El engaño |
No
sé cómo pude dormir. Quizás me hice el firme propósito de cerrar los
ojos y olvidar; quizás sólo hice eso: cerrar los ojos y tratar de borrar
rostros, sonrisas, caricias. Ahora que desperté comprendo que todo fue
imposible: este día se alzó apenas como la extensión de una angustia
que se inició la tarde de ayer al subir al ómnibus, al pagar el boleto,
al caminar entre la gente... y al no querer seguir caminando hasta el
fondo, quedándome en cambio recostado contra la puerta de emergencia,
oculto por algunos brazos, codos y hombros. No podría imaginarme allá
atrás, tomando asiento del lado de la ventanilla, tratando de distraer la
mirada en las casas y entradas a edificios de unas calles donde los niños
jugaban de shorts y camisetas, sucios, sonrientes, llenando la vereda con
sus gritos y corridas. No podría haberme distraído, dejado llevar,
perderme aunque momentáneamente en aquel espectáculo cotidiano, porque
algo dentro de mí me hubiera obligado a volver la cabeza a otro
asiento... Ahora
estoy despierto y oigo los pasos de mi esposa sobre las baldosas de la
cocina. Seguramente está preparando el desayuno para los dos, aunque se
me antoja suponer que lo esté preparando para ella sola. Ayer, por la mañana,
tenía decidido dedicar esta jornada
a escuchar música: Sibelius. Escuchar a Sibelius me representa el
efectuar un viaje rápido sobrevolando lagos, montañas y bosques. Una
hora inmóvil en el sillón; una hora que me otorgaría la tranquilidad de
no tener que formular preguntas intrascendentes que mi esposa contestaría
con la clásica parsimonia o aburrimiento. Supuso un esfuerzo inútil el
intentar introducirla en Sibelius, Mahler o Brahms; hubo incluso una época
anterior en la que opté por empezar casi por el principio: monofonía.
Pero observando su rostro de expresión contraída al verse sometida a la
audición de un motete del siglo XIII, casi corro el peligro de sentirme súbitamente
desposeído para siempre de toda esperanza; despojado, de forma violenta,
de esa sensibilidad ante lo más sublime de la expresión musical, que
siempre me había caracterizado. Sin embargo, a pesar de aquel notable
rictus de hartazgo que no se molestó en ocultar a mi mirada escrutadora,
seguía luciendo intacta esa belleza de cuando la conocí. Y a propósito
de su hermosura, una vez traté de transmitirle lo que me recordaba su
rostro: “¡Mirá que sos loco!...” fue lo único que se le ocurrió
responder, y estoy seguro que jamás había visto un boceto de Da Vinci, y
pese a que yo la comparara con un dibujo del gran humanista, tampoco se
preocupó en averiguar cómo era, ni tan siquiera por esa superficial
curiosidad que una vez satisfecha devuelve al desasnado a su anterior y cómo
estado de ignorancia. Resolví
terminar con el famoso asunto de su culturización y ambos optamos por
seguirnos dedicando cada uno a lo suyo. En realidad yo opté por volver a
mis cosas, ya que ella las suyas nunca las abandonó. Hoy
hubiera querido escuchar a Sibelius; sentir todo aquel frío que se perpetúa
más allá del Círculo Polar Ártico; pero con el frío que siento dentro
de mí, más acá de toda posibilidad onírica, creo que me alcanza y
sobra. Algunos
brazos y torsos ya no estaban, pero un codo anónimo seguía tapando parte
de lo que yo quería ver con masoquista comodidad: la sonrisa, los labios
extendidos a ambos lados dejando mostrar el blanco catálogo de sus
dientes, la cabellera algo revuelta como recuerdo, doloroso para mí, de
una reciente caricia... y la otra mano, una mano gruesa y venosa que las
suyas apretaban con fuerza. Bajé la mirada y descubrí la palanca:
“ABRASE EN CASO DE EMERGENCIA”. Me sentí el dueño de toda la
emergencia, mi propia emergencia. Opresora, sofocante, traidora, pero no
tuve ánimos de abrir, o simplemente tuve miedo, o ganas de averiguar algo
más. El ómnibus se internó por las calles empedradas del parque, y
quise distraer los pensamientos en la quietud de un lago que advertía con
dificultad tras los senderos; un lago en medio del que se alzaba un islote
de palmeras y palos borrachos conformando un cromatismo pálido, como un
lienzo descuidado frente al que yo intentaba distraer la sensación de
sentirme un extraño a los demás; sólo conocido por mí mismo; sólo
importante para mí mismo. Mi
esposa llegó con una bandeja: dos tazas de café con leche acompañadas
de galletas, tostadas, mermelada, manteca y sacarina para ella. Se volvió
a acostar y me dio -o dejó- un beso en la mejilla arrugada por la mala
posición de la noche; áspera por la falta de una philishave que ese día
tampoco iba a recibir. Apoyó la bandeja entre una pierna suya y otra mía. Mientras
comíamos las tostadas se recostó en mi hombro y me dijo que tenía ganas
de aprender; que reconocía lo inculta que era, y que yo supiera
perdonarla por el trabajo que me iba a dar el empezar de nuevo con todo.
Comprendí entonces que en ella se estaba dando el proceso de culpa, el
naciente cargo de conciencia, y ya no me interesaba enseñar nada a
alguien que quería aprender por sentirse en falta y por verme, si se
quiere, como el pobre tipo que siempre había “velado por ella” sin
ella percibirlo...hasta ahora. Tomé
un sorbo de aquel café (que para mi desgracia estaba exquisito; de lo
contrario, se me hubiera dado la oportunidad de descargar mi rabia por vías
de la taza y lo malo del desayuno) y luego me animé a preguntar, tratando
de no poner cara de circunstancia, de marido asustado y desorbitado por la
verdad que pueden llegar a escuchar sus oídos; tratando de no imprimirles
a mis rasgos la clásica gestualidad tragicómica del macho que se
comienza a parecer a un ciervo de profusa cornamenta. “Estuve
arreglando la biblioteca; después hablé con mamá por teléfono.” En
sus palabras reinó la tranquilidad, o la sangre fría. No quise llamar a
su madre porque la considero una mujer de moral íntegra, incapaz de
ponerse a la altura de una futura mentira sabiamente pergeñada por esa única
hija. Por otro lado –y aduciendo que iba a buscar una Newsweek que había dejado por ahí la noche anterior- en un merodeo
rápido por los alrededores del escritorio efectivamente pude constatar
que la biblioteca estaba en orden, un orden que yo nunca le pude dar. Aquel
codo me tapaba parte de su rostro; pero yo conocía el fragmento de
sonrisa, el brillo del único ojo que alcanzaba a observar desde mi rincón
al borde de la emergencia. Ahora que recuerdo, a la mano derecha le
faltaban dos anillos: el que yo le regalé antes de casarnos y uno que
lleva desde los 15 años. Que se hubiera guardado en la cartera el que la
comprometía conmigo lo entiendo, pero no entiendo por qué también se
quitó el otro, el que me llamó la atención la vez que la conocí y por
lo que se inició una conversación que después se convirtió en sucesión
de días, meses, hasta aquellos dos años de novios luego de los cuales... Ella
acabó con su café, se levantó y caminó hasta perderse por entre esos
rincones de la casa que a veces tiendo a creer que sólo las esposas
conocen. Volvió con un paquete envuelto para regalo y me dio otro beso.
Yo no podía entender que sus caricias, sus besos, su pelo, ¡pudieran
pertenecer a alguien más que a mí! Permaneció parada junto a la cama,
con el camisón prendido en los primeros dos botones por lo que el leve
atuendo se iba desplegando hacia los costados, permitiéndome que
disfrutara de sus piernas, sus caderas, el vientre y parte de los senos...
Aquí fue donde creí que un Destino olímpico me aniquilaba bajo el peso
de una sospecha, inimaginable hasta hacía unos días y luego de un
maldito viaje en ómnibus, al recordar aquella mano gruesa y venosa
explorando la geografía de una mujer casada ¡conmigo! Volví
a hurgar con la mirada en aquellos senos que continuaban siendo
adolescentes, cuando ella me extendió el paquete, el regalo; se arrodilló
y recostó su cabellera contra mi pecho, sin importarle que algunos
mechones casi se metieran en mi taza de café con leche. “Feliz
aniversario.” ¿Eh?
¿Cómo? ¿Aniversario? “Hoy
hace cinco años que nos casamos”, me reveló en serena voz baja, aunque
supongo que algo apenada por mi total olvido. Luego alzó la frente, se
corrió los mechones de pelo a un costado de ese rostro hermoso, se
incorporó algo más apoyando las manos en el borde del colchón y acompañó
a ese regalo con otra de sus inconfundibles sonrisas. “El
tríptico que tú me enseñaste...” Y
me besó por su orden en la frente, la nariz y los labios. Pensándolo
bien, la muchacha del ómnibus tenía el pelo más claro; sus manos eran más
finas y la sonrisa para nada extendida y mucho menos insinuante. El único
ojo que pude ver creo que era verde, o celeste, ¿o casi azul?, ¡pero
nunca negro! No eran negros, ¡estoy seguro! ¡Cinco
años! ¡Y yo que me había olvidado! ¡Qué rápido transcurre el amor
luego que uno se casa y cuán tapados por montañas de domesticidad van
quedando aquellos inicios de primeras conversaciones reveladoras, besos
inaugurales y pensamientos prácticamente enfocados sólo al ser amado! Por
la tarde nos visitó su madre y comentó las bromas que mi esposa le había
hecho por teléfono: era verdad. Y yo que dudé... Dejé
a las dos mujeres charlando en el living y corrí puertas afuera en busca
del sector perfumería de la farmacia céntrica que, para mi suerte,
estaba “De turno esta semana”. Pregunté por un frasco de “Fidji”
y apenas reparé en el precio cuando la muy maquillada encargada
me lo reveló con comercial y bella sonrisa. Después crucé la
avenida y caminé cuadra y media hasta la florería esquinera, donde compré
una docena de rosas rojas que me prepararon como manojo. Por último bastó
que cruzara la avenida nuevamente y esta vez caminara apenas unos pasos
hasta una pequeña bombonería, llevándome un paquete de almendras que a
ella, adorada mía, tanto le gustan. De
regreso en casa advertí que mi suegra estaba preparando una cena
especial, con velas y servilletas de tela que, al menos por esa
oportunidad, suplirían las de papel a las que también nosotros nos
tuvimos que acabar acostumbrando, porque tengo que coincidir con mi esposa
en que respecto a las servilletas de tela “después de usarlas es un
embole tenerlas que estar lavando y planchando a cada rato”, como me lo
dijo una vez, hace mucho, con una expresión seria e inflexible al otro día
de una cena en casa a la que habían acudido algunos colegas míos. Pero
lo cierto fue que mi esposa me abrazó fuerte y con muchos besos agradeció
las flores, el perfume y las almendras. Jamás
comí con tanta alegría. Por momentos ella estiraba su brazo y con la
mano apartaba las copas y vasos para apretar mi mano. Entornaba los ojos y
me decía una y otra vez cuánto me quería. Jamás sentí tanta
tranquilidad y paz con la conciencia. A
las once de la noche, y cuando mi suegra ya se había ido, recordé que
era viernes; es cierto que un viernes muy especial, pero era viernes: le
di un beso a mi mujercita y ella también recordó que los viernes me reúno
con la gente de la redacción después de entregar el material para el
suplemento dominical... No puedo entender cómo pude dudar de ella un minuto, una
hora, varios días; qué fue lo que vi en ese maldito ómnibus y qué me
movió a sentirme engañado. Pero su beso, su regalo, la cena, su mano
buscando la mía entre copas y vasos, sus ojos que se entornaban y sus
labios pronunciando ese “Te quiero” con la dulzura de siempre. ¡Ah!... Me sentí un culpable, una basura y casi tuve ganas de llorar, de golpear con mi puño contra la pared, de llamarla por teléfono para decirle que la adoraba... Pero reaccioné a tiempo y volví mis ojos al cuerpo desnudo de Muñeca, semidormida: pensé lo enojada que se pondría si yo hubiera hecho aquella llamada. |
Guillermo
Lopetegui
Se publicó en "El rostro de Margarita Shaw" (Ediciones del Grupo de los 9, Montevideo, 1981)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Muertes
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