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De las dificultades para encontrar un baño público en esta ciudad |
Uno de los problemas que más frecuentemente se plantean en esta ciudad al alejarnos de casa, es la dificultad para encontrar un cuarto de baño apropiado cuando hace falta. En lo que me es personal, puedo citar el caso de aquella construcción amplia, de finalidad incierta, donde me encontraba observando desde una ventana interior un amplio espacio, una especie de patio cerrado; en el centro del patio, de piso con baldosas alternadamente blancas y negras, estaba parada una mujer que yo conocía, y que había desaparecido de mi vida hacía muchos años, aunque se conservaba tan joven como en la época en que la había conocido, o al menos tal era su apariencia, o mi percepción de su apariencia en esas condiciones de luz tan poco adecuadas para establecer afirmaciones rotundas. La mujer, o muchacha, se movió luego hacia una abertura amplia que había a sus espaldas, y se asomó a lo que imaginé un corredor. Un cartel, sobre la pared donde comenzaba ese presunto corredor, informaba que por allí se accedía al baño de caballeros. El dato me interesaba especialmente, ya que minutos atrás había decidido que, mal que me pesara en un lugar de ese tipo, debería ponerme en movimiento para buscar un baño, porque tenía una necesidad de orinar que poco a poco se iba haciendo insistente, y pensé que no demoraría mucho en volverse apremiante. Había un problema: el baño había sido ocupado por un niño pequeño, hacía ya largo rato, y el niño estaría muy probablemente relacionado con esa mujer, que ahora se asomaba al corredor pensando, tal vez, como yo, que el niño estaba demorando demasiado; para complicar la situación, también se había metido por ese corredor, aunque más recientemente, un hombre; se trataba de un hombre desagradable, de aspecto entre ruin y huidizo, aunque no puedo dar razones objetivas para fundamentar esta impresión. Tenía algo de esos delincuentes extranjeros que llegan huyendo de la policía de su país, y aquí rápidamente encuentran formas de fácil prosperidad, pero jamás abandonan del todo su condición y sus hábitos de delincuentes. Usaba un sombrero de esos que ya no se usan, con una banda de fieltro de color aceitunado rodeando la base de la copa. Se me ocurrió que la presencia simultánea de un hombre de ese tipo y del niño, suponía cierto peligro para el niño; y esa suposición aparecía acentuada a cada momento que transcurría sin que el niño, ni el hombre, volvieran a aparecer. Era justificada la actitud de la mujer, que asomaba la cabeza hacia ese corredor, pero de todos modos no me parecía conveniente que una mujer se aventurara en dominios de baños para hombres, así que la llamé por la ventana y le dije que no se moviera del centro del patio. Al mismo tiempo me puse en marcha para investigar el asunto por mí mismo, aunque mi interés fundamental era, naturalmente, usar el cuarto de baño; en realidad me di cuenta de que yo no creía que el niño estuviera en peligro, y más bien había estado acumulando entre rencor y fastidio por su tardanza. Lo imaginaba entretenido en cualquier tontería que no tenía la menor relación con motivos para preocuparse. Sin embargo, aquel lugar era demasiado grande. Yo no tenía otro camino hacia adelante que unas escaleras que parecían interminables, y tenían una perspectiva tan curiosa que no podría decir si subían o bajaban; en realidad, subían, pero no de un modo constante, sino que eran más bien onduladas como médanos, lo que permitía ver a lo lejos y además hacía que esa subida fuese menos penosa; se podía transitar por allí como paseando. También se veía otra escalera, paralela, inmensa como ésta pero probablemente un poco más angosta, por la que la gente bajaba sin lugar a dudas. El lugar parecía ser una terminal de ómnibus o ferrocarriles, y al mismo tiempo un gran mercado y al mismo tiempo otras cosas que no podía definir. Asombrosamente, tenía techo; un techo muy alto y oscuro. El lugar ocupaba fácilmente varias manzanas. Yo seguí subiendo, es decir, caminando en dirección opuesta a la gente que bajaba. Esa gente cargaba bolsos y paquetes, pero no había nadie cerca de mí que llevara la misma dirección que yo; es decir, nadie a quien preguntar. Pensé en los que atendían los puestos del mercado, pero esos puestos estaban en otro sector, no accesible desde las escaleras. Allí, en las escaleras, sólo se podía subir o bajar; no sabía dónde irían a desembocar éstas que subían, y me imaginé que toda esa gente que bajaba no habría de terminar, toda, en aquel corredor con olor a amoníaco que me había traído hasta aquí pero, realmente, no era capaz de darme cuenta, por las distancias y por la forma de las escaleras, del lugar adonde se dirigían en realidad todas aquellas personas. Yo ahora buscaba una forma de acceder al mercado, porque seguramente la gente de los puestos me podría informar acerca de los baños, y además ellos mismos deberían necesitar los baños en todo ese tiempo que pasaban allí, de modo que, pensaba yo, los baños no podían encontrarse muy lejos de los puestos; los baños hacia los cuales yo me había dirigido al principio, o cualquier otro baño; me daba lo mismo, porque no pensaba, ya, regresar forzosamente al lugar desde el que había partido. Llegué a una especie de puente, por llamarlo de alguna manera. Era el acceso a una amplia explanada, más alta que el nivel del piso del mercado, pero al parecer desde allí podría accederse fácilmente a los puestos. En los bordes de esa explanada había cantidad de comercios pequeños, todos con sus puertas y sus vidrieras mirando hacia adentro del gran recinto, como en un moderno "shopping center"; sólo que el lugar no tenía nada de moderno. Al igual que las escaleras, las paredes y el piso eran de una pesada y antigua textura de piedra, como si hubieran sido talladas en una montaña de roca marrón. La antigüedad estaba sugerida por pequeñas grietas que se veía en los bordes de algunos escalones, y en ciertos lugares de las paredes; sin embargo, el edificio en su conjunto parecía perfectamente sólido, sin rajaduras importantes ni grandes fallas. Tenía la majestuosidad de un templo. Cerca de mí, cuando estaba caminando por esa especie de puente hacia la explanada, oí una animada conversación entre dos hombres. En realidad, el que hablaba era principalmente uno de ellos, quien con un tono de voz más bien desagradable por la forma de martillar las palabras, le explicaba al otro que esa zona, durante la noche, se poblaba de prostitutas. Eso sucedía, al parecer, inmediatamente después de que los negocios cerraban sus puertas, a eso de las siete, o siete y media de la tarde; la hora exacta dependía un poco de la época del año, porque las prostitutas no aparecían nunca mientras hubiera luz natural. No alcancé a ver a los hombres, porque no seguían el mismo camino que yo ni llevaban la misma velocidad; yo caminaba mucho más lentamente. Alcancé a percibirlos como dos bultos oscuros que se desviaban hacia mi izquierda, mientras yo más bien buscaba la forma de acceder a los puestos del mercado, a la derecha. Así, buscando, de pronto me encontré ante una pared desnuda, siempre de piedra, que formaba una especie de nicho, o más bien unos complicados ángulos en una esquina; lo cierto es que al tratar de encontrar en ese sitio alguna pista para acceder al mercado, me fui dando cuenta de que había hecho todo un camino bastante complejo que ahora no sabía como desandar; de alguna manera había cambiado de nivel, y ya no estaba dentro de aquel recinto grande como una montaña, sino en un espacio mucho más pequeño, similar a un balcón grande o una pequeña terraza de una casa de apartamentos. Y también el estilo de ese lugar era distinto; ya no podía hablarse de templo, ni compararlo con una gran estación de ferrocarril. Era un edificio más bien moderno, supuestamente en un piso superior del otro edificio, como un lugar reservado para la vivienda de empleados o funcionarios de ese otro edificio inmenso. Ese lugar era casi privado, aunque yo estaba del lado de afuera de la parte de vivienda propiamente dicha; me encontraba ante una puerta cerrada, con una cerradura tipo Yale, y a mi alrededor había formas difíciles de discernir, probablemente pasamanos de escaleras estrechas, como de caracol, o similares, unos pasamanos retorcidos, como si fueran formando lentamente la torsión de una hélice o de un tirabuzón; pensé en la cinta de Moebius. Me recosté contra uno de esos pasamanos retorcidos y miré hacia arriba; no era fácil ver el techo, por las muchas vueltas y esquinas que presentaban las paredes, e incluso por momentos se creaba la ilusión de que no había techo, o de que el techo era muy claro, como si tuviera una claraboya, porque la sensación que experimentaba era más bien de estar afuera que adentro; y sin embargo el lugar era cerrado y bastante estrecho, y además sin formas visibles de salida. Me parecía imposible no poder desandar el camino; yo no había hecho ningún movimiento extraordinario como para haber accedido a ese lugar del que parecía imposible volver atrás; sólo había caminado un poco distraídamente. No sé desde dónde, si salió de algún apartamento cuya puerta yo no tenía a la vista en ese momento, o si llegaba desde un lugar parecido al que yo venía de recorrer; lo cierto es que apareció un hombre que de inmediato se acercó a mí de una manera que podía considerarse amistosa. Era un hombre bastante mayor, al que sin embargo no correspondía llamar viejo, especialmente porque tenía un aspecto dinámico y jovial, con una permanente sonrisa en los labios, aunque cabe señalar que la sonrisa no parecía muy sincera. Este hombre se dirigió a mí sin sorpresa, como si encontrar a alguien en mi situación fuera la cosa más natural del mundo, y comenzó a hablar fluidamente acerca del edificio y sus raras formas arquitectónicas, y muy especialmente acerca de la persona que lo había ideado y había llevado adelante el proyecto de su construcción. Al parecer, esa persona era una mujer. Pronto me di cuenta de que este hombre era uno de esos individuos a quienes les agrada hablar mucho, hablar constantemente, y creen que sus palabras son muy interesantes para todo el mundo, sin detenerse a pensar en la oportunidad de sus discursos. Lo interrumpí para preguntarle dónde estaba la escalera. -¿Escaleras? -preguntó a su vez, con expresión de sorpresa; de inmediato sonrió, como haciéndose cargo de que yo había llegado allí por alguna ruta poco legal.- No -dijo, divertido-, escaleras no hay -y pasó a explicarme un complicado sistema mediante el cual yo podría salir; para empezar, había que pararse encima de esa baranda retorcida, que estaba fabricada con algo parecido a aluminio esmaltado, algo liviano y elegante, de soporte metálico rígido pero no muy fuerte, y que al mismo tiempo por su forma no permitía ninguna base de sustentación confiable; después, con los brazos levantados, había que agarrarse con la punta de los dedos de unos salientes que se veían allá arriba, como pequeños aleros, y forzando al máximo los músculos ir elevando el cuerpo hasta alcanzar lo que parecía ser el techo del apartamento. Moví la cabeza negativamente, descartando con horror la idea. El hombre continuaba sonriendo jovialmente, y al ver que yo no intentaba ninguno de los movimientos que me había indicado retomó su discurso sin más trámite. Hablaba de aquella mujer con la reverencia y admiración con que se habla de los pioneros; evidentemente, el hombre era un adepto a esa figura, y con sus anécdotas trataba de crear una especie de leyenda. Contó que una vez ella fue capaz de importar de Escocia sesenta litros, o cajones, o toneles de whisky; en principio entendí que se trataba de litros, pero luego me pareció que era una cantidad muy pequeña para que ese hombre lo señalara como un ejemplo de solución magnánima; al parecer, el whisky había servido para llevar adelante la construcción del edificio, no entendí bien, porque el hombre no lo dijo, si por haber sido utilizado para sobornar a los peones, o capataces, o responsables de la construcción material de la obra. El discurso daba la idea de una mujer con una gran visión de futuro y un gran empuje, capaz de llevar adelante un proyecto muy difícil, casi imposible, y a la vez necesario y generoso, importante para el país. Era un discurso típico de los momentos más pujantes de la era industrial, y este hombre parecía dedicar su vida y toda su energía a este tipo de panegíricos. Yo no veía manera de salir de allí y mi necesidad de un cuarto de baño se iba haciendo más urgente; imaginé que ese hombre iba a entrar en el apartamento junto a cuya puerta estábamos conversando, y que tal vez si yo me mostraba cortés y paciente con él, me dejaría usar su baño; pero en ese momento llegó un grupo de personas, sin que me percatara desde dónde. Eran tres, cuatro o más hombres de aspecto dinámico, más jóvenes que mi interlocutor, y tenían ropas claras, que incluso podrían confundirse con túnicas blancas; por lo menos el que encabezaba el grupo estaba vestido así, ya que a los otros no les presté mayor atención. Este hombre era alto, usaba lentes sin aros y tenía una cara más bien llena, aunque no redonda. El grupo podría pasar perfectamente por un conjunto de estudiantes de medicina haciendo la recorrida de las camas de un hospital junto a su profesor; en ese lugar, en cambio, pensé más bien en ingenieros, o gente de algún modo relacionada con la construcción, quizás porque era precisamente de este tema que trataba el discurso del otro hombre. Me dirigí de inmediato a quien encarnaba ese rol de profesor y le pregunté por dónde habían llegado, pues yo tenía sumo interés en salir de allí y no encontraba las escaleras. -Ah, no hay escaleras -dijo el hombre, sonriente, mirando a sus compañeros como si compartiera una ocurrencia. Todos, al parecer, lo festejaron-. Sí, a veces llega aquí gente que después no encuentra la manera de salir -y volvió a sonreír ampliamente. A mí me resultaba de lo más perturbador haber llegado hasta ese lugar sin saber cómo. De pronto, a uno del grupo se le ocurrió decir: -Pero hay un ascensor. -¡Claro! -exclamó el de lentes, muy solícito.- Casi no se usa, pero anda perfectamente. Aquí está -agregó, señalando algo en una pared blanca que había frente a donde él estaba parado. Me acerque y vi que, en efecto, allí había algo muy parecido a las rejas de un ascensor antiguo; es decir, una puerta corrediza hecha de pequeñas varillas metálicas, pintadas de negro, trabadas de tal forma mediante remaches que al abrirse la puerta se disponen casi verticalmente todas, ocupando muy poco espacio; en cambio, al correrse la puerta en el sentido inverso, tienden hacia la horizontal, y hacen que la puerta cubra toda la abertura de la pared. Detrás de esta puerta enrejada podía verse un recinto oscuro que, supuse, sería la caja del ascensor. -¡Apriete el botón, apriete el botón! -me urgió una voz, como para evitar que el ascensor fuera reclamado desde otro piso, mientras varios ayudaban en una tarea de adecuación. Evidentemente, el ascensor no se usaba muy a menudo. Tenía un candado, que fue abierto, y descorrieron la puerta. En el interior había objetos de madera, como paneles barnizados, incluso un banco de escasa altura que corría todo a lo largo de la pared del fondo del ascensor, y algunos listones de madera, también barnizados; creí ver además papeles de diario que cubrían algunos sectores, como protegiéndolos del barniz que estuvieron aplicando. Las paredes de la caja del ascensor eran también de madera barnizada, veteada, y tenían espejos largos y angostos a los costados, pero no en el fondo. Me recordó esos objetos antiguos, como reliquias, que pueden encontrarse a veces en las casas de remate. -Ya está -me dijo el hombre de lentes-. Suba nomás, que todo está bien. Yo mostraba cierto recelo, y se me notaba, por lo que insistió, amable y firmemente. -Suba, suba -decía-. No hay nada que temer. Marcha perfectamente. Les di las gracias a todos ellos y entré a la caja del ascensor. Alguien cerró la puerta enrejada y yo cerré unas puertas interiores, de madera vidriada, que permitían ver hacia afuera, y sin necesidad de apretar ningún botón el aparato se puso en marcha. Arrancó lentamente, y en pocos instantes cobró una velocidad importante, que en cierto momento casi llegó a ser de caída; no logré ver gran cosa a través de los vidrios, apenas una impresión de pisos que iban quedando atrás, o arriba, en parte por la velocidad pero sobre todo porque la iluminación de esos pisos era demasiado pobre, o difusa, como para permitirme individualizar imágenes o al menos hacerme una idea de cómo eran esos ámbitos; y cuando empezaba a temer que el viaje se prolongara mucho más, y siempre a velocidad creciente, se sintió el accionar de unos frenos, suaves pero efectivos, que fueron reduciendo gradualmente la velocidad hasta que el aparato se detuvo. Había llegado sin ningún problema a la planta baja, o donde quiera que fuera que me habían enviado. Salí del ascensor, pensando cómo debía dejarlo, si con las puertas abiertas o cerradas, y vi que en el suelo de la planta baja había más papeles de diario y más objetos de madera barnizados o en trámite de serlo; había además un tacho con barniz y un pincel. Miré alrededor pero no vi a nadie a quien preguntar qué hacer con el ascensor, y resolví cerrar las puertas, aunque me parecía que antes debía acomodar en su interior esos listones de madera que estaban sueltos sobre el piso. Finalmente me desentendí de estas cavilaciones, dejé el ascensor cerrado y salí de ese pequeño espacio, pensando que por una puerta que veía, bastante amplia, con marco de metal, accedería a aquel mercado y a sus cuartos de baño, pero me encontré en un espacio al aire libre, más amplio pero también reducido, que parecía corresponderse con los fondos de una casita. Se trataba de un jardín, con dos o tres árboles no muy frondosos, piso de tierra, y un cerco todo alrededor que me aislaba nuevamente de la calle; ante mí estaba la pared del fondo de la casita. Ahora no había duda posible: no tenía otra manera de salir de allí que entrando a la casa, por una puerta que veía en esa pared; la puerta tenía una cerradura tipo Yale. También se veía un par de ventanas, con los visillos echados. Mi necesidad de ir al baño ya era insoslayable; el mecanismo de entretener al que duerme para que no se despierte comenzó a dar muestras de estar perdiendo el dominio de la situación, ya que volvió a echar mano de aquel hombre insoportable que hacía discursos allá arriba. Apareció, sin que supiera desde dónde, y trató nuevamente de darme conversación, siempre con su aire muy amable y sonriente; pero yo ya estaba alerta, me dije que las cosas habían llegado a punto insostenible, y logré despertarme.
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Mario Levrero
Irrupciones
Posdata, Montevideo, números 145 y 146, 27 de junio y 4 de julio de 1997
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