La corta historia de Joaquín |
in memoriam Alejandro Zorrilla de San Martín. |
Conocí
la historia una tarde, cuando Joaquín se apersonó en el boliche. Que yo
me encontrara allí ya no empezaba a ser casualidad. No sé si incluirme
entre los demás concurrentes, pero el asunto fue que allí permanecí yo:
acodado en el mostrador y dispuesto a escuchar la historia contada por
Joaquín. Se
conocieron una noche –ella pretextó que ya se habían visto antes, hacía
tiempo-, cuando él cenaba solo en un restaurante de última categoría.
Salieron de tequila y grappamiel dos noches seguidas –mientras, ella
seguía ¿inventando? recuerdos pasados- y a la tercera él se encontró
en el apartamento de la muchacha; más precisamente en su dormitorio, de
afiche condenatorio de los 500 años de la Conquista, foto con amigos de
sonrisas estúpidas y miradas vagas, entrelazados en la hermandad estival
del balneario oceánico enclavado entre
las dunas y dos o tres compactos superponiendo Roos con Sabina y
Los Jaivas, sobre la compactera cerrada del radiograbador Sony al que habían
rebautizado “El Huevito”, como le informaron desde un suave aunque
algo indiferente tono femenino de voz. “Creo
que ahí fue donde empecé a sentir algo más por ella”, nos reveló,
“pero la muy yegua sólo quería cama, cama y cama.” La,
en una primera instancia, insaciable vivía cerca del boliche y pensé en
la proximidad de esa mujer. Porque Joaquín no dejó de referirse a la
soledad que la rodeaba. “Pero
me siento desilusionado, hermano”, se entregó a nuestra atención
sostenida, en un lamento de tango confesional. Otra
tarde la vi dirigirse a la parada del ómnibus. Algún índice anónimo
–apuntando desde el boliche- la señaló como rescatándola de la
habitual monotonía de entre semana. La seguí con la mirada y después me
fui a cumplir con lo que ya empezaba a ser tradición: tomarme tres “Old
Times” al promediar el mediodía de suposiciones silenciosas o charlas
olvidables; porque cuando se trataba de whisky –antes del almuerzo- se
empezaba a establecer y afirmar cada vez más la idea de un mediodía con
eterno saldo de tiempos para imaginar comidas suculentas, sabiendo lo
precario del guiso de ayer que nos estaba esperando. Es cierto que elegí
esto y también es cierto que temo cualquier forma posible de “riesgosos
actos que encierren la mínima posibilidad de trascendencia”. La
historia de Joaquín se acababa un día sin fecha, en el momento que
resolvió abandonar o que lo abandonaran. Y
en el boliche seguíamos estando nosotros, entre obsesos y hartos de política
y soluciones venideras, esperanzadoras o apocalípticas, para casi todos.
Porque la excepción era Vidal, quien no descuidaba sus carbonillas sin
importarle otro entorno que aquel que sostenía el motivo de sus obras. Me
acerqué a su actitud reflexiva de siempre sentado junto a la mesa elegida
desde siempre -adonde a él le llegaban seguramente ensoñaciones mecidas
del parque cercano y a mí el resto de una ciudad a la que hacía mucho
tiempo no visitaba- y me sentí en la necesidad de pedirle permiso para
hacerle compañía. Asintió con la cabeza, en silencio, regresando
absorto al trazado que había
empezado a hacer –quizás horas o días antes- en ese cartón flanqueado
por el vaso de caña y los cigarrillos negros. -Tú
también conocés la historia
de Joaquín –me animé a hablar, luego de hacerle una seña al mozo para
que echara en mi vaso otra medida “de combustible y algo más de gélido”,
como era esa suerte de lenguaje intercomunicador –entre el mozo y
nosotros todos- sólo necesario y aceptado puertas del boliche adentro. -...Y
dejó de ser íntima cuando Joaquín se puso a ventilarla –se dignó a
dar cuenta Vidal después de prolongar un poco el silencio, aunque con los
ojos apartados de la carbonilla y regresando a la visión próxima del
parque, mostrándome quizás una puerta más próxima de salida, aunque a
un mundo al que ya no me interesaba aventurarme. Imprevistamente Vidal
enfrentó sus ojos a los míos-: Mejor hubiera sido que
la muchacha esa siguiera en el anonimato y Joaquín se mostrara
menos sentimental y más reservado.-Una mueca de costado y un alzar de
cejas fueron mi única forma de la contestación, por lo que entonces Vida
creyó conveniente agregar-: No nos interesaba el asunto de lo que le pudo
pasar emocionalmente con la reventada esa. O... ¿a ti sí? –pareció
echar en la mesa de carbonilla, cigarrillos, caña y whisky, mirando
inmediatamente a los costados y tranquilizándose de saber que nadie nos
escuchaba. Continuó
su trabajo creativo y yo seguí su mano presurosa, intentando encontrar
alguna respuesta en el movimiento firme y apenas audible; en sus propósitos
de encontrarle una feliz resolución al motivo final de aquellos trazos.
Esto me afirmaba la certeza -revelada hacía pocos minutos- de que al
menos a Vidal no le interesaba la historia. Me
puse de pie y asomé medio cuerpo por la ventana buscando, algo más acá
de la serena escenografía del parque – a esa hora de mediodía
laborable-, el techo de la parada y el ronroneo del ómnibus que se la
llevara quién sabe adónde; ella misma por la repechante calle de últimos
adoquines a lo largo de los extremos del asfalto, caminando en dirección
a su trabajo, su estudio, arrastrando consigo esa íntima interrogante que
parecía expresar su figura pequeña y ancha de caderas. Como
solía suceder con cualquiera de los allegados al boliche, Joaquín dejó
de asistir a él por algún tiempo que dura hasta hoy. Yo sabía que no
había vuelto a ver a la muchacha y esto, en parte, me tranquilizaba por
ambos. Alguien
averiguó que ella estudiaba Antropología. “Eso ya es algo”, y la
suposición se me mezcló con lo otro que me había empezado a enlentecer
el arribaje del sueño: ¿por qué razón ella podría haberse fijado en
un sujeto como Joaquín? Lo especial, lo singular, lo destacable en otros
tipos, no eran su sello. Nuevamente
fue Vidal el temporalmente ungido como Cristo, para imbuirse de toda la
paciencia y escucharme. Le palmeé el hombro y él no dejó de darle los
toques posiblemente finales a aquella carbonilla: la calle; nuestra calle
que se perdía en las rocas de la costa, próximo a la farola, con hasta
cierto oloroso recuerdo de puestos de pescadores y casas que ya no
estaban. Vidal se empeñaba en retocar una de las fachadas de los dos
edificios altos que intentaban, desde hacía un par de años, darle otra
panorámica a la cuadra de calle en declive mitad asfalto y adoquín. -No
sé cuánto hace que estoy aquí –solté, con cierto secreto afán de
intromisión en una tarea que para Vidal siempre se sintetizaba en lápices,
cigarrillos, caña, silencio y concentración. Ingredientes
presumiblemente sagrados tras los que Vidal seguía parapetado a la hora
de hacer los máximos esfuerzos por ignorarme y permanecer sumido en su
creación, con lo que entonces seguí hablando, suponiendo-: La muchacha
se sentiría sola... Entonces, por ahí la equivocada sería ella. -Podría
ser –musitó Vidal, interrumpiendo su labor imprevista y gratamente para
mí, y echándose contra el respaldo esterillado de la silla. De
nuevo mi curiosidad asomándose por el ventanal. La observé dirigiéndose
a la parada con paso lento y tres carpetas contra el pecho. Pensé en lo
poco y nada que la podría haber unido a Joaquín; en lo poco y nada que
suele unir a un ser con otro, cuando se intenta levantar sobre una base de
globos el edificio más ilusionista que ilusionado de imposibles futuras
convivencias; pensé en lo beneficioso de que Joaquín no hubiera
regresado al boliche. Pero beneficioso, ¿para quién? Así
las horas y los días fueron pasando, hasta que llegó la mañana aquella
tan sorprendentemente diferente a todas las otras que me habían
encontrado en mi rincón, cercano a los rituales del artista de la
carbonilla; porque la muchacha hizo su entrada -¿casi triunfal para mí?-
en el boliche, apenas con un “Buenos días” a todos los que estábamos
allí casi desde siempre. -Nevada
box –pidió, cerca de un mostrador situado
unos centímetros por debajo de su cuello y la cadena de plata que
lo adornaba. Se demoró buscando cambio y chistó fastidiada. Como
quién sabe desde cuándo no me ocurría, me sentí impelido a dejar mi
vaso a un costado y caminar hacia ella, con un lado de mi cuerpo pegado al
mármol de la barra. Ella buscaba y buscaba, posiblemente monedas, en los
interiores de su bolso. Rápidamente desvié mi mirada al bolichero, quien
desde la caja con dos dedos de la mano derecha me indicó los pesos que le
faltaban a la compradora de cigarrillos. -El
eterno problema del cambio –hablé, serenamente envalentonado. Ella alzó
brevemente hacia mí el desconcierto de una mirada clara, pareció luego
pensar unos segundos y muequeó una aproximación a cierta sonrisa
apenada, volviendo los ojos al caos semisecreto del bolso. -Sí.
Dos pesos... que no encuentro –contestó poco audible, apoyando el bolso
en el mostrador y tomándose de la frente tapada por el cerquillo. -Uno
siempre los tiene y no sabe dónde.-Busqué entonces en uno de los
bolsillos de mi campera y extraje una moneda de dos pesos, que previamente
ya había tanteado para confirmar que tenía, cuando el bolichero me señaló
con dos dedos la cantidad con complicidad, gracias a lo que pude elaborar
un mínimo parlamento con el que hiciera mi entrada en la acción-. Ya está
solucionado –le mostré a la muchacha la moneda y la eché encima del
mostrador adonde caía la luz de la mañana, mostrando en el mármol
veteado las curvas de un paño húmedo que hacía unos minutos el
bolichero o el mozo habían pasado. Ella miró la moneda e intentó decir
algo que me encargué de que no dijera-. No hay ningún problema. Mañana
me tocará a mí y entonces puede ser que te busque o esperaré hasta que
te vea caminando en dirección a la parada. Ella
entonces echó una mirada circular a los interiores del boliche y súbitamente
su vaga simpatía se tornó en seriedad momentánea. -Claro
–dedujo, deteniendo la seriedad en el ventanal junto al que generalmente
me acomodaba yo-: desde aquí se fichan todo, ¿eh? –regresó a mi súbita
perplejidad ante su deducción no exenta de cierta picardía, con una guiñada
y una sonrisa. Procuré mantenerme igualmente sereno, si bien aquel
imprevisto cambio de actitud en ella me trajo dos certezas: la primera,
que era una mujer posiblemente más experiente de lo que uno podría
suponer y que sabía cómo entrarle a un hombre; y la segunda, que por ese
tipo de mujer yo hacía años había resuelto dejar pasar mis horas entre
los vasos, el observar de las creaciones de Vidal y seguir a veces los
cambios que transcurrían allá afuera, en la otra vida, parapetado de
este lado del ventanal. -Cierto.
Siempre te veo caminar, venir desde “algún lugar”, con dos o tres carpetas que algún
infidente aseguró se trata de ¿Antropología? -Joaquín
–supuso ella, seria y secamente. -Joaquín
no –repliqué-. Pero Joaquín vino, tomó algo y lo notamos preocupado.
A veces –agregué, incentivado por la situación que ambos empezábamos
a vivir- uno no encuentra respuestas a los enigmas insoportables que lo
rodean. -¡Qué
trágicos son todos en este boliche! –sonrió y meneó la cabeza, con
aire de suficiencia. Se quedó con la mirada puesta lejos de mí y
volviendo a delinear una sonrisa vaga, posó sus ojos claros en mi
semblante que oscilaba entre la simpatía y el desconcierto-: Creo que se
hacen muchos problemas cuando en realidad no hay ninguno –concluyó,
segura de sí misma. Me
gustaba prolongar aquella conversación, pero me invadieron imágenes
anteriores en las que aparecía ella dirigiéndose quién sabe adónde y
Joaquín entrando desconsolado a buscar ayuda por entre las luces y las
sombras, del boliche más sombra que luz. Consideré que no quería
alterar lo que ya era cotidiano, aceptado y ajeno a mí y que se vinculaba
con su ida a la parada del ómnibus, abrazándose a unas carpetas que
denunciaban ciertos intereses en estudios facultativos. -Al
menos tu nombre –me limité a pedir, antes de que nos despidiéramos
aunque con cierta secreta e inquietante esperanza de que nos volviéramos
a encontrar. -Diana.
Como la cazadora. -Artemisa
para los griegos –recordé algunas lecciones del liceo. -Se
supone que a Diana la conocen más. -Seguro
que no me voy a olvidar del nombre latino de la hermana de Febo-Apolo. -¿Y
por qué no te tendrías que olvidar? –atacó ella imprevisiblemente.
Entonces, un sentimiento de vaga hermandad me unió brevemente a Joaquín
y creí comprenderlo; pero inmediatamente después recordé que antes
estaba yo. -Porque
otra vez te podré decir: “Aquí tenés dos pesos, Diana”, o:
“Prestame dos pesos, Diana”. -Si
los tengo...-dudó ella, frunciendo los labios y aprestándose a dejar el
boliche reacomodándose la correa del bolso que colgaba de un hombro. Luego
del esperanzado “Nos vemos” mío y el rápido “Chau” de ella, la
muchacha regresó al sol de mediodía y yo pedí que me pusieran otra
medida en mi vaso de más hielo derretido que whisky. Ese
día no esperé, como siempre, a la última hora de la noche para regresar
a mi vivienda envuelto en las oscuridades, caminando apurado y sin
detenerme en las características de una calle que bordeaba el recuerdo
del parque. En cambio, en plena tarde me aventuré a deambular por la
parte de la rambla que me recordaba, vagamente, el antiguo pueblo de
pescadores; un recuerdo que hoy no podía más que llegar a las
dimensiones pequeñas del boliche evocador a fuerza de banderines
noruegos, mandíbulas de tiburón, un ancla, un timón y una foto
amarillenta de un bolichero luciendo el cabello más negro y largo y una
silueta mucho menos gruesa. Me acercaron aquella foto y la observé
detenidamente. -Yo
no era pescador –rememoró el de la foto, cruzando los brazos encima del
mostrador-, pero había algo que nos unía a todos por igual. Ellos se
iban hasta altamar y volvían por la noche o de madrugada. No quedaron ni
los botes; no quedó ni aquella posibilidad de zarpar hacia una pesca
eterna. Yo recién empezaba en el boliche y todo esto era otra cosa. Al
menos si parte de la clientela fuera de pescadores... Pero no me quejo:
vos, Vidal, Joaquín cuando venía, me recuerdan en cierta medida a los
otros. Y a veces me hago a la idea de que efectivamente existió un
zarpaje de botes que ya no regresarán. El
bolichero puso otra medida en mi vaso. Me fui a sentar, esperando su
regreso a la hora que fuera. Joaquín seguía sin aparecer y Vidal avisó
que estaba “jodido de salud”. Así que me acomodé, pero contra el alféizar
de la ventana. Aguardé las horas más allá del mediodía, la caída de
la tarde y los ómnibus que volvían de la zona céntrica –entre ruidos
de caños de escape y primeros cantos de los grillos que milagrosamente
seguían estando-, retornándola quizás hasta el rincón este donde yo
seguía tomando y a veces picaba alguna rodaja de longaniza, harto por
momentos de mi propio empecinamiento; desprovisto de ideas que me
proporcionaran argumentos para seguirme acercando a ella. Bajó
del ómnibus y caminó sola cerca del cordón de la vereda, siempre sobre
una de las líneas del adoquinado que sobrevivía a los extremos de la
calle. Su imagen adquiría otra dimensión y apreté fuerte mi enésimo
vaso de whisky, al que me negué que le pusieran soda. Vidal se perdía
esto y la ausencia prolongada de Joaquín nos había hecho suponer a todos
que ya no le podían quedar fuerzas para que algo le pudiera hacer
retornar el interés por la existencia; al menos la existencia relacionada
con determinado boliche y determinada muchacha... quien rápidamente se
volvió a la ventana –con el mismo gesto oscilante entre la simpatía y
el desconcierto de aquel “Creo que se hacen demasiados problemas cuando
en realidad no hay ninguno”- e imprevistamente se detuvo a mitad de la
marcha. Alcé mi vaso disimuladamente y ella inclinó la cabeza con una
sonrisa que la poca luz exterior me obligó a imaginar. Siguió caminando
y se volvió a detener. Tal vez yo le quería comentar que a Joaquín no
lo habíamos vuelto a ver; tal vez ella recordaba que me debía dos pesos
que yo no le iba a aceptar. El
bolichero anotó en la cuenta de la amistad y me despidió, desde el otro
lado del mostrador y apoyado en el telón de fondo de la foto, el ancla,
el timón, los banderines noruegos, la mandíbula de tiburón abierta para
un ataque que se venía demorando. Ambos oímos un ruido seco y en el
sitio donde estaba la mandíbula sólo encontramos el clavo grueso en
“L” que la había sostenido durante años. El bolichero recogió el
recuerdo de tiburón, las fauces que acaban de cerrarse, trancándose a
toda posibilidad de un ataque que ya no asestaría. Recordé
que el bolichero era nieto de franceses. -No
sé si la Legión Extranjera sigue existiendo –casi fue pensar en voz
alta, cuando él se agachó para recoger la mandíbula y yo le hablaba a
las botellas y a mi propia imagen reflejada en el espejo picado del
aparador. -Sigue
existiendo, sí –escuché que contestaban del otro lado del mostrador y
desde algún lugar bajo la barra. Después el bolichero se puso de pie y
dejó la mandíbula metida en la pileta, bajo un chorro fino de agua fría
que bajaba de la canilla cromada-. Creo que el Cuartel General está en Córcega. Volví
a observar el panorama exterior ensombrecido a través del ventanal. El
reflejo débil de una bombita de calle caía de lleno sobre la silueta
pequeña; los brazos cruzados apretando carpetas contra unos pechos en los
que yo no había querido pensar. Dejé
el boliche a mis espaldas y caminé de frente, sin argumentos, hasta donde
la silueta empezaba a ser de nuevo Diana. Diana aclarándose y de regreso;
Diana del cabello castaño y corto, por la calle adoquinada a la que me
estaba llevando metido en la noche y hasta su sonrisa, diferente a la
anterior; diferente a aquella que me prometió la vuelta que sellaban los
dos pesos... o cierta historia de un tal Joaquín. El
viento de un otoño avanzado se dejó sentir, cuando ya estábamos
cercanos a la rambla. Pensé que ella no sabía la otra historia: los
pescadores que ya no volverían sino en la risa del pasado fijada en un
papel amarillento como el whisky, como las baldosas que pisaban los
adherentes a la cotidiana causa del boliche, o como mis dedos luego de
treinta años de cigarrillo, que en los últimos cinco iban acumulando
sabores negros, apestosos, pero tan compañeros a la hora de reclinarme
contra el alféizar del ventanal. No
hubo Joaquín ni dos pesos, no hubo cuentos de pescadores ni posibilidades
de aventurar una partida sin regreso a la Legión Extranjera. Hojeé
sus libros y pasé mis manos a lo largo de un tapiz mexicano: regalo de
otro Joaquín que había quedado lejos, como el que ya no aparecía en el
boliche y como este otro que había hecho su entrada en el entorno de
cierta mujer llamada Diana. Con
sus ojos verdosos oleándome confesiones de una noche –amargamente
silenciosa- me hizo entender que hacía tiempo que rechazaba ese tipo de
compañía que amenazara con ser para siempre. Destendió la cama y supuse
que ya antes Joaquín habría conocido el rosa estampado de las sábanas;
el perfume que su pelo dejaba en la almohada; la resignación o certeza de
la soledad buscada, ante otra mañana que empezaba por llenar con ella
misma. -A
veces se viene a quedar un primo: nos hacemos mutua compañía porque él
también está solo. Otras veces me visita una ex cuñada y por ahí se
queda algún fin de semana conmigo, cuando su hija, mi ahijada, se va a la
casa de mi hermano. Mi primo y mi ex cuñada se alternan y otra veces
hemos coincidido los tres en casa. Al primer Joaquín y también al
segundo les molestaba esto. Se ponían celosos. ¿A ti te molesta? Pero
aquellas casi tres décadas traducidas en la tersura de los brazos, me
atrajeron a la región donde ya no podían existir preguntas y respuestas,
historias y leyendas. Sólo la madrugada de próxima distancia y acompañada
soledad –donde quedaban recuerdos de un primo, una ex cuñada, otros
Joaquines-, el vaso de whisky cerca del ventanal –ya sin suposiciones o
casi inmovilizado bajo el peso de las mismas- y su andar despreocupado en
dirección a un ómnibus que la llevaría en vueltas hasta donde se perdía
una ciudad que yo iba olvidando de a poco; retornándola luego a sus sábanas
y a otras entregas circunstanciales, si bien ella apoyaría dos dedos de uñas
cortas y sin esmalte contra la otra boca, encargándose entonces de
acallar suposiciones; de borrar ilusiones de una historia duradera. El
penúltimo día que pisé el boliche no hablé con casi nadie. Apenas
un nuevo cliente que se acercó a mí, saludándome con un apretón de
manos. Era joven y también venía de algún lugar necesariamente
abandonado. No le pregunté su nombre y sólo me bastó revisar su mirada,
para comprender lo que luego era preferible desestimar con el siguiente
buche de whisky. Sólo
me llegaron las preguntas susurradas de aquel joven, cuando se arrimó a
la mesa de Vidal. El artista permaneció con la cabeza gacha, inmerso en
la única respuesta que podía dar; la que fue trazando sin palabras. Sólo el delinear una calle adoquinada; una silueta llevando entre los brazos pena, temor, dureza, desfachatez o carpetas, seguida por los trazos difusos que tal vez evocaran o anticiparan un nuevo comienzo con los cigarrillos comprados, la sonrisa entre natural y forzada, aquella parte del dinero que no encontraba, no tenía o había ocultado. |
Guillermo
Lopetegui
Se publicó en "El parque de los últimos regresos" (Monte
Sexto, Montevideo, 1987
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Orillas
Ir a índice de narrativa |
Ir a índice de Lopetegui, Guillermo |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |