Intihuatana
Guillermo Lopetegui

Quizás piense que Beto esté por llegar de un momento a otro, de un día a otro, de un año a otro. Quizás sueñe y Beto nunca llegue y prefiera quedarse allá abajo, en la ciudad, por entre los corredores de un instituto al que el sol de julio a veces salpicaba de una vida más clara y menos fría.

Claro que puede estar rememorando las otras épocas –apenas distantes-, el intercambio de fotocopias, el bolillado, las próximas clases... Lo que ahora me pregunto es por qué me decidí yo antes que él. Allí estaba Laura para obligarme a permanecer en mi asiento, atento a la realidad de la siguiente materia.

Pero estoy aquí y sigo sin recibir carta de Beto, aunque prometió llegar para la primavera. Y la primavera está llegando y no el número 28 de Literatura Primer Año.

En la carta él podría poner que estuve equivocado y que le tendría que haber hecho caso a Laura. De lo contrario, ¿para qué observarla desde los primeros meses, cuando la seguía hasta la cafetería y me prometía tomar los cafés que fuera necesario, con tal de estar cerca de ella?...

Beto podría anotar que yo siempre elegía las mesas dispuestas en fila contra la pared de ladrillos, cercanas a la salida trasera, la que daba a las insinuaciones del verde pálido del jardín, en aquellas imprevisibles mañanas de junio y julio. Luego de los primeros sorbos, la sangre parecía volver circular por las manos y los rostros todavía lívidos. Se recuperaban la sonrisa, las palabras; Laura volvía a recuperarse para sí misma, para nosotros y el transcurso de una mañana más colorida, despojada ya de las entreluces y la debilidad de la madrugada. Pero las mañanas seguían siendo frías, tan frías como las otras, las que Beto contemplaba desde la habitación 18 del hotel Saint-Michel, cuando la rue de Cujas se volvía blanca y entonces Beto estaría decidiéndose, antes de encender el segundo cigarrillo luego del desayuno. Volvería y nos encontraríamos, conociéndonos sin suponerlo.

 

Hubo dos bancos de por medio y una Laura que prácticamente nos ignoró durante los dos meses que le arrancaron restos al verano que se terminaba, para arrastrar los últimos calores sobre las baldosas amarillas, como nosotros nos arrastrábamos a través del corredor a las 8 de una mañana que nos obligaba a estar dispuestos para pasar ese trago relativamente amargo de los tres años y un título que no ofrecía demasiadas posibilidades.

Y ahora aquí, con el tiempo otorgándome quién sabe cuántas horas de evocación, de oscuridad, cuando las facciones de Laura sean difíciles de rearmar en la precariedad del recuerdo. Beto haría hincapié en que no pensara en eso. ¿Sería cierto? Lo que también puede ser muy cierto es que, a esta hora, Beto y Laura estén intercambiándose fotocopias –cafés de por medio-, porque ya son las nueve menos cuarto y tienen cinco minutos para bajar a la cafetería... y por ahí quién sabe: hablar de mí.

Entonces, ¿qué diría Laura? Es muy lícito que me pegue una buena relajada y diga que siempre fui un imbécil. Pero Beto, en su carta, tendría el tino de aclarar que ella “llegó a la conclusión” de que yo era un imbécil; tendría la suficiente capacidad para mentirme por carta. No le podría escribir pidiéndole que me relate el modo de sonreír de Laura, el modo de agarrar el asa del pocillo, los textos, los cuadernos. Beto sabría que no estoy en condiciones de pedir que me relaten lo que yo ya sé; lo que ahora prefiero imaginar, adornar, soñar por las noches, cuando también sueñan las aves que por la tarde –y bajo este sol intenso- zumban a ras de la vegetación y mi cabeza.

Le podría escribir para informarle que me acostumbré al acento lugareño sin mayores posibilidades de comunicación, como la que establecíamos con él, con ella, cuando ya  la luz natural empezaba a iluminar las cúpulas de los edificios novecentistas que, seguramente, seguirán rodeando la manzana del instituto. Laura podría advertir la silueta chamuscada de la columna hablando humo, emergiendo impávida contra el horizonte gris de las pocas fábricas distantes, que a veces nos apartaban de la realidad de la clase; que nos llevaban a un paisaje decididamente falto de color, bordeando la franja angosta de la playa sucia en la bahía.

 

Seguirá siendo... Son más de tres mil quinientos kilómetros, pero seguirá siendo así. Y los cursos aún no terminan.

Beto podría escribir maravillado: pensar que hace apenas un mes y medio, ambos teníamos la posibilidad de bajar juntos a esa cafetería desprovista de estilo pero acogedora en la renovación de los recuerdos constantes, cotidianos, siempre y cuando Laura imprimiera vida a lo que intuíamos allí, entre las mesas de cármica, multiplicándose luego en la conversación que entablábamos con Beto y los indefectibles dos cafés.

Beto recordará que después fueron tres los cafés. Aprendió a estudiar mis reacciones más imperceptibles, eso supongo. Laura no lo advertía y era una suerte para ambos. A él le tocaba una parte por cómplice, por inventar situaciones que jamás había vivido en la rue de Cujas o la ruelle de la Fonderie, como tampoco imaginaba que acabaría decidiéndose por hacer ese curso de una buena vez.

Pero todo aquello prolongaba la estadía de Laura entre nosotros; prolongaba su interés ante las verdades que inventaba Beto; prolongaba ese silencio que mediaba entre el próximo timbre de entrada y el regocijo de Laura traducido en sus labios siempre cercanos a la sonrisa, más allá del viento exterior y la aridez de julio.

 

Hoy llegué hasta la piedra sagrada. Intihuatana.

Sería bueno comentarles a Beto, a Laura, que aquí hay un terrible contraste: ojos oblicuos donde apenas se refleja el odio de las voces dialectales, y gente muy rubia y muy llena de rabia que escupe palabrotas en inglés.

Llegué solo, aunque antes habían llegado otros. Por allí la vegetación debe estar ocultando más cabezas rubias dispuestas a seguir hasta la muerte. Por allí escuché que están armados hasta lo más profundo de su desprecio y la vida no les representa mucho. No sé si  habrán experimentado lo mismo que yo al caminar por el sendero de piedra zigzagueante rumbo a Intihuatana.

Beto, Laura, ambos se dispondrán a abordar la poesía mélica. Seguramente se ayudarán entre sí. Laura escuchará con atención e inclinará parte de su metro setenta sobre los apuntes que Beto le muestre. Prepararán las clases siguientes y yo prepararé el rincón que elegí en medio de la noche que se aproxima. No se me había ocurrido, pero podría ser que me estuvieran creyendo muerto y no haya apuntes que mostrar ni clases que preparar. Cierto: no se me había ocurrido que me pudieran estar llorando. Y Beto rehusó acompañarme por creer que toda esta empresa era una inmensa mentira y nosotros no teníamos que ver con el asunto. Otro país, otra circunstancia. Nosotros aún teníamos que caminar por aquellos corredores en dirección a un clásico hontanar; en dirección a ella.

Me gustaría escribirle para anunciarle que Intihuatana fue apenas una ilusión, y que la única realidad era aquella que nos circundaba a los tres, a los cuarenta de la clase que volvían a ser tres, que volvía a ser una: Laura.

  En esta situación los recuerdos y los sueños escapan a mezclarse de manera muy estúpida, como la idea que terminó arrancándome del asiento adonde a veces llegaba cierto perfume, cierto abrir y cerrar de cuadernos, cierto descanutar del bolígrafo.

Ya no sé dónde se bifurcan la verdad y la mentira. Quizás Beto, Laura, el instituto, las fábricas, las cúpulas novecentistas jamás existieron.

Quizás yo empiezo a dejar de existir.

 

Sobrevino otra mañana.

Mañana apacible de no sé qué mes.

He vuelto a recordar las facciones de Laura. Creo que puedo llegar a materializar la delgadez de su silueta; la frescura de su presencia cuando me enviaba, desde su banco, aquella certeza de estar existiendo. Camina algunos metros delante de mí y lleva los textos y los cuadernos entre las sedas de su blusa sin cuello. Seguramente nos estamos acercando al instituto y estos son los últimos días, las últimas mañanas de pocos profesores y mucho tiempo para compartir cafés junto a una pared de ladrillos; compartir rincones de un jardín que ahora parece más próximo a las mesas, los pupitres, los corredores.

Y Laura continúa caminando y a veces se vuelve a mí que la sigo silencioso, expectante de los nuevos e imprevisibles rumbos que elige entre ruinas dóricas, rostros de cariátides borrados y fragmentos de anfiteatros que resurgen en las montañas por donde ahora ella me lleva, desapareciendo y reapareciendo unos metros más adelante, ya sin textos, ya sin cuadernos; apenas mirándome distante; apenas visible y siempre diluyéndose.

Guillermo Lopetegui
Se publicó en "El parque de los últimos regresos" (Monte Sexto, Montevideo, 1987)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Dimensiones

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de  Lopetegui, Guillermo

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio