de
Nueva York o Ginebra justificando sueldos suculentos entre trajes de
Armani y tailleurs de Chanel jerarquizando lo que para ti suponía la
inutilidad de unas conferencias que directamente ignorabas, porque antes
volvías tu a veces rígida ternura a los surcos que abría la fatiga en
los semblantes endurecidos por el rigor de mineros y campesinos a quienes
reverenciabas desde esas composiciones donde
la poesía misteriosamente armonizaba con el dolor, contrapunteando
en mi cabeza horas de reflexión cuando otras madrugadas de París me
arrastraron, entre una copa y otra, a echarme contra un rincón de mi
pretendida soledad en donde dejaba girar el disco o apretaba “Play”, a
pesar del temor de que efectivamente de un momento a otro tu voz
sorpresivamente llenara el apartamento casi vacío de esa íntima evocación
que se tornaba en dolor llevándome a aflojar el nudo de la corbata,
desprenderme de la incomodidad que me oprimía el cuello a la altura del
primer botón de la camisa, apoyar mi cabeza contra la ventana y volverme
apenas de perfil a la noche, para constatar que hacía pocos minutos la
boca del métro Rennes había
quedado herméticamente cerrada hasta el otro día, a las cinco de la mañana,
cuando los demás miraran sus relojes y cargaran sus portafolios y yo
sobre la alfombra me babeara a veces dormido, pesado de alcohol y
apestando a tabaco mientras una mano tuya se extendiera a través de las
dimensiones, partiendo del sueño plácido y llegando a la vigilia
inquieta, con tu cuerpo sudoroso y envolviéndome entre tus brazos,
cansados aunque decididos en ese compromiso tuyo de ¿siempre? remar hasta
mí. Venía
entonces el tiempo de la entrega al mágico viaje por entre las
concepciones primigenias del sol y de la luna, aceptando la guía de tu
mano cuando temporalmente no se cerraba en capullo agitando perfumes
silvestres al rasguear la poesía de las cuerdas evocando otros lugares.
Así nos andábamos alejando por entre los demás, hasta perdernos de
todos para nuestro reencuentro en las palabras, en las miradas, en las
caricias, en los abrazos, en los besos, en aquellas instancias repartidas
entre una porción de río, un fragmento de puente, un rincón de jardín,
un ángulo de palacio, una lluvia prevista o el inusitado golpe de sol al
doblar la esquina en la calle de charcos nivelando las ondulaciones del
empedrado, donde comenzaban a proyectarse los reflejos de una próxima
primavera. Sin embargo, en una demora de semáforo o embotellamiento
dificultando el cruce de la avenida o apenas detenidos junto a la vidriera
de cualquier librería tus ojos me mostraban, con tímida ternura, la
inminencia de un otoño que sería apenas soplo helado abriéndole a la
estación implacable espacios de llanura, valle, montaña y lago, rostros
tristes, de pieles aún cuarteadas por el verano próximo a alejarse y
labios apretados, de voces ausentes pero que en ti habían encontrado la
singular expresión de un canto definitivo para homenajear el andar
encorvado por entre las estrecheces invernales siguiendo la ruta de
guanacos y vicuñas hacia la cotidiana presencia de la soledad, en lugares
que querías dejar atrás aunque fuera temporalmente para así poder
echarte contra mí sin el peso de tanta reflexión, cuando tú misma eras
la savia feminizada de ese paisaje y en ti confluían todos aquellos
rostros ratificándote madre tierra, tierra mujer y mujer fecundada por el
sueño, para regalarle al mundo otra realidad en la que irían
proliferando las comunidades del canto y el amor en ese trabajo destinado
a preservar la dignificación de una única raza. Era cuando antes o después
acabábamos encontrando el rincón apropiado en el que celebrar con la
pasión nuestro reencuentro; y así yo era el encargado de soplar los
pabilos de todos los candelabros, de silenciar las fiestas, de opacar el
brillo de otras luminarias, para en cambio conformarme con lo inmediato de
esa vela que iluminaba nuestros rostros y de la que tú dejabas volcar
algunas gotas de sebo sobre la cerámica oscura de Pomaire, extendiendo
luego tus arpilleras sobre el piso e invitándome a que me dejara recostar
bajo tu mirada auspiciante y tus labios sonrientes, altiva en tu
semidesnudez insinuando los orígenes de una Naturaleza voluptuosa, porque
allí estaba un nuevo telar con el que habías ido dejando pasar las
horas, los días y los meses, materializando el tiempo que restaba hasta
ese momento en el que un índice tuyo me señalaba el tema de tu muy
particular y removedora artesanía, la parte que me correspondía y en la
que empezaba a ser ángel caído integrándome al dominio humano de tu
canto donde me arrullabas como madre, como hermana, como amiga, como
amante. Era como se
presentaban las variaciones de nuestro reencuentro, de frente al ventanal
donde se proyectaba la piedra decimonónica que consolidaba los muros
laterales en los edificios circundantes, sobre cuyos techos el cielo iba
cambiando de colores como nosotros de intensidades, hasta que del exterior
se venía alzando la oscuridad en el preciso instante en el que el pabilo
echaba su último fulgor sobre la proximidad de nuestros cuerpos exhaustos
y los primeros parpadeos anticipando el dormir de perfiles aproximados en
un abrazo que los diferentes cambios de postura irían deshaciendo con el
devenir de las horas atravesando el sueño nocturnal de nuestra entrega.
Así nuestra ansiada intimidad de los primeros momentos armaba el ámbito
preciso para que en él se dieran cita la ocurrencia común, la palabra
susurrada, el asentimiento rubricado en la sonrisa que aferraba manos, que
apuraba pasos por entre aquellas rutas secretas de nuestros paseos
improvisados o programados a espaldas de los amigos o desconocidos de
Santiago, La Paz o Buenos Aires, de París, Ginebra o Varsovia, quienes más
tarde o más temprano se volverían a dar cita en la unción de miles que
escuchaban en silencio convocados por tu canto de a veces imprevistas
estrofas donde, como en tus arpilleras, yo me descubría singular creatura
que en un verso añoraba el cielo y en otro tus besos, que escapaba o
regresaba, París o Santiago, amando u odiando. Las
canciones y los aplausos, los bises y los amigos, las noches de bistrots
y cafés conformando los espacios en los que resonaban los murmullos o el
barullo, las risas o la réplica amigable cuando entre compañeros se
planteaba la controversia política a pesar del mismo frente, de ese
fragmento de diáspora mitad autoexiliada o ida y venida de los oprimidos
a los opresores, de las cordilleras a los boulevards,
de las peñas de empanada y sopaipilla, vino y mistela, a los cafés de côte
du Rhone y Gitanes blondes
donde te vine a encontrar casi por casualidad, en una madrugada de
inspiración trasnochada que voló de mi mesa –desde la que te había
reconocido y con rapidez y garabato concebí una estrofa y te hice llegar
el papel- a esa otra en la que rodeada de aquellas prolongaciones de
aplausos recordándote el éxito del recital pasado -que ignoré por
encontrarme en La Salpetiêre para un concierto de música antigua-, desde
tu charango y con sonrisa cantada me hiciste llegar la correspondencia
establecida entre nosotros, por encima de esos mismos que seguirían
prolongando nuevas noches de recitales y aplausos paralelos a mis varios côtes
du Rhone, pero ya sin versos porque yo trataba de descifrarme incógnita
de ángel caído vagando de arpilleras a canciones, del porqué de tus
palabras a la contraposición de mi mutismo, hasta que tu preocupación se
abría paso entre las sonrisas y los encuentros y llegaba a mí copiándome
temporalmente en la ausencia de voz, de música, de poesía, pero
intentando la comprensión y el acercamiento en forma de esa mano que
apoyabas en mi antebrazo invitándome decidida a abandonar aquellos
lugares para conducirme con dificultad, pero resuelta, en dirección a
recuperarnos. Pero
vendría el tiempo en que eras tú llevándome prácticamente a cuestas;
no podías ser sino tú, única y casi sola, enfrentando la noche en ese
mirar a todos lados hasta encontrar el taxi, la dificultad cuando la seña
de medio brazo en alto -mientras con el otro, rodeando con fuerza,
tratabas de mantener en pie aquel temor, aquella incógnita, aquella duda-
y la dirección que dabas en perfecto francés, al tiempo que el esbelto
negro de Togo la minúscula miraba por el retrovisor sin reconocerte pero
con una velada mediasonrisa porque la situación lo extrañaba y hasta le
hacía sentir admiración por ti, a esa hora de la madrugada y con un
borracho a cuestas una vez que en principio lograste meter primero el
estuche con la guitarra, luego echaste el bolso de telar y casi te sentás
arriba de él cuando por último te aferraste de las mangas de la
gabardina y tiraste hacia adentro el peso casi muerto de mi borrachera y
finalmente, estirando un brazo por encima de mi entrega semidormida,
cerraste la puerta, me pasaste tu otro brazo por detrás de la espalda y
me atrajiste al ofrecimiento de tu hombro bajo la ruana, contra la que me
instaste a que recostara la cabeza. Allí me cantaste no sé qué nana, a
pesar de que el ángel caído casi en sueños pugnara por saber si esa
canción de cuna era andaluza o sus orígenes se remontaban al canto de tu
madre adormeciendo tu infancia al pie de la cordillera y con la promesa
futura de un terremoto sacudiendo la urbe de Chillán y cuando tú niña,
adolescente, jovencita, ya te estarías aventurando en la alta noche de
los pasillos que formaban el laberinto de tus sueños en donde ahora yo
parecía perderme con mis interrogantes e inminentes pesadillas. Sin
embargo seguías estando allí con tu cuerpo sirviéndole de escudo a mis
pocas fuerzas frente al viento que arreciaba en el boulevard
cuando el taxi se alejó y te volviste a la reminiscencia gótica del
edificio y con dos palabras de aliento y un beso de tus labios carnosos en
mi frente, me fuiste prometiendo el calor de las sábanas en el trayecto
demorado y dificultoso escaleras arriba rumbo al segundo piso; me lo ibas
susurrando al oído, con esa voz tuya que nunca había dejado de
pertenecer a cierta extraña femineidad armada de sentires y pensamientos
de cara a la panorámica oriental de la Cordillera y que ahora -dejando
para una próxima aglomeración fervorosa en los recitales de cara a todas
las diásporas preludiando las que vendrían después, el canto de amor
aguerrido o la inquebrantable militancia desde las frases dulces pero
resueltas (ah, tarea bastante comprometida la de la crítica futura a la
hora de intentar definir tu peculiar juglaresca contemporánea al servicio
de los oprimidos por el amor o por la injusticia: en definitiva es el
mismo diablo que se viste con el uniforme de los déspotas o con el de la
indiferencia, y después pediste que no lo agregaran en el reportaje
efectuado en mitad de un trayecto en ferrocarril en dirección a ese
Magallanes sur abajo que te golpeó y emocionó a la misma vez, como el
amor y la injusticia)- me tomaba por la cintura, calzaba su hombro bajo mi
axila y hacía fuerza de pelo negro que se le venía sobre el perfil
subiendo otro escalón con esa carga que le balbuceaba al oído las órdenes
de sólo para mí, cuando tú entonces te detenías en el penúltimo
descanso recordándome el porqué primero de que estuvieras allí, en París,
haciendo fuerza en la madrugada por llegar de una vez al dichoso segundo
piso cargando con la contradicción que imperaba exclusividad de voces y
sonrisas cuando te reconocía entregada en cuecas, huaynos, tonadas,
lamentos y compromisos a los miles de seguidores que yo generalmente
trataba de ignorar, que no quería ver y a los que finalmente les negaba
la existencia con una mortecina risa de borracho, que segundos después se
volvía llanto de mi frente contra tu cuello pidiéndote el perdón que no
me habías exigido. En cambio me recostabas en esa cama nuestra que nunca
volvía a quedar completamente tendida, si dignidad de cama merecía aquel
colchón doble plaza adonde minutos o siglos después te echabas tú
buscando entre mis despojos aquellos restos de integridad en donde
resguardar tu silencio de femenina esperanza vuelta semblante casi
ancestral de ojos cerrados. que más tarde aquellos miles convertirían en
ícono referencial para la esperanza de quienes deberían seguir entre
viviendo las incertidumbres o padeciendo las certezas: contradicción de
pueblo que sólo en tu canto de dicha y dolor llegaba a conquistar su
armonía y hacía creíble su futura libertad. Y esto tú y yo, pero tal
vez más yo que tú, lo sabíamos; lo sabíamos por los diarios ilustrando
las notas con aquellas fotos de archivo que te rubricaban maga, hechicera,
reencarnación de genio popular dueño del canto y del fraseo melodioso de
esa guitarra que yo, alzando los párpados cansados cuando aún no se había
extinguido la vela de llama oscilante sobre la superficie cóncava y
oscura, sabía dentro del estuche vertical y recostado junto a la puerta
de ese apartamento ya cerrado se diría que para el universo, ya oculto de
la mirada de los miles que te habían aplaudido y vitoreado, ya íntimo y
propicio para que dentro de él se revolvieran las sombras proyectadas en
la pared y en el gobelino de unicornios -que contrastaba con tus
arpilleras de montañas y llanuras, anónimos mineros, desde siempre
campesinos y antiguos señores de la tierra- al que de vez en cuando te
volvías echándole una mirada casi se diría que entre comprensiva y
respetuosa, porque amabas los unicornios pero no te interesaban los
brillos rancios de las telas renacentistas, si bien apartabas la mirada de
aquella escena y me acariciabas el mentón intentando trasmitirme tu firme
resolución de comprenderme con cualquiera de aquellas sonrisas tuyas que
te ratificaban en tu entrega perpetua a las avenidas y callejones, mares y
estanques de mis sorprendentes alegrías e inexplicables desazones, como
te gustaba definirme en lo que tú decías era el posible contenido de
aquel cajón perteneciente a un muy extraño mueble que adornaba mi casa
interior que ni tú ni nadie podían abrir porque ese era mi secreto, mi
incógnita, mi parte intocable, misteriosa y hasta se diría que
trascendente, me asegurabas, mientras te ibas durmiendo y un movimiento
tuyo debajo de las sábanas liberaba restos de aquel olor que era el
producto de esa extraña fórmula creada por tu naturaleza y la mía, y
que se efectivizaba cuando todavía la vela echaba resplandores ocres en
derredor de nuestros abrazos, besos, penetraciones, jadeos y gritos
finales. Y seguramente nunca te dije que no quería que los gritos
nuestros anticiparan los finales, porque después, con casi la vela vuelta
un montón escalonado de sebo en la concavidad que habían moldeado tus
manos, tus dedos manchados de arcilla cuando no se arqueaban para el
acorde que acompañaba la última estrofa de tu canto a pesar de sentirte
allí certeza de mujer dormida sobre mi hombro en la plenitud del amor
reciente, la quietud de aquella estancia nuestra empezaba a repoblarse de
los artículos con las fotos de archivo, de la certeza de las miles de
cartas que llegaban hasta los escritorios de las oficinas del sello
discográfico, de los noticieros documentando tu apertura de otro festival
de Cosquín que no reñía con un recital en el Olympia o con una velada
benéfica por los damnificados de otra catástrofe en cualquier parte de
ese mundo castigado que quería, aclamaba y hasta exigía tu presencia sin
conocer de mi existencia para esa mujer que dormía sobre mi hombro, plácida,
entregada y casi se diría que frágil, introspectiva y temerosa a pesar
de la actitud aguerrida puesta de manifiesto en la tonada, en la proclama
y en el saludo final de puño en alto rubricando un mismo pensamiento, una
misma entrega, un edificar de la esperanza sobre los restos de cualquier
sombra; sobre aquella oscuridad de lo que no gravitaba en el mundo de tu
canto y tus ideas, como bien podía ser -aunque lo negaras con besos,
abrazos y sonrisas- todo aquello que se agitaba estertoroso en los
interiores del apartamento sólo sombra,
incluyéndome. Entonces, el peso de tanta foto, artículo, noticiero,
carta, festival, recital y manifestación político-musical a beneficio de
la parte más castigada del universo empezaba a oprimirme el pecho, hacía
que me revolviera bajo aquellas sábanas en donde la noche iba disipando
el olor armado por los dos y mientras te soñabas apartada de mí por los
miles de brazos de los oprimidos que iban a reverenciar tu canto allí
donde el sufrimiento edificaba poblados de desolación a la que tu
presencia sobre el escenario combatía con la esperanza como lanza y
escudo, hasta que ibas entreabriendo los ojos con la misma lentitud que
tenía esa hora de la madrugada para moldearte en el semblante a medias
despabilado la sorpresa de efectivamente verte apartada de mí, pero por
mi llanto de espaldas a tu súbita amargura; mi llanto que no se animaba a
encontrar respuestas a tus porqués que te llevaban descalza y desnuda a
tantear el piso por otra vela a la que encendías sobre los restos de la
anterior, arrimándola hasta que el resplandor del pabilo me iluminaba de
rostro convulsionado y mandíbula apretada intensificando un resabio de
dolor a ambos costados de esa cabeza mía víctima de la resaca
inevitable, para la que tu prontitud te mostraba enfundándote en un suéter
de lana que resaltaba aún más tus caderas con la ausencia de la
bombacha; que te insinuaba todavía más deseosa la esponjosidad tupida y
triangular florecida en la entrepierna, yendo decidida a preparar dos cafés
porque te gustaba acompañarme cuando regresabas con la bandeja en la que
también se hallaban dos aspirinas, un vaso de agua y los cigarrillos.
Mientras tomábamos el café en silencio de a ratos me observabas,
respetuosa en tu ausencia de palabras aunque envuelta en interrogantes
porque yo, con la mirada por momentos perdida en el ventanal que
proyectaba los resplandores todavía artificiales del boulevard,
no quería hablarte de mi integridad, de la búsqueda de mi armonía, del
encuentro definitivo de mi pretendida libertad y cuando ya casi en mi piel
parecía no quedar restos de tu abrazo, de tu beso, de tu montarte sobre mí
o atraerme a tu profundidad aferradas tus manos a mis nalgas, previo a los
jadeos y el grito rubricando aquellos finales que yo no quería, porque
ansiaba cierta perpetuidad de tu entrega allí, en ese apartamento donde
yo seguía bebiendo el café, consumiendo el cigarrillo, deseando que
desaparecieran los últimos restos de aquella resaca que había estado
oprimiéndome las sienes, y el no escucharte, el no mirarte y en aquellos
momentos estuve seguro que también el no tocarte, porque súbitamente te
suponía ajena al ámbito por demás estrecho de mis propiedades más
celosamente queridas. Pero casi mágica o sorprendente o hasta
fastidiosamente para mí, parecías adivinar mis elucubraciones quitándome
la taza vacía de las manos, la colilla del cigarrillo de entre los dedos
aplastándola junto a la vela para rodearme con tus brazos en el afán, en
principio algo desafortunado porque desde mi mutismo pretendía
rechazarte, de atraerme a tus senos de pezones grandes y oscuros, contra
tu respiración algo agitada por ese leve nerviosismo que te venía cuando
en mitad de la noche te despertaban mis sollozos de espaldas a tu
semblante de ojos cerrados a través de los que sin embargo se trasuntaba
tu plácida entrega de brazo cruzándome el torso, de mano navegándome en
la caricia las oscilaciones palpitantes del pecho, cuando tus dedos de
piel cobriza recorrían mi vello y jugaban con los pocos rulos que nacían
entre mis tetillas, todavía tibias de aquellos besos tuyos, y yo me
preguntaba, acariciándolos de espaldas a ti, si se trataba de los mismos
dedos arqueados para el acorde o manchados de aquella tierra oscura que
entre tus manos unidas casi en suave plegaria, amorosa y pacientemente
procedían a trabajar la forma dentro de la que después acunarías
aquella vela que echaba sus resplandores ocres sobre los momentos que tú
y yo íbamos armando conforme transcurrían las últimas horas de la tarde
y las primeras de esa noche, cuando yo íntimamente celebraba el que la
madrugada no te tuviera en una peña o bistrot,
recital más allá de los Urales o gira por Centroamérica, o tú dejándote
llevar por las risas, los abrazos y la proximidad afectiva de tu núcleo
selecto de Santiago y yo congelándome lentamente en Père-Lachaise,
parado junto a la tumba de Asturias y de forma anhelante o por demás estúpida
queriendo ver en el perfil de aquel guerrero maya algún recuerdo vago común
a Guatemala antes de Guatemala y a ti, en las líneas de un rostro
antiguo, casi mítico, aprehensible para esa mi memoria que me fuera
arrimando nuevamente a tu imagen, cuando los besos, las caricias, los
abrazos y las penetraciones tarde o temprano pasaran a ser sólo recuerdo.
Te lo confesé cuando ya una luz de amanecer recorría la doble vía del boulevard,
renacía el murmullo de los caminantes y una flauta travesera lejana parecía
darle la bienvenida a la feria de ese día jueves, con sus puestos
esquineros de mariscos, ropa confeccionada en las Mauricio, rarezas
discográficas del pop inaugural, libros de editoriales decimonónicas con
las páginas amarillentas y las tintas violáceas de las firmas de hacía
casi cien años, y las verduras, frutas, quesos, fiambres y vinos con lo
que resolvíamos la celebración del almuerzo, ratificando su casi
suntuosidad en el mantel con las dos servilletas de tela, las copas y esa
vela que seguía encendida y viajaba del piso de listones a la mesa
tendida, de los mosaicos del baño al mármol de la cocina y de allí al
brindis y a que luego ambos, cruzándonos miradas y sonrisas asintiendo en
silencio, coincidiéramos en lo exquisito de aquellos platos que ambos habíamos
creado después de que, una apoyando las manos en los hombros del otro,
hubiésemos bajado las escaleras al encuentro breve de una ciudad a través
de su variada oferta en la que nos íbamos deteniendo, hasta el regreso
balanceando bolsas y apretando baguettes
debajo del brazo en dirección a ese rincón delimitado por nuestras
circunstancias donde minutos después se oficiaría un ritual que,
conforme pasaba el tiempo, parecía destacarse cada vez más y en el que
nos veíamos ambos creando algo juntos, por más que no fuera sino el
almuerzo o la cena: oficios no menos importantes como el que tarde o
temprano nos reencontraba franqueando océanos, países, cordilleras,
rascacielos, islas y atolones, porque en el simple apretarnos las manos,
en el beso efusivo sin importarnos el ruido ensordecedor del siguiente avión
levantando vuelo y dando así quizás fin abrupto a una historia tal vez
parecida a la nuestra o aquel otro que traía de regreso su carga de
afecto y deseo, estaba simplemente la confirmación del uno para el otro a
pesar de los compromisos musicales y políticos. Pero
entonces, el siguiente brindis mezclaba su tintineo cristalino con el
exasperante sonido del teléfono, que seguramente era para ti; porque a
pesar de yo estar allí, de custodiar celosamente nuestro rincón, de
pasar batallándole al insomnio en más de una de aquellas noches que te
tenían a miles de quilómetros de la posibilidad de una cama, de un
almuerzo compartido entre los dos, ese era tu apartamento por más que me
insistieras una y otra vez que era de los dos y que siempre sería de los
dos, y en último caso reconocías preferir el que yo siguiera en él a
pesar de aquello en lo que no querías pensar y que se vinculaba con la
posibilidad –“remota”, “imposible”, “impensable”, casi parecías
estártelo diciendo a ti misma, con la mirada vidriosa y temporalmente
perdida y la mano en alto sosteniendo la copa, antes de probar otro bocado
y de beber un nuevo sorbo del vino rojo-, de que un día nuestro amor se
terminara y que ese final estuviera dado de forma breve pero contundente,
como uno de aquellos acordes luego del cual el público ovacionaba otra de
tus composiciones pero no todavía esa de la que, sorprendiéndome, me
empezaste a hablar aunque vagamente. Lo hacías, sin embargo, con una
conmovedora dulzura en tu voz asegurándome
que se trataba de uno de tus proyectos compositivos más íntimamente
ambiciosos, porque en su poética pretendería explorar los afectos cuando
corren el riesgo de ser truncados por lo imprevisto, el imponderable, las
acciones definitorias difíciles de controlar o que incluso, ante otras
imposibilidades, se llevan a cabo con un pasmoso dominio de los sentidos. Entonces, con la forma delicada de la copa de vino sostenida
por tus manos de dedos levemente gruesos, de uñas que jamás habían
conocido del esmalte; desde tu tan particular versión del materialismo
dialéctico, comenzaste a aventurar el tema de quien rememora al amado, a
la amada, desde más allá de este mundo; que no sabías si el amor por
los vivos podía ser rememorado, evocado, sentido desde esa otra región
que para ti, pagana en lo más recóndito de tu femineidad primordial a
pesar de tus Décimas a la Virgen, se te presentaba poblada de sombras que tal
vez en algún momento se
dignarían a recordarte, en susurros, cómo habías pasado a ser una de
ellas, contrario a esa espera del Juicio Final y la resurrección de
justos y pecadores redimidos que fue lo que te quise decir y sólo me
limité a pensar, interrumpiendo la divagación cuando me dejé llevar
brevemente por esa expresión tuya de párpados entornados y labios
carnosos bebiendo de esa copa. Y por un momento, en el lento transcurrir
del mediodía a la tarde de aquel almuerzo, se me ocurrió reflexionar
acerca de cómo sería esa región de sombras o ese pasaje de luz a través
del que todos marcharíamos hacia la revelación más o menos concluyente
de nosotros mismos, cuando acabaste la copa, me la arrimaste para que te
volviera a escanciar el vino rojo, y antes de que brindáramos nuevamente
me dijiste que no sabías cómo era la eternidad, pero que en todo caso te
gustaría que tuviera la forma de ese momento armado a almuerzo de
simplemente dos seres que se querían,
luego de un paseo a través del que fuiste arrastrando ensoñaciones
de una ciudad a la que atravesaba un río, ansiando la vuelta al rincón
donde te abrazara ese gracias a quien el amor se sublimaba o se convertía
en enigma sin resolución posible o con clave perdida para siempre, llevándote
imprevistamente a extrañar una tierra lejana -donde existía otra ciudad
atravesada por otro río- en el beso añorado mucho después de que el
almuerzo se estirara en tarde y noche de pasiones intercambiadas, hasta
que avanzando la madrugada mi actitud comenzaba a transitar de las últimas
entregas a los primeros rechazos. Muy
lejos todavía de la mañana; muy cerca del otro dormir incómodo, tu sueño
se iba tornando región a
medias secreta que guardaba la memoria de otras horas que eran como otras
vidas, llevándote a la plegaria silenciosa que una rara mezcla de
felicidad y tristeza elevaba en párpados entornados, vuelta a un lado de
la almohada, en procura de encontrar mi comprensión. Pero sólo te
taladraba ese cuerpo pesado, con restos de borrachera y de preguntas sin
respuestas acumulándose en esa actitud mía de colocarme de espaldas a lo
que en ti no pretendía ser requerimiento, sino apenas certitud de seguir
estando allí, en tu incorporarte en el colchón tanteando a un lado sobre
los listones del piso buscando la vela que volviste a encender; en la
arpillera inconclusa de hilos colgando en un extremo de ese apartamento
parisino, a lo largo de los que pasabas tus manos de dedos color de cobre
y de tierra casi salvajemente arada que estaba tan lejos y sin embargo
amontonándose allí, en tu expresión de labios cerrados y mirada caída
sobre tus propias interrogantes, proyectadas en las formas que iban
delineando la actitud del ángel caído o demonio elevado que creías
percibir en el telar a medias trabajado y que el claror de gris invernal
lentamente iba moldeando para tu soledad en la indiferencia echada a un
costado del colchón dándote la espalda, en la ausencia de palabras y, en
fin, en todo eso que un impulso de fuerza y amores y artes postrimeros
resolvió ir plasmando en acorde, verso y canto. Como
brisa de entreluces colándose por las celosías a medias cerradas,
aquello fue arribando hasta mis párpados, involuntariamente, moviéndome
a un casi secreto despertar, siempre de espaldas y en silencio, para
asistir -simple y nunca pude llegar a confesarte que hasta
conmovedoramente- a lo que decidiste sería tu última composición, como
me lo dejaste escrito junto al título que elegiste y la pregunta
formulada para una respuesta que no sé si te di o no, si me diste o no,
en tres etiquetas cruzando a lo largo ese cassette
que tiempo después sólo una breve nota tuya me ayudó a encontrar,
cuando alguien -llegando del otro lado de las incógnitas oceánicas- me
trajo un pequeño sobre alargado adjuntando casi en exclusiva la noticia
–de la que durante más de una semana se harían eco luego la televisión,
la radio, el periódico, los círculos de allegados, los escenarios vacíos,
el público acongojadamente desperdigado por terceros y primeros mundos-
que me dejó tres días sentado en un rincón de la oscuridad de un
apartamento metido en un edificio de una ciudad que ya no tenía ni
nombre, fumando cada tanto, bebiendo cada tanto, imperturbable al
principio y entregado en llanto finalmente. Luego, enjugando lágrimas, me
decidí a abrir aquel sobre algo sorprendido ante las instrucciones que me
dabas de seguir una ruta armada a recipiente de cerámica con restos
petrificados de una vela muy antigua, que tuve que apartar para abrir la
tapa de aquel viejo baúl dentro del que se encontraba la arpillera con la
figura casi terminada del ángel caído, que lentamente se fue levantando
al desplegar aquella artesanía dentro de la que se hallaba la cinta que
grabaste tan cerca de mí, cuando sin embargo el ángel, vuelto de
espaldas a ti, tirado en ese colchón, se replegaba a una región más
cercana a lo profundo de una tierra ignota, a años luz de ese acorde que
se sumaba al otro, de ese verso que seguido al anterior iba armando una
ofrenda inmerecida y final, porque en parte me decretabas esperanza que tú
te animabas a celebrar desde la sombra. Una
y otra vez tuve que leer lo que no sé en qué momento de ese día de hace
tanto tiempo o de ayer o de mañana, escribiste con un pulso firme en esas
tres etiquetas pegadas al lado “A” del cassette: “ ‘La esperanza y su sombra’. La última composición.
¿Cuál la esperanza y cuál su sombra?”. Era tu regalo para mí; ese
tipo de regalo que no tendría que compartir con nadie y que me acompañaría
siempre como el tan particular diálogo que estaríamos dispuestos a
retomar cuando “las aguas estuvieran calmas”, como me decías a veces,
como me escribiste después, como me dejaste cantado finalmente. Así
ocurrió durante un tiempo que no sé si fueron días o siglos cuando una
y otra vez, en la soledad de la habitación en penumbras, me fui
familiarizando con el “Play” y el “Rewind” que más que diálogo
casi era la orden que te daba de que cantaras para mí y sintiendo un gozo
muy profundo al saberme único depositario de tu última composición que
desde las sombras ratificaba mía más acá o más allá de todas aquellas
miles de esperanzas que no podían sino conformarse con lo ya grabado, lo
ya conocido, lo ya vitoreado tantas veces frente a ti, mientras en algún
rincón del universo o de la nada me quedaba yo, clamando por tu ausencia
y exigiendo tu presencia de mujer por encima de la otra, de esa que el
“Play” y el “Rewind” conforme pasaban las horas o los siglos
imprevistamente fue haciendo renacer, tal vez traída por ese nuevo
desplegar de las alas del ángel caído buscando la redención cuando
decidió que esa entrega en amor ya no podía ser para mí sólo; de esos
acordes de la guitarra que necesariamente debían seguir abriendo surcos
para que las miles de esperanzas se siguieran apoyando en lo que tú eras
en definitiva: la valentía y el amor hechas canto, melodía, regalo para
el mañana, para ese otro tipo de amanecer que ya no podía
circunscribirse únicamente a las delimitaciones caprichosas de un
apasionado egoísmo, sino que en esa última composición ratificaba su
compromiso con la vida de todos, sin importar la propia vida; sin importar
que ya no me regodeara en el disfrute sombrío de aferrarme a tus
exclusividades sólo para mí. Entonces lo que me habías dejado resolví que ya no me podía pertenecer, cuando tiempo después envié un sobre a aquellos que se encontraron con un cassette que simplemente era el compromiso de siempre y apenas un título señalando versos que hablaban de amores esperanzados y de las sombras que a veces se cruzan en un camino que necesariamente debe llevar, tarde o temprano, a la celebración de la vida, de la libertad y del amor: certeza de una última composición dedicada a todos y a cada uno con su particular historia, como se leía en la nota anónima que acompañó la cinta dentro del sobre sin remitente, aunque llegado de un rincón inubicable donde tarde o temprano, horas o siglos después, la televisión estaría proyectando un homenaje como el ventanal el transcurso del día a la noche y nuevamente al día, en ese casi juego de sueño plácido y vigilia inquieta componiendo continuos encuentros y desencuentros entre la esperanza y su sombra. |
Guillermo
Lopetegui
De La esperanza y su sombra
Ediciones Aldebarán, Montevideo, 2007
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