El espíritu de Lucilla Graham |
Lucilla
Graham se murió en una noche de infancia, dentro de un cuerpo de mujer. Y
mientras tanto pasaron los días y las estaciones, y llegué hasta su
casa. Conocí detalles de su vida –pasada entre aquellas paredes- y
luego me senté junto a la ventana que daba al jardín. El jardín... Por
allí paseó su sombra hace mucho tiempo. Los
objetos olvidados –flotantes en su atmósfera amarilla- me hablaban de
ella; los cuadros, las vitrinas, las fotos que difícilmente podía
reconocer porque habían sido tomadas en las circunstancias borrosas de
una época lejana, me traían su nombre: Lucilla Graham. La solitaria, la
noctámbula, la que no tenía vida que la sostuviera. Allí parecía
seguir estando: en cada lugarcito; metida entre los colores vivos de sus
óleos; dormida dentro de una taza de porcelana, fría como lo fueron sus
últimas noches. Hasta que un día retornó a los primeros paseos
infantiles. Y hubiera deseado ser yo quien la llevara de la mano: ella se
agarró al mecerse de sus flores, a los árboles y los pájaros. Pobre
Lucilla Graham. Si la naturaleza no siempre es la misma y a veces se
transforma en soledad. Ni sus jardines, ni sus fuentes, ni sus lagos la
comprendieron. Cuando Lucilla se acercaba al espejo de aguas en quietud
primaveral, encontraba la imagen de su cuerpo consumido, la tristeza que
proyectaban al vacío opresor sus órbitas sombrías y la risa trágica
que le regalaba el Tiempo en todo su rostro. Alegría
infantil, luego desdicha y angustia. El
sol de la tarde se sienta a mi lado y no tengo deseos de cerrar los ojos:
allí viene su espíritu arrastrando la cometa de esperanzas, como una
desgracia de cañas cruzadas y papeles rotos que no conocieron la altura
por donde vuela el viento. Ahora
regresa porque yo, desde mi juventud, le grité que había vuelto la
primavera. Ella, con dificultad, como una anciana, se acerca a mí pidiéndome
que la ayude a trepar por el sol. Y cuando siente mi mano que la sostiene,
rejuvenece y en ella cobra nueva vida Lucilla Graham. La
fuerza de mis años la retornaron a su casa y a los bosques. Es
interesante escucharla cuando habla de sus animales, de sus libros, de la
música y de las pinturas. Así pasamos muchos días... o quizás fueron años
que viví a su lado, conociéndola como nadie. En
las noches era su confidente, durante el día su amigo de paseos alrededor
de la mañana. Su vida era mi vida. En cambio yo nada le podía dar de la
mía, porque mis años aún no habían conocido la angustia. Así, el
mundo siguió viviendo fuera de nosotros, muy lejos. Pero un día llegaron
las risas de los niños, el ruido de los coches y el murmullo
incomprensible de la gente mayor... y acepté el fin de nuestra
convivencia. Todo debía concluir. No
se lo dije, pero ella lo adivinó en mi rostro. Y ante sus ojos fui
envejeciendo de a poco. Mis pasos se tornaron lentos. Descubrí al viejo
que albergaba mi alma, sintiendo en mis labios el gusto de la amargura. Estaba
cansado. Pasaba las tardes sentado junto a la ventana mientras que, desde
afuera, me llegaban las infaltables risas infantiles trepando por mi bastón
y colgándose de mis labios. Lucilla
Graham contempló mi lento deterioro y como forma de evitarlo, aunque sin
decírmelo, resolvió alejarse un día con la última lluvia. Ya vieja, se
fue arrastrando por el jardín y retornó a su forma antigua... hasta ser
sólo espíritu. Una vez, y para siempre, la cometa olvidada levantó
vuelo y se dejó perder entre los aires. Más allá de los muros de la casa; más allá de las hojas de los árboles –que parecían quebrar el paisaje en mil tonos de un mismo amarillo- sabía que me estaba aguardando el vértigo de un mundo cotidiano. |
Guillermo
Lopetegui
Se publicó en "El rostro de Margarita Shaw" (Ediciones del
Grupo de los 9, Montevideo, 1981)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Nombres de mujeres
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