Bajo el sol |
Un día más y todo estaría concluido. Sin embargo afuera sigue estando ese sol,
como clavado en el cenit de la mañana a la tarde. El Plymouth del 56, con
una rueda de menos, achicharrándose frente a la casa desde hace dos
veranos. Los viejos salen de tarde en tarde.
Sillas en la vereda, mate y tango desde radio Clarín. Ahora que los dos
están jubilados César los ve más juntos, entregados a un regocijo
renovado en esa suerte de segunda luna de miel, cobijados por el silencio
y la tranquilidad del barrio. El definitivo lugar de ambos, con sus
heladeros de las 3 de la tarde veraniega y sus maniceros en invierno. Épocas de estudio. Tizas y sudor de fórmulas
indemostrables. Al almuerzo ya no son tres: ocho y a veces nueve. Un
descanso no viene mal. Pero cuando se prolonga y los demás están
estudiando, es necesario gritar: "¡César, andá a estudiar y no
boludees más que te están esperando!". Y uno se reencuentra en
torno a la mesa -de libros y puchos que ahogan ceniceros- con esos compañeros,
esos prácticamente amigos de doscientos días. Rodolfo quiere sol y verde. Allá se van
los dos -César y Rodolfo- pateando una pelota de papel por Luis Alberto
de Herrera, la antigua Larrañaga, empedrada y vieja. Tipo extraño pero simpático este
Rodolfo: conoce las calles del Prado como su casa; habla de amores que
tuvo por aquí y que vida como la del Novecientos
no va a haber de nuevo...y otra serie de cosas vinculadas con el pasado. -¿Conocés la avenida Alfonsina Storni?
Vamos hasta allí. Ahora anda con ideas de construir un
bote. Paso de los Toros-Mercedes: toda una aventura por el Río Negro; César
lo podría ayudar a construirlo: tiene herramientas, caballetes y tiempo. Vista del hotel antiguo y el cansancio
que se deposita en el cordón
de la vereda. Luego se descuelgan en un diálogo, más para llenar la
brisa de palabras que otra cosa. -¿Y cómo sería el bote? -Seis metros, pino Brasil, forrado en
chapa. -... -El problema es el tiempo. -¿El tiempo?... ¿Cuánto se demoraría? -Teniendo todo... -¿Qué pasa? -Nada. Miraba aquel bichicome. -... -Antes, cuando venía a pasear con mi
abuela, él ya estaba aquí. -¿Hace mucho? -Yo tendría diez años; me lo imaginaba
un violinista acabado. -Pudo ser un pintor, o un albañil. Andá
a saber... -Es un borracho -cortó con brusquedad
Rodolfo. Sobre ellos el sol permanecía estático,
hirviendo hasta derretir el alquitrán de la calle desde el mediodía; río
oscuro por donde naufragaban tapas de botella y huellas de pies hinchados,
unas sobre otras. -¿Y aquí qué era? -señaló César, en
dirección al hotel. -Un hotel de principios de siglo -contestó
Rodolfo, alzando la frente sudada que había mantenido unos minutos
apoyada sobre las rodillas. A César le pareció que quien le
contestaba era un viejo de semblante cansado, con las manos arrugadas
alrededor de las piernas recogidas contra el pecho. Volvieron por la acera del Botánico. El calor parecía haber fulminado los pájaros:
todo estaba en silencio, y el olor del Miguelete, emanado de su cauce
servido, se extendía por las calles del barrio callado, penetrando por
las ventanas desde donde alguien observaría el panorama externo, secándose
el sudor y con dificultad para respirar. -¿Y? ¿Cómo les fue? -se interesó el
padre días después, mientras buscaba el paquete de la yerba. -Aprobamos todos. César se fue a sentar al cordón de la
vereda. Apoyó la espalda contra el árbol y miró el Plymouth estacionado
quizás para siempre, aunque como si esperara la caída de la tarde para
así poder refrescar un poco el chasis. Allí permanecía sin una de sus
ruedas, achicharrándose bajo el sol crucificado en el cenit, ese sol que
por la tarde parece estirar sus rayos hasta las primeras estrellas; hasta
ser sólo un postrer resplandor colándose mortecino por entre las copas
de los árboles pradenses. El perro se le viene a las faldas. Pobre amigo de ojos caídos y hocico
tibio... El calor me lo tiene mal. Y se terminaron los exámenes. Ya no hay
pizarrones ni hojas cuadriculadas ni profesores ni tizas aplastadas en la
alfombra. Cada uno se fue para su casa y a pasar enero como mejor se
pueda. Le hubiera gustado que Rodolfo le hablara
más del hotel antiguo, del borracho violinista, de esa poeta Alfonsina
Storni, de la novia que tuvo en Lucas Obes... "Bueno: todavía tiene que volver
para concretar el asunto de la embarcación. Dijo por el Río Negro; pero
mejor sería por el Amazonas, desde Manaos. Se lo voy a proponer,
aunque..." -¡César! ¡Entrá y ayudame a arreglar
el parrillero que mañana vienen los abuelos! -¡Ya voy! ¡Esperá! Y aplastó la trayectoria de un cascarudo sobre el alquitrán de la calle. |
Guillermo
Lopetegui
Se publicó en "Último reducto" (Ediciones Géminis,
Montevideo, 1978)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Utopías
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