Fábula
después de Hoffmann |
para Gordana Prelic |
Fue en ese tiempo que precedió a los ensayos cuando, revisando anaqueles, Anna Sofía se encontró con aquel libro. Lo abrió por cualquier página, pasó una mano por la textura amarillenta de la hoja, algo quebrada en sus extremos, y con una sonrisa exteriorizó su agradable sorpresa ante lo que en principio consideró una casualidad, para luego sentir, imaginar que alguien o algo habría decretado que ese era el día señalado para que ella y el libro se encontraran. El impulso inicial la llevó a querer comentarlo con alguno de los compañeros del elenco, de los más allegados a ella fuera del escenario. Luego consideró que lo mejor era sentarse a leer la enigmática vida de ese músico, dibujante y escritor genial de quien un compositor había elegido tres de sus cuentos para concebir una partitura casi mágica de la que Anna Sofía, por primera vez en los anales de la lírica local, interpretaría los tres papeles femeninos principales. Giró levemente el torso y muy cerca reencontró su rostro reflejado en la luna, desazogada en los bordes, del gran espejo ovalado que se hallaba sin colgar apoyado verticalmente contra la pared. Llevando el libro en una mano y con el índice metido entre las páginas centrales, caminó unos pasos hasta detenerse ante su propia imagen. Entonces, con un histrionismo espontáneo se lanzó a la composición de los diferentes personajes. Así fue surgiendo en principio “Olympia”, la autómata, al abrir desmesuradamente los ojos, desplegar los brazos en cruz y mostrar de improviso una amplia sonrisa, aunque de dientes apretados; luego le tocó el turno a “Giulietta”, la cortesana, al arquear una ceja, alzar el mentón y dejar entreabrir los labios de manera falsamente seductora, y finalmente hizo su entrada “Antonia”, la enferma enamorada, al inclinar la cabeza a un costado con expresión lánguida y mano que se llevaba al pecho, sugiriendo cierto mal que el hecho de esforzarse en querer cantar haría inevitablemente mortal para su precaria salud. Con movimientos de los brazos, de la cabeza, del torso, de las piernas, de la expresión alternando teatralizaciones de la seriedad, la alegría y la tristeza frente al espejo, Anna Sofía iba componiendo su propio tema con variaciones a partir de los tres personajes femeninos de la ópera próxima a ensayar. Fuera, la tarde de últimos resplandores naranjas se iba resolviendo en preludio de luciérnagas que trazaban dibujos en la atmósfera, como si se tratara de manos de prestidigitadores invisibles jugando con varitas mágicas de punta iluminada, y primeras estrellas a las que parecían rozar las copas de los árboles más altos, anticipando la inminente hora nocturnal. Fue el momento en que Ernesto dejó momentáneamente de lado su tarea y corrió a cerrar las persianas cuando una correntada fría súbitamente le recorrió el cuerpo y amenazó con hacer volar algunos papeles y fotocopias dispersos alrededor de la hegemonizante computadora que se alzaba sobre el escritorio. Desde la ventana observó allá abajo la calle salpicada de reflejos artificiales y peatones que corrían a buscar refugio bajo las cornisas o detenían un taxi o se apretujaban bajo la parada del ómnibus. Finalmente se descolgó la lluvia, de características difíciles de ubicar dentro de una determinada temporada debido a que la jornada solía transitar todas las estaciones, haciendo del clima templado de antes apenas una suposición, un recuerdo. ...y ahora el tiempo son catástrofes climáticas el agujero en la capa de ozono la depredación en la selva amazónica una cada vez más delgada capa de hielo antártico con avisos de nuevas glaciaciones pero antes está el recalentamiento global creciente con tsunamis tifones huracanes desbordes inimaginables de ciertos ríos tradicionalmente calmos en Estados Unidos y todas esas zonas de conflicto que varían de la invasión a Irak pasando por bombas que explotan al unísono en diferentes puntos londinenses hasta la pobreza de siempre sumado a la creciente inseguridad ciudadana y la ineptitud gubernamental en varios países de América latina... Recién al tercer timbre Ernesto abrió más los ojos, dejó de lado el panorama exterior, se volvió al entorno inmediato de habitación que se había ido oscureciendo y en la que flotaba el resplandor azulado que emanaba del monitor de la computadora -haciendo resaltar los contornos, curvas o aristas de algunos muebles-, y constató que el teléfono estaba sonando y ya se había puesto a funcionar el contestador. Se acercó al aparato y en vez de levantar el tubo esperó a oír lo que tenían para decirle, aunque algo fatigado por aquellos pensamientos que en su soledad desplegaban visiones de un mundo próximo a su inminente y bíblico final, dejándole la doble interrogante de qué peso podían tener entonces la Música y la Poesía para impedir todo esto y adónde se irían después de la catástrofe. Sin embargo, aquello que le produjera una creciente inquietud desaparecía por completo y la interrogante quedaba una vez más contestada, siempre por imperio de aquella voz que, como un hálito portador de musicalidades venidas de un dulce origen común, tenía el efecto de devolverlo a la seguridad de un palacio encantado; al resguardo maravilloso de una infancia deslumbrada; a la patria primordial de donde provenían las afinidades esenciales, por lo que se apresuró a levantar el tubo. Con
variaciones en la entonación de la voz que la confirmaban dueña de un
amplio registro de soprano, ella narró el encuentro con aquel libro; de
que echándose a lo largo del sofá en sombras prendió la portátil y
ajena a las horas que iban pasando se dejó llevar por el contenido de
esas páginas que hablaban de muñecas mecánicas, doctores endemoniados,
cabezas parlantes, seres enmascarados, borrachos enamorados, cortesanas
traicioneras, espejos mágicos, sopranos afantasmadas, góndolas
misteriosas, seducciones imprevistas y en fin: abandonos de la razón y
peregrinaciones a la locura por donde deambulaba la imaginación afiebrada
de ese genio sin padre que había sido criado por un tío bajito y
rechoncho mientras la madre se aislaba del otro lado de la puerta cerrada
que ocluía toda posibilidad de comunicación entre lo que los demás
integrantes de la familia consideraban la cordura cotidiana con ese
universo delirante en el que la madre del futuro músico, dibujante y
escritor había resuelto establecerse para siempre, con la Biblia como única
y obsesiva lectura, una vez que fuera abandonada por el marido. Entrecerrando
los ojos para dejarse pasear en ensoñaciones futuras a través de esa
musicalidad que le llegaba del otro lado del teléfono, por momentos él
intercalaba alguna opinión vinculada con lo maravilloso de ese encuentro
que rubricaba, seguramente, un momento único entre un libro que hablaba
de la vida y obra de un artista enigmático, la ópera basada en parte en
el contenido de ese libro y la joven soprano destinada a interpretar lo
que conformaba la esencia lírico-femenina de dicha ópera. El agregaba
que lamentaba el no saber cantar para poder encarnar a ese poeta
aventurero que se maravilla y baila con “Olympia”, se deja seducir y
casi robar el alma por “Giulietta” y pretende la eterna felicidad
junto a la mortalmente enferma “Antonia”.
Una
risa de falsete le llegaba entonces, recordándole su calidad de elegido
para edificar con la soprano esa tan particular relación que se veía
siempre confirmada en la llamada telefónica imprevista, en la audición a
veces compartida del movimiento lento de determinado cuarteto para cuerdas
al que ambos retornaban tarde o temprano, porque les recordaba esa hora
encantada que celebraba el reencuentro y en el instante de la despedida el
sabor que les quedaba de lo compartido, como si se tratara del fragmento
que hablaba de la totalidad de un tiempo prometido en el que estarían
definitivamente unidos y entonces ella le cantaría y él simplemente la
contemplaría, a veces con lágrimas que recorrerían el labio superior
armando la sonrisa placentera, la actitud agradecida por haber sido él el
elegido, pensaba entonces el hombre, cuando en medio de las revelaciones
telefónicas imprevistamente la mujer le recordaba su calidad de
confidente al mencionarle con picardía en el tono de voz una salida con
cierto candidato al que seguramente no le iba a hablar de todas estas
revelaciones solo reservadas para su amigo incondicional; para el elegido
a asistir a los ensayos de esa ópera destinada a inaugurar la temporada. “Es
un libro casi mágico”, volvía a revelar ella, en ese diálogo que
retornaba en el sueño de cada uno; y agregaba que “Altera el tiempo; no
sé: lo acelera, tal vez, y hasta lo modifica”, reía, y seguía: “Me
siento a leer y cuando aparto los ojos del libro no sólo que se fue la
luz del día sino que algo en la habitación luce diferente: los objetos
parecen cambiados de lugar y hasta yo me veo distinta cuando me vuelvo a
parar frente al espejo. Y seguramente por momentos tengo miedo y es cuando
pienso en ti y me vienen unos impulsos terribles de llamarte.” “¿Te
ves distante?... ¿Te vienen impulsos
terribles de llamarme?”, interviene él, con algo de timidez súbita.
“No distante: distinta... Y sí:
impulsos terribles de llamarte, pero no porque me moleste hacerlo sino
porque en caso contrario me parece que me va a dar algo ahí, sola, en
medio de ese salón donde por lo general me siento al piano a ensayar,
pero últimamente me recuesto para leer y cuando alzo la mirada es como
que despertara de un sueño y me parece recordar vagamente que los objetos
estaban en un lugar y luego constato que por lo visto cambiaron de sitio y
me pregunto si los cambios solo se producen dentro del salón o si es toda
la casa y la ciudad y el mundo que cambiaron por completo, sin yo saberlo
porque estaba absorta en la lectura de ese libro.” “Vamos a enloquecer
los dos en caso de que sigas adelante con su lectura y tarde o temprano la
compartas conmigo”, agregaba él, buscando sonar bromista. “¿Y con
quién, si no?”, preguntaba ella, afinando la voz y soltando una risa.
“Tal vez con ese que te llamó y quedaron para salir no me importa adónde”,
suelta él de improviso, y después se da cuenta que es lo más estúpido
que dijo; además, sí le importa; pero, sin embargo, por el otro lado
siente que una fuerza extraña, venida quién sabe de dónde, lo impulsaría
a decir lo mismo una y mil veces a riesgo de no poder disfrutar más de la
amistad de su amiga, la soprano y futura intérprete de esos tres
personajes que ella, alternando con la lectura de ese libro, ha venido
improvisando en la soledad del salón de piano de media cola, amplio sofá,
espejo ovalado, ventanas que miran a la proximidad del jardín por donde
transcurren las horas trazando en el paisajismo de la jornada sus diversas
tonalidades. Se
lo había confiado con un beso en la mejilla y después se alejó con paso
apurado y subió la escalera
ubicada a un costado del escenario, no sin antes volverse a la platea
circundada por las luminosidades resaltando los dorados y bordós de los
diferentes pisos de palcos, tertulias, galerías y paraísos hasta el
remate esplendoroso de la gran araña central, para ubicar la butaca de su
amigo soplándole otro beso que él, alzando una mano, atrapó en el aire
fresco del espacio contenido por el hemiciclo, viéndola luego desaparecer
por entre los decorados dominados en lo alto por un cuadro enorme de esa
soprano que el poeta borracho evocará en el Prólogo de la ópera que se
estaba ensayando. Así
entonces, cómodamente sentado en el medio de la platea semidesierta,
Ernesto constató que el libro tenía subrayados, anotaciones al margen y
otras particularidades que resultaban extrañas a quien recién empezaba a
familiarizarse con su lectura. Alternó el hojear del volumen con las
visiones que le llegaban del escenario, esperando ver aparecer de un
momento a otro a su amiga, la soprano, y continuó hojeando, leyendo y
esperando a... ¿se trataría simple y sorprendentemente de Olympia,
parada allí en toda su gélida belleza de resortes y plástico, “apta
para enamorar pero indiferente al amor”?, modularon sus labios, casi sin
proponérselo. Pasó la mano
por aquellas páginas como antes lo hiciera ella y se sorprendió al
advertir un pasaje subrayado con una anotación al pie en la que se leía
exactamente lo mismo que acababa de decir en voz baja. Aunque tampoco había
que olvidar a “Giulietta”, la cortesana veneciana, riendo a espaldas
del enamorado luego de haberlo seducido mientras entre risas se aleja en
una góndola entregada a los besos libidinosos de su verdadero y deforme
amante. Fue cuando sus labios mascullaron con rabia creciente: “Si por
momentos esas risas no parecen actuadas sino asquerosamente reales”... Y
esta vez con mano temblorosa pasó algunas páginas más de aquel libro,
encontrándose –incómodamente impresionado- con el subrayado y la
anotación al margen que reproducía exactamente las mismas palabras.
Restaba “Antonia” y su
imposibilidad de cantar porque de hacerlo fatalmente moriría; pero
entonces a él lo privaba de la posibilidad de deleitarse con el canto de
la muchacha, concluyendo en que “Otros, en época pasadas, cuando lucías
rozagante y sana sí habrán disfrutado de las melodías que desarrollaría
tu voz y que sin embargo yo no podré escuchar jamás. Si efectivamente es
así, ¿de qué vale tu imagen de belleza enfermiza si no me puedo
deleitar con lo que otros sí se deleitaron?”, rumiaron sus labios en la
soledad de la platea. Con nerviosismo vago siguió pasando las páginas y
una risa lastimera le confirmó la existencia de la anotación que
fielmente reproducía lo que él acaba de rumiar. Apartó
los ojos del libro y miró a su alrededor: se preguntaba quién sería
aquel con quien la mujer había salido noches antes y con quien de seguro
volvería a salir. ¿Estaría allí, en la platea? echó una mirada rápida
a los costados, o en cambio ¿se estaría asomando por alguno de los
palcos? alzó la cabeza y giró la mirada en semicírculo de unas a otras
de aquellas mamposterías de dorado a la hoja, terciopelo bordó y
alternancia de tulipas encendidas o apagadas, eslabonadas por el
bajorrelieve de las guirnaldas rococó que adornaban la parte externa de
los palcos, sostenidas por querubines que se agrupaban de a tres en los
extremos. Entonces,
con un sobresalto que pareció traerlo de lo profundo de la butaca,
comprobó no sólo que las palabras que él decía, mascullaba, rumiaba
estaban ya escritas en el libro, sino que tuvo que hacer un esfuerzo
supremo e inútil por no querer reconocer que, con trazos casi
garabateados en tinta china, no se trataba de otra que de su propia letra,
la misma con la que en la última página de ese libro se citaba un
pensamiento de Novalis: ”Solo en la muerte alcanza el amor su dulzura
suprema”; y comprobó, con el mismo nerviosismo al que se le sumaba la
imposibilidad de que su mente elaborara otras imágenes más luminosas y
positivas, que se trataba de un pensamiento que le sugería, que le
invitaba, desde el delirio del lector, del eternamente enamorado de la
Diva y de los personajes que interpretaba, a ponerle fin a todo aquello
corriendo hacia el escenario, atravesando escenografías sin estrenar,
para ubicar a la cantante y de la forma que fuera terminar con aquel
suplicio, evitando la cárcel y dándose él mismo castigo allí: suicidándose
de la forma que fuera para caer encima del cuerpo de la amada que lo
deleitaba pero que no le correspondía en su totalidad porque el resto de
sus encantos estaban reservados a otro, desconocido para él, quien quizás
lo estuviera observando, vigilando, siguiendo en sus movimientos
solitarios en la platea casi desierta, tal vez ahogando una risa burlona
desde un lugar inubicable en los recovecos del teatro. El
hombre miró a todos lados y se aferró a la butaca, porque una sensación
de vértigo imparable lo había invadido inmediatamente después de
sepultarse en aquellos delirios de asesinato y suicidio amorosos seguidos
de la sensación de sentirse observado quién sabe desde qué rincón que
él no podía detectar. Bajó
la mirada y comprobó que el libro seguía allí y que a su alrededor ningún
personaje extraño lo observaba burlonamente semioculto tras los pliegues
de cualquier cortina de terciopelo bordó. Lo inimaginable, lo
inadmisible, lo peor entonces, consideró, es que se encuentre tras las
bambalinas con ella entre sus brazos y ambos riéndose de él: el amigo
fiel, el confidente, el admirador, el idólatra tal vez de una muñeca, de
una cortesana y de una enferma que a veces se ocultaban tras el rostro y
el impresionante registro vocal de una soprano a la que en el fondo él no
sabía hasta dónde había llegado a conocer sinceramente. Ahora, en
cambio, lo único que le importaba era hacer justicia. Resolvió aferrar el libro en una mano y se puso de pie. Caminó
con paso apurado, subió la escalera de costado del escenario y zigzagueó
inmerso en la penumbra de los decorados sin estrenar en busca de la mujer
y aquel personaje siniestro que gozaba de todos los favores de ella. Imprevistamente
una voz femenina de dicción clara seguido de unas exclamaciones
masculinas detuvieron su caminata. Buscó ocultarse tras una ventana de
cartón que miraba a la irrealidad de una calle lluviosa y observó a la
pareja; más precisamente al cuerpo de perfil de ella que se dejaba
abrazar y besar por quien no dejaba ver bien su cara debido a que la tenía
semioculta contra el cuello de la mujer y lo besaba frenéticamente. No
pudiendo resistirlo más, el hombre se dejó ver de improviso apareciendo
de detrás del decorado que simulaba aquella ventana abierta a una lluvia
inmóvil cayendo sobre una calle de trazos grises. Ella se enderezó liberándose de los brazos de quien la había venido cubriendo de besos y el hombre mostró el rostro cuando también se irguió, dejándose ver de frac impecable, luciendo una capa por encima de los hombros, guantes blancos que sostenía doblados en una mano y galera sombreando en parte un semblante en donde se destacaba el monóculo y la barba finamente recortada. El personaje masculino que aún mantenía tomada levemente por la cintura a la autómata o a la cortesana o a la enferma o a la soprano o a la amiga o a esa mujer desconocida para quien los seguía mirando, soltó una carcajada cuando estuvo seguro de que quien permanecía junto a la escenografía de ventana, con estupor acababa de comprobar algo que, pese a su familiaridad, no dejaba de resultarle súbitamente impresionante. Entonces ella miró primero al hombre que permanecía a su lado y después se volvió a Ernesto. Volvió a mirar al personaje de galera y después nuevamente a Ernesto y sin dejar de mirarlo finalmente se animó a preguntarle o fue una simple exclamación con tono claro aunque algo tembloroso en la voz, desde aquella distancia de penumbras cayendo sobre urbanizaciones de cartón: “¿Hoffmann? ¿Sos tú?”. Antes
de cerrar los ojos y sentir que estaba próximo a desmayarse, Ernesto en
principio iba a contestar que sí, que era él. Pero después dudó,
porque al volver a mirar al personaje junto a la mujer, comprobó una vez
más lo que antes le había llamado poderosamente la atención a ella y
era que se trataba de él mismo, aunque con otro atuendo. Después se
aferró del borde de la ventana de cartón, cerró los ojos y se entregó
a una total oscuridad. Fue
el momento en que Ernesto abrió los ojos. Se
encontraba parado junto a la ventana de persianas semiabiertas, cuando del
contestador le llegaba una voz de mujer: “¿Ernesto? ¿Estás ahí? ¡Che,
contestá!... Bueno: saliste o estás enfrascado en la escritura de alguno
de tus delirios incomprensibles. Ok, nene, cuando puedas llamame a ver si
vamos al cine, porque con esta lluvia de porquería no creo que se pueda
hacer nada más. Chau-chau”. Ernesto
se sentó de frente a la computadora y reacomodó las hojas fotocopiadas
que tenía a su alrededor y que hablaban de Los cuentos de Hoffmann
y del proceso de composición de esta ópera por parte de Offenbach, como
así también otras fotocopias hablaban de la vida y obra de Hoffmann. Afuera llovía a cántaros y adentro Ernesto permanecía de frente al monitor y encorvado sobre el teclado. De vez en cuando alzaba la cabeza y se volvía a la ventana y una leve sonrisa se dibujaba en sus labios; en su semblante iluminado por el resplandor que le llegaba desde la computadora, al observar que el ventanal le seguía proyectando una atmósfera poblada de luciérnagas, un bosque con murmullo de enramadas que parecían traerle el suave canto de una mujer, desde lugares adonde solo se podía llegar siguiendo el sendero en curva ascendente trazado por el resplandor de una luna llena asomándose por entre los rincones apacibles de aquella tan particular hora nocturnal. |
Guillermo
Lopetegui
De Los reflejos en la noche
Ediciones Andrónico, Buenos Aires, 2007
Los reflejos en la noche es un libro editado por Ediciones Andrónico de Buenos Aires, como resultado del Primer Premio que ganó el autor en el año 2006, siendo el Ganador del Primer Concurso (entre casi 600 participantes) Internacional de Literatura en Homenaje a Jorge Luis
Borges, organizado por dicha editorial el pasado año. El cuento ganador fue "Fábula después de Hoffmann".
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