Intihuatana |
Quizás
piense que Beto esté por llegar de un momento a otro, de un día a otro,
de un año a otro. Quizás sueñe y Beto nunca llegue y prefiera quedarse
allá abajo, en la ciudad, por entre los corredores de un instituto al que
el sol de julio a veces salpicaba de una vida más clara y menos fría. Claro
que puede estar rememorando las otras épocas –apenas distantes-, el
intercambio de fotocopias, el bolillado, las próximas clases... Lo que
ahora me pregunto es por qué me decidí yo antes que él. Allí estaba
Laura para obligarme a permanecer en mi asiento, atento a la realidad de
la siguiente materia. Pero
estoy aquí y sigo sin recibir carta de Beto, aunque prometió llegar para
la primavera. Y la primavera está llegando y no el número 28 de
Literatura Primer Año. En
la carta él podría poner que estuve equivocado y que le tendría que
haber hecho caso a Laura. De lo contrario, ¿para qué observarla desde
los primeros meses, cuando la seguía hasta la cafetería y me prometía
tomar los cafés que fuera necesario, con tal de estar cerca de ella?... Beto
podría anotar que yo siempre elegía las mesas dispuestas en fila contra
la pared de ladrillos, cercanas a la salida trasera, la que daba a las
insinuaciones del verde pálido del jardín, en aquellas imprevisibles mañanas
de junio y julio. Luego de los primeros sorbos, la sangre parecía volver
circular por las manos y los rostros todavía lívidos. Se recuperaban la
sonrisa, las palabras; Laura volvía a recuperarse para sí misma, para
nosotros y el transcurso de una mañana más colorida, despojada ya de las
entreluces y la debilidad de la madrugada. Pero las mañanas seguían
siendo frías, tan frías como las otras, las que Beto contemplaba desde
la habitación 18 del hotel Saint-Michel, cuando la rue de Cujas se volvía
blanca y entonces Beto estaría decidiéndose, antes de encender el
segundo cigarrillo luego del desayuno. Volvería y nos encontraríamos,
conociéndonos sin suponerlo. Hubo
dos bancos de por medio y una Laura que prácticamente nos ignoró durante
los dos meses que le arrancaron restos al verano que se terminaba, para
arrastrar los últimos calores sobre las baldosas amarillas, como nosotros
nos arrastrábamos a través del corredor a las 8 de una mañana que nos
obligaba a estar dispuestos para pasar ese trago relativamente amargo de
los tres años y un título que no ofrecía demasiadas posibilidades. Y
ahora aquí, con el tiempo otorgándome quién sabe cuántas horas de
evocación, de oscuridad, cuando las facciones de Laura sean difíciles de
rearmar en la precariedad del recuerdo. Beto haría hincapié en que no
pensara en eso. ¿Sería cierto? Lo que también puede ser muy cierto es
que, a esta hora, Beto y Laura estén intercambiándose fotocopias –cafés
de por medio-, porque ya son las nueve menos cuarto y tienen cinco minutos
para bajar a la cafetería... y por ahí quién sabe: hablar de mí. Entonces,
¿qué diría Laura? Es muy lícito que me pegue una buena relajada y diga
que siempre fui un imbécil. Pero Beto, en su carta, tendría el tino de
aclarar que ella “llegó a la conclusión” de que yo era un imbécil;
tendría la suficiente capacidad para mentirme por carta. No le podría
escribir pidiéndole que me relate el modo de sonreír de Laura, el modo
de agarrar el asa del pocillo, los textos, los cuadernos. Beto sabría que
no estoy en condiciones de pedir que me relaten lo que yo ya sé; lo que
ahora prefiero imaginar, adornar, soñar por las noches, cuando también
sueñan las aves que por la tarde –y bajo este sol intenso- zumban a ras
de la vegetación y mi cabeza. Le
podría escribir para informarle que me acostumbré al acento lugareño
sin mayores posibilidades de comunicación, como la que establecíamos con
él, con ella, cuando ya la
luz natural empezaba a iluminar las cúpulas de los edificios
novecentistas que, seguramente, seguirán rodeando la manzana del
instituto. Laura podría advertir la silueta chamuscada de la columna
hablando humo, emergiendo impávida contra el horizonte gris de las pocas
fábricas distantes, que a veces nos apartaban de la realidad de la clase;
que nos llevaban a un paisaje decididamente falto de color, bordeando la
franja angosta de la playa sucia en la bahía. Seguirá
siendo... Son más de tres mil quinientos kilómetros, pero seguirá
siendo así. Y los cursos aún no terminan. Beto
podría escribir maravillado: pensar que hace apenas un mes y medio, ambos
teníamos la posibilidad de bajar juntos a esa cafetería desprovista de
estilo pero acogedora en la renovación de los recuerdos constantes,
cotidianos, siempre y cuando Laura imprimiera vida a lo que intuíamos allí,
entre las mesas de cármica, multiplicándose luego en la conversación
que entablábamos con Beto y los indefectibles dos cafés. Beto
recordará que después fueron tres los cafés. Aprendió a estudiar mis
reacciones más imperceptibles, eso supongo. Laura no lo advertía y era
una suerte para ambos. A él le tocaba una parte por cómplice, por
inventar situaciones que jamás había vivido en la rue de Cujas o la
ruelle de la Fonderie, como tampoco imaginaba que acabaría decidiéndose
por hacer ese curso de una buena vez. Pero
todo aquello prolongaba la estadía de Laura entre nosotros; prolongaba su
interés ante las verdades que inventaba Beto; prolongaba ese silencio que
mediaba entre el próximo timbre de entrada y el regocijo de Laura
traducido en sus labios siempre cercanos a la sonrisa, más allá del
viento exterior y la aridez de julio. Hoy
llegué hasta la piedra sagrada. Intihuatana. Sería
bueno comentarles a Beto, a Laura, que aquí hay un terrible contraste:
ojos oblicuos donde apenas se refleja el odio de las voces dialectales, y
gente muy rubia y muy llena de rabia que escupe palabrotas en inglés. Llegué
solo, aunque antes habían llegado otros. Por allí la vegetación debe
estar ocultando más cabezas rubias dispuestas a seguir hasta la muerte.
Por allí escuché que están armados hasta lo más profundo de su
desprecio y la vida no les representa mucho. No sé si habrán experimentado lo mismo que yo al caminar por el
sendero de piedra zigzagueante rumbo a Intihuatana. Beto,
Laura, ambos se dispondrán a abordar la poesía mélica. Seguramente se
ayudarán entre sí. Laura escuchará con atención e inclinará parte de
su metro setenta sobre los apuntes que Beto le muestre. Prepararán las
clases siguientes y yo prepararé el rincón que elegí en medio de la
noche que se aproxima. No se me había ocurrido, pero podría ser que me
estuvieran creyendo muerto y no haya apuntes que mostrar ni clases que
preparar. Cierto: no se me había ocurrido que me pudieran estar llorando.
Y Beto rehusó acompañarme por creer que toda esta empresa era una
inmensa mentira y nosotros no teníamos que ver con el asunto. Otro país,
otra circunstancia. Nosotros aún teníamos que caminar por aquellos
corredores en dirección a un clásico hontanar; en dirección a ella. Me
gustaría escribirle para anunciarle que Intihuatana fue apenas una ilusión,
y que la única realidad era aquella que nos circundaba a los tres, a los
cuarenta de la clase que volvían a ser tres, que volvía a ser una:
Laura. En esta situación los recuerdos y los sueños escapan a
mezclarse de manera muy estúpida, como la idea que terminó arrancándome
del asiento adonde a veces llegaba cierto perfume, cierto abrir y cerrar
de cuadernos, cierto descanutar del bolígrafo. Ya
no sé dónde se bifurcan la verdad y la mentira. Quizás Beto, Laura, el
instituto, las fábricas, las cúpulas novecentistas jamás existieron. Quizás
yo empiezo a dejar de existir. Sobrevino
otra mañana. Mañana
apacible de no sé qué mes. He
vuelto a recordar las facciones de Laura. Creo que puedo llegar a
materializar la delgadez de su silueta; la frescura de su presencia cuando
me enviaba, desde su banco, aquella certeza de estar existiendo. Camina
algunos metros delante de mí y lleva los textos y los cuadernos entre las
sedas de su blusa sin cuello. Seguramente nos estamos acercando al
instituto y estos son los últimos días, las últimas mañanas de pocos
profesores y mucho tiempo para compartir cafés junto a una pared de
ladrillos; compartir rincones de un jardín que ahora parece más próximo
a las mesas, los pupitres, los corredores. Y Laura continúa caminando y a veces se vuelve a mí que la sigo silencioso, expectante de los nuevos e imprevisibles rumbos que elige entre ruinas dóricas, rostros de cariátides borrados y fragmentos de anfiteatros que resurgen en las montañas por donde ahora ella me lleva, desapareciendo y reapareciendo unos metros más adelante, ya sin textos, ya sin cuadernos; apenas mirándome distante; apenas visible y siempre diluyéndose. |
Guillermo
Lopetegui
Se publicó en "El parque de los últimos regresos" (Monte
Sexto, Montevideo, 1987)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
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