Los encargos en el estío |
Lo incierto podría comenzar cuando él llegó allá, con el viento del mediodía que indefectiblemente acababa por despeinarlo. Divisó al grupo sentado en círculo junto a la orilla. Divisó la distancia a la Península y la distancia a la Ballena, para luego dejarse caer. Extendido sobre la arena espejeante, boca abajo, miró con disimulo: alternaba las impresiones, lo quieto del mar y lo agitado del grupo, prestando inadvertida atención al timbre agudo de una de aquellas voces. Pensó en cómo podría haber sido el día anterior de la voz; cómo sería el de mañana. Por un momento pretendió volverse a ella para otorgarle una piel, una figura que necesariamente tenía que ser atrayente, unas manos curtidas por los varios mediodías en el mismo punto blanco y caliente del lugar, un manto por encima de la espalda y un perfume que ahora no le llegaba. Cambió los pensamientos, caminando hasta sentir las ondas de espuma y agua bajo sus pies. Siguió la trayectoria que lo llevaría al frío repentino a la altura de la cintura. Y por fin se buscó a sí mismo en una primera zambullida que reabrió ojos entre algas y rayos de luz oteantes en la profundidad. Miró hacia el área de más claridad sobre su cabeza, hizo un impulso con las piernas y poco después estaba de nuevo en la superficie, aunque más lejos. La línea colorida de la costa, la pequeña metrópoli nítida contra el horizonte, la isla a sus espaldas. Y un pensamiento anterior; un deseo de ubicarla de nuevo entre aquellos puntos policromos que parecían hacer posible ese día. Aún no quiso retornar a la toalla aplastada y solitaria entre y sobre los granos húmedos que formaban su rincón. Hubo otra zambullida, otra y otra, antes de que el recuerdo lo obligara a volver, para hacer un buen uso de lo que le fuera entregado una semana atrás, a 120 kilómetros y donde las calles no se interesaban por su ausencia. Imaginó que el desinterés se generalizaba, sonriendo ante la mentira o suposición. Por fin se permitió una tregua a la broma: él permanecía más acá de los médanos, parado sobre la arena que no veía y dando brazadas sin importancia. Se movió pesadamente cortando y haciendo a un lado los contoneos de las algas, con los ojos cerrados –donde aún chorreaban restos de las zambullidas- y de frente al sol intenso.
Si es que hubo sucesión de acontecimientos podría seguir cuando él terminó el whisky y no pidió otro: marearse estaba de más. Posteriormente sólo le interesó individualizar lo que –a través de paseos que se seguían con prudencia de pocas cuadras; entre las mesas de los casinos; cabalgando por el Parque del Golf- empezó a ser Mercedes, Mercedes Francet, Mecha. Y lo anotó entre paréntesis, en una libretita que cada día que pasaba le resultaba más incómoda. "20 años. 1,70 mts..."...Ojos demasiado verdes como para que él no tuviera que hacer un esfuerzo por contrarrestar su naciente deseo de largar todo y desaparecer, recomenzando pero en Costa de Marfil o a los fondos de Notre-Dame. Luego de la primera llamada que hizo al otro lado de los 120 kilómetros no pudo más que aceptar la fidelidad de los datos y su propia eficiencia. Entonces restaba seguir: un restaurante y otro, una whiskería y otra, una porción de arena y otra. Siempre la misma playa. También alquiló un caballo y lo dejó galopar por entre senderos que se extendían hasta la misma costa, hasta el mismo aeropuerto y bajo los bosques de pinos inclinados. Muchas veces pasó cerca de Mercedes –"Mecha hoy sola"; "Mecha hoy con el grupo"; "Mecha..."-, hasta que comprendió que siempre sería inocentemente ignorado, relegado al plano de no existir por las copas, el acompañamiento de la preparación –"Come muy poco: dice que está ‘gorda’, lo que traducido al lenguaje de los hombres..."-, la música de las discotecas y los que parecían estar allí desde siempre. Porque empezaba a descartar la posibilidad de inventar un monólogo con vistas a hacer nacer posibles diálogos similares a aquellos de Túnez o Santorini. Por eso, en la segunda llamada que hizo dejó oír su voz mucho más reanimada y aguda; se rió junto a quien lo hacía desde el otro lado del tubo; anotó los próximos lugares a los que acudir y omitió anotar los que ya tenía previstos; los que iba aprendiendo a conocer con quien no necesitó hablarle de su vida porque, sin imaginárselo, a lo largo de casi dos meses le había ido mostrando los detalles más y menos relevantes de su personalidad, arrastrándolo a tardes de más de 35 grados –un whisky que jamás era seguido por otro-, cabalgatas por los bosques que lo tornaban desapercibido, que la afirmaban en su juventud y hermosura: sacerdotisa de un único sacrificio celebrado a instancias de la metrópoli, las olas algueantes y la isla imaginariamente desierta. Para la tercera llamada retornó a su antigua seriedad. Fue monosilábico y demostró tener poco interés en el asunto. No contestó a la risa con otra, para en cambio colgar casi de inmediato. De haber algo de verdad en todo esto pudo comprobarse cuando él rememoró la cita en la capital. Siguió con comercial respeto la telaraña de arrugas, la voz ronca y el juego nervioso de las manos. Se levantó del sillón de diseño ultramoderno, recibió un cheque por la mitad de lo convenido y se retiró, dejando la puerta entornada. Sabía que la otra mitad lo estaría esperando a la vuelta de aquel "viaje de placer", como se lo habían definido con una risa de afilados y desparejos entredientes amarillos. Hubiera querido preguntar cómo alguien de 20 años pudo pasar tanto tiempo en la cama ajena dejándose tocar, lamer, penetrar por una masa abultada de restos estertorosos de una existencia apenas sostenida por aquella última forma de la exquisitez materialista con la que se compraban minutos, días o semanas de una falsa felicidad que se mentía con una sonrisa apenas salida de los estudios secundarios, pero que tenía la fuerza suficiente para que el comprador de dichas pasajeras abriera la billetera, entregara las llaves de un cero kilómetro o prometiera pasajes a París, poco después de gemir secretamente la realidad de sus muchas décadas que sin embargo aparentaban más sobre las delicadas formas bronceadas de la doncella de turno, pero que en este caso no había sido tan de turno. Hubiera querido preguntar qué tanto le interesaba retenerla y por qué, ya que con un chasquido de los dedos de uñas con brillo, un agitar de American Express, Master Card o Visa, podría retornar a la seguridad de nuevas fantasías, aunque con otras. Pero recomponiendo en su recuerdo la sucesión de frases, modulaciones de la voz, ademanes que el viejo de traje a bastones impecable y cigarrillo con filtro metido en la boquilla nacarada empavonada en oro había dejado traducir en aquella cita; cuando ya estaba aprontando su bolso de pocas pertenencias y pagaba la breve estadía en un hotel céntrico al que no volvería, creyó escuchar nuevamente en su cabeza aquella respuesta que le dieron en medio de restos de saliva que caían de los labios entumecidos y colgantes. "Le di todo y jamás, estoy seguro, pasó mejor que conmigo. La familiaricé con los secretos del negocio y después, una madrugada, ya no la encontré a mi lado. Ahora se hacer la de los buenos modales, la que sólo anda con amiguitos de su edad, la que quiere reiniciar su vida como si aquí no hubiera pasado nada y olvidándose de que terminé preocupándome más de ella que de mi familia. La muy putita... Por eso, mire, qué mejor que un buen susto que le recuerde quién manda y a quién ofendió... Ah, y por favor: en cualquier parte del cuerpo menos en la cara, porque es lo más lindo que tiene esa putita. Claro que si usted antes quiere... Bueno, antes o después, aunque me parece que sería mejor antes que después, me comprende; yo ya no la necesito para nada, pero no quiero que se la lleve de arriba. Usted tiene experiencia en estos asuntos, así que yo no le voy a decir qué tiene que hacer. Pero le repito: trate de que la jetita le quede intacta a la muy yegua; con el resto haga lo que quiera. Me imagino a esos pajeritos encontrándose con un rostro como ese y que inmediatamente después descubran que con el cuerpo o con lo que queda de él ya no pueden hacer nada." Costa de Marfil, Francia o Arabia Saudita. Podría regresar allá con la mitad de lo convenido. Pero hubiera sido ir en contra de sus principios. En cualquier parte del cuerpo menos en la cara. No podía hablar de integridades y sí de un encargo, un dinero, un trabajo por hacer. Había que esperar el momento, la soledad de la muchacha, el lugar oculto bajo los bosques de pinos inclinados. Y como en otras oportunidades –Rabat, Alicante, Oporto- la noche dejaría su rostro en el anonimato, como también la poca sangre de la arribista que había tenido la mala idea de escaparse de la cama de un Señor –con mayúscula- que se había ocupado de ella como no se ocuparía ni de su propia familia. La muchacha volvería o no al viejo, pero los golpes le iban a producir unos hematomas y vómitos inolvidables y ni que hablar de pensar en tener familia alguna vez.
Hablan de un epílogo –tal vez inventado- y no fue durante la noche, ni al amparo de los bosques, sino a pleno día, sobre los médanos y con los inevitables 35 grados de calor. El grupo caminó hasta la orilla –donde seguramente permanecerían impresas las huellas de los primeros mediodías- y se volvió para invitarla a las profundidades resguardadas por espumas eternas. Ella alzó un brazo y lo sacudió en señal de que no aceptaba. El se quitó los lentes de sol y la recorrió en su indiferente frescura. Dejó su bolso inclinado sobre el médano y bajó en pulóver de hilo, bermudas y descalzo. Hacía girar un cigarrillo entre dos dedos. Se agachó junto a ella y trató de absorber el instante aquel, porque comprendió al fin que, durante todo ese tiempo, la había seguido de pura curiosidad primero y felicidad después. Las esferas verdes apenas se asomaron bajo el cerquillo azabache y una sonrisa le corrió la crema de cacao del labio inferior. El observó el movimiento de las manos buscando en el bolso de mimbre el encendedor cilíndrico, pero le importaba muy poco si ella tenía o no tenía algo con que encender aquel cigarrillo que más era una táctica que una exteriorización del vicio. Porque ese era el clásico cigarrillo que él prendía, que había prendido siempre, cuando en pocas circunstancias sabía que finalmente no iba a haber paliza y que otra mitad del dinero ya no le interesaba. Ya no le importaba la reacción del viejo porque no lo pensaba volver a ver. Para ese entonces, él ya andaría nuevamente mezclado con los caminantes, los cantos y los oros, evolucionando por entre las estrecheces de los mercados de Yeddah. Fue subiendo el médano mientras meditaba una pitada a espaldas de la muchacha. Se agachó lentamente, apoyando una mano en el poco equipaje. Minutos después el paisaje circundante atenuó su intensidad dentro de un único tono del otro lado de los lentes de sol y él regresó a la costanera, al auto alquilado, al oeste de aquella temporada. Esta vez se le iba a hacer difícil olvidar a la muchacha que permaneció en la arena, junto al lápiz de labios, el pareo y el bolso, entre el viento que se levantaba de vez en cuando, barriendo con algunos granos de arena que se pegaban a la crema de cacao y revoloteando en los cabellos que, por momentos, dejaban entrever –ignorado y humeantemente perfumado- el orificio rojovioláceo a la altura de la nuca. |
Guillermo
Lopetegui
Se publicó en "El parque de los últimos regresos" (Monte Sexto, Montevideo, 1987
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Orillas
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