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Los jíbaros |
Temía que los Jíbaros redujeran su cabeza. El temor parecía instalado en él desde siempre, pero sólo en cierta etapa de su vida comenzó a cobrar la fuerza de una obsesión. Llegó a dormir con los dientes muy apretados y la cabeza muy hundida entre los hombros. Esto le provocaba fuertes dolores durante el día. La imagen predominante era la de su cabeza absurdamente empequeñecida, con los labios abultados y cosidos entre sí, y los párpados cerrados —tal como había visto alguna vez en una revista la fotografía de un auténtico trabajo jíbaro. Cuando se pusieron de moda, fugazmente, unos llaveritos con imitaciones en plástico de estas cabezas, evitaba las vidrieras de los quioscos y de los negocios de fantasías y durante un tiempo también evitó en lo posible salir a la calle. Y cuando el tormento lo acució a un grado difícil de tolerar, consultó a un terapeuta. Este le hizo ver que probablemente se tratara de un complejo de castración, derivado del Edipo. Él trató honestamente de asimilar la idea, y en otra entrevista explicó que no sentía el temor de otras formas de mutilación —como por ejemplo la guillotina—; que, desde luego, cualquier forma de mutilación, la castración incluida, sería para el una tragedia; pero que no era la mutilación en sí el tema central de su obsesión, sino aquella imagen que le había detallado prolijamente en la primera entrevista, y que en esa imagen había algo más, algo como un núcleo misterioso y diabólico a la vez que tonto y ridículo. El terapeuta no pareció interesado en ahondar en esos aspectos del problema, y después de algunas entrevistas más, limitadas a repetir más o menos el mismo esquema, él dejó de visitarlo. Algunas confidencias desesperadas a los amigos trajeron como consecuencia un período de burlas, a veces bastante directas, y hasta de bromas macabras. Una vez, en la calle, oyó una voz en falsete que gritaba "¡Cuidado'" "¡Los jíbaros!" y, sin intentar la identificación del bromista, se sintió hondamente traicionado. Algún otro amigo, con sincera simpatía, trató de absorber el problema y de ofrecerle soluciones. "Es un pueblo extinguido", o "Ya los jíbaros no se dedican a esas prácticas"; pero a él nunca le había interesado ese tipo de detalles: ni siquiera tenía idea de en qué región del mundo existían, si existían aún. los jíbaros; la misma palabra, "Jíbaros", sólo tenía para él significado en la relación con la imagen que lo atormentaba, y comprendía perfectamente que el tormento sería el mismo aunque los jíbaros hubiesen sido el producto de la imaginación de un escritor o de un historietista. Llegó a temerle al sonido del timbre de la puerta de calle, y muchas veces dudó en atender, o directamente no atendió: no esperaba exactamente encontrarse con un grupo de jíbaros en la puerta, pero sí con algo que pudiera complicarlo en una aventura cualquiera que desembocara en la reducción de su cabeza. Se notaba cansado, envejecido, triste y sin perspectivas de futuro. No le gustaba la bebida, pero de tanto en tanto, por distraer la obsesión, entraba a algún boliche y tomaba una copa, o dos. Una noche tomó tres, y eso le permitió franquearse con un desconocido en el mostrador. El desconocido estaba mal afeitado y usaba una ropa que parecía quedarle un poco grande. Lo escuchó atentamente, y sólo le interrumpió para exigir una mayor precisión en un par de detalles, que a él le habían parecido por completo accesorios. —Lo suyo es admirable —dijo por fin el desconocido, y el se sorprendió. Espió el semblante del otro y no encontró el menor atisbo de burla, sino una especie de ternura, o tal vez de dolorida sabiduría en la mirada, que lo hizo sentirse mejor. —Fíjese —continuó el desconocido—. Me paso el día escuchando estupideces. Todo el mundo preocupado por cuestiones irreales, las cuotas del coche o del televisor, el partido de fútbol del domingo, la política... Usted tiene un problema real, un problema que es verdaderamente suyo. Me alegro de haberlo conocido -y con la copa minúscula en la mano, hizo un ademán como para brindar pero, sin agregar más nada, la bebió de un largo trago. Luego pareció perder interés en lo que lo rodeaba. Pasaron
unos días, y él se fue sintiendo cada vez, mejor. Poco a poco iba
perdiendo el miedo. Sabía que muy probablemente su cabeza
terminara ridículamente reducida, con los párpados y los labios
abultados y cosidos, colgando como trofeo a la entrada de alguna choza,
entre los pechos de una negra o en la vitrina de un museo, pero esta idea
ya no le hacía perder dignidad. La imagen le seguía repugnando, pero en
adelante, ya no le impediría vivir.
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Mario Levrero
Publicado originalmente en
El portero y el otro, de 1992.
El País Cultural N° 862
12 de mayo de 2006
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