Formas de lo real en “La mujer parecida a mí”, de
Felisberto Hernández |
Hace algunos veranos empecé a tener la idea de que yo había sido caballo. Al llegar la noche ese pensamiento venía a mí como a un galpón de mi casa. Apenas yo acostaba mi cuerpo de hombre, ya empezaba a andar mi recuerdo de caballo.
En una de las noches yo andaba por un camino de tierra y pisaba las manchas que hacían las sombras de los árboles. De un lado me seguía la luna; en el lado opuesto se arrastraba mi sombra; ella, al mismo tiempo que subía y bajaba los terrones, iba tapando las huellas. En dirección contraria venían llegando, con gran esfuerzo, los árboles, y mi sombra se estrechaba con la de ellos.
Yo iba arropado en mi carne cansada y me dolían las articulaciones próximas a los cascos.
Como podemos apreciar, ningún artificio recubre el procedimiento ni existe preparación previa para que luego irrumpa lo sobrenatural como fisura y amenaza de lo cotidiano, a la manera del fantástico. Por el contrario, desde la primera cláusula se ponen todas las cartas sobre la mesa y, como cosa de todos los días, con un tono despojado de cualquier efectismo, con el lenguaje más simple del mundo se nos dice que el haber sido caballo es una idea –como la idea de pintar un cuadro o de escribir un cuento. A partir de allí, el relato de los recuerdos sólo se vale del sujeto de la enunciación para narrar, desde su presente de hombre las vicisitudes del bruto; puesto que el embrutecimiento sólo puede ser percibido desde la condición humana.
Pensando, narrando como un hombre, pero integrado a la naturaleza como un animal, el tono del relato pareciera funcionar como una instancia intermedia entre uno y otro estadio, en tanto percepción animista del entorno que no se separa del ser (son los árboles los que vienen llegando con gran esfuerzo) y en tanto capacidad figurativa (“arropado en mi carne cansada”). Este tono intermedio es equivalente a la instancia que encontramos en la metamorfosis entre el gusano y la mariposa, es decir, la crisálida.[2] Pero esta crisálida implica la mezcla, el pasaje, la abolición de la frontera entre la bestia y el humano; y esta falta de límites entre ambas realidades también nos dice algo acerca del mundo de los hombres.
En esa época yo trabajaba con un panadero. Fue él quien me dio la ilusión de que todavía podía ser feliz. Me tapaba los ojos con una bolsa; me prendía a un balancín enganchado a una vara que movía un aparato como el de las norias, pero que él utilizaba para la máquina de amasar. Yo daba vueltas horas enteras llevando la vara, que giraba como un minutero. Y así, sin tropiezos y con el ruido de mis pasos y de los engranajes, iban pasando mis recuerdos. (111-112; el destacado es mío)
Las primeras cláusulas del relato sin duda pertenecen al hombre, quien incluso confiesa “haber encontrado” en la figura del caballo analogías con su vida actual, y después ya se trata de un caballo de tiro con la cabeza tapada, haciendo girar un mecanismo similar a una noria. ¿Pero quién trabajaba con un panadero, hombre o caballo? Porque el “trabajo” es una actividad humana, y la preposición indica la compañía, o sea, igual nivel de cooperación; además, la cláusula siguiente habla de felicidad, otro rasgo humano. Y, como si el pasaje no fuera lo suficientemente ambiguo, el recuerdo de caballo realiza operaciones asociativas como la mención de las “horas” destinadas a una tarea circular tal como hacen las agujas del reloj; un trabajo ciego y agobiante, empujando una vara, sin principio ni fin, como la condena de Sísifo. ¿Puede haber una imagen más certera de la deshumanización del trabajo en la época moderna, cuando el trabajador ya no se identifica con lo producido, recibiendo un salario que apenas garantiza la continuidad de las mismas condiciones laborales?
A partir de aquí se narra la historia del animal desde su malograda “adolescencia”, cuando mató a un peón que le pegaba. De nada sirve que su reacción haya sido en defensa propia, puesto que luego “varios hombres vengaron aquella muerte”. La fragmentación de la unidad ontológica sobreviene después del castigo que opera como una iniciación en el mundo de las relaciones reales. Van a ser los hombres, en tanto “dueños” y representantes de la sociedad y sus leyes, los responsables de la pérdida de su integridad de potro, de esa disgregación del cuerpo por la cual el ser no puede alcanzar su plenitud. Lo curioso, o mejor dicho, lo que refuerza el aspecto figurativo del caballo es que cuando logra escapar nunca lo hace para relacionarse con los de su propia especie u otros animales. Como si el personaje estuviera prisionero de una lógica que lo obliga a procurarse “dueños” o patrones y sólo pudiera acceder a un tipo restringido de “libertad”, o sea que el asunto es bien prosaico más que fantástico.
Yo trataba de elegir dueños de cercos bajos; y después de la primera paliza me iba y empezaba el hambre y la persecución.
Una vez me tocó un dueño demasiado cruel. Al principio me pegaba nada más que cuando yo lo llevaba encima y pasábamos frente a la casa de la novia. Después empezó a colocar la carga del carro demasiado atrás; a mí me levantaba en vilo y yo no podía apoyarme para hacer fuerza; él, furioso, me pegaba en la barriga, en las patas y en la cabeza. Me fui una tardecita; pero tuve que correr mucho antes de poder esconderme en la noche. (113)
Huir del abuso y el maltrato lejos de proporcionarle una circunstancia bucólica sólo lo arroja al hambre y la persecución; ahora es un fugitivo, un desertor: el delito se ha asociado a la carencia. Interpretar esta situación como “fantástica” en virtud de aquella metamorfosis inicial, que, por otra parte, se menciona sólo como una “idea” puede ser producto de una torpeza o de la intención de borrar el profundo vínculo con la realidad que tiene esta literatura sin ser realista. Tampoco es posible entender el relato como una alegoría puesto que no existe corolario explicativo alguno y la sencillez con que se narran los episodios lo alejan de cualquier esteticismo. Por otra parte, aunque la alegoría se conforma a partir de los dos sentidos, el literal sólo se encuentra al servicio del figurado, en cambio en este registro ambos sentidos permanecen en pie de igualdad.[3]
Pero no todo es sufrimiento. Recordemos que el relato comienza con un hombre que recuerda haber sido caballo, lo cual implica que el animal tiende a humanizarse o a desembrutecerse, que es lo mismo. Esta transformación se precipita a partir del amor que encuentra en otro pueblo, sentimiento que se manifiesta como un proceso de reconocimiento o anagnórisis en el otro. Las “grandes manchas” del tubiano se duplican en las “manchas blancas que se movían en la oscuridad” de los guardapolvos escolares. La irrupción del caballo en medio de una representación teatral, provoca un verdadero jolgorio y alegría en los niños que lo rodean y lo reciben con muestras de afecto. También la maestra.
La maestra dejaba que creyeran que ella había preparado la sorpresa del caballo. Vino a saludarla una amiga de la infancia. La amiga recordó un enojo que habían tenido cuando iban a la escuela; y la maestra recordó a su vez que en aquella oportunidad la amiga le había dicho que tenía cara de caballo. Yo miré sorprendido, pues la maestra se me parecía. (115; destacados míos)
Este parecido introduce lo familiar, la posibilidad del hogar. La equívoca relación comienza cuando la maestra permite que crean que ella ha preparado la irrupción del caballo en la escena, es decir, que lo del caballo es cosa de ella. La reacción del animal pidiendo más respeto por los “seres humildes” –ahora evita llamarse “caballo”– es de una delicadeza sorprendente después de haber sufrido tan duros castigos. Esto, sumado a la primera manifestación de celos del novio de Tomasa (“–Pero, querida, no te vas a quedar toda la noche ahí con él”) revela el nacimiento de un vínculo en el cual, si bien la mujer se parece al caballo, el caballo empieza a parecer hombre, a sentir como hombre. Pronto las habladurías transforman a nuestro personaje –cada vez menos caballo– en un tercero en discordia. Dice el novio de la maestra:
–A mí me parece que Tomasa se expone demasiado llevando ese caballo a casa de ella. Ya las de Zubiría iban diciendo que una mujer sola en su casa, con un caballo que no piensa utilizar para nada no tiene sentido; y mamá también dice que ese caballo le va a traer muchas dificultades. (116)
La defensa que ella hace y la decisión de llevárselo para su casa aumentan la tensión, en tanto que en el caballo se proyecta una idea: “la idea de lo que ocurriría después, cuando estuviera descansado”. Ideas y futuro comienzan a abrirse paso en el trato con la maestra. La equiparación con las personas también se manifiesta en la rivalidad del otro: “El novio de la maestra seguía discutiendo; casi seguro que era por mí”. Pero mientras que el advenimiento de un tiempo promisorio se asocia a la mujer que se le parece, la amenaza del retorno del pasado reside en la percepción de los que siguen viendo en él sólo al caballo. Comida, un granero donde dormir y un trato amable hacen que el personaje-narrador no tenga “deseos de recordar nada” y que también comience a dar muestras de una mayor sensibilidad: quien antes fuera apaleado brutalmente ahora siente que las caricias “con demasiada suavidad” le hacen daño (118). Pero la sombra del pasado nunca se borra totalmente:
–Candelaria, ¿le gusta el tubiano? Y ella contestó: –Ya vendrá el dueño a buscarlo. Yo seguía sin ganas de recordar. (119)
La intención de bautizarlo, ponerle un nombre, tomarle una fotografía abrazándole, completan el panorama humano y hogareño. La relación con Tomasa alcanza el clímax cuando ella se lo lleva a su cuarto ya que, si bien la irrupción del caballo en el escenario de la escuela era sorprendente, que entre en una habitación resulta inverosímil. Evidentemente, cuando se dice “caballo” no debe tomarse en forma literal, al menos no exclusivamente. Y esto es clave para leer a Felisberto: debemos acostumbrarnos a perder linealidad, a saber que siempre es lo que dice y también lo otro, y que esa ambivalencia hace a su riqueza y extrañamiento. Veamos este pasaje sugestivo:
Al poco rato de hallarme en el granero –era uno de los días en que no estaba Alejandro– vino la maestra, me sacó de allí y con un asombro que yo nunca había tenido, vi que me llevaba a su dormitorio. Después me hizo las cosquillas desagradables y me dijo: “Por favor no vayas a relinchar”. No sé por qué salió enseguida. Yo, solo en aquel dormitorio, no hacía más que preguntarme: “¿Pero qué quiere esta mujer de mí?” Había ropas revueltas en las sillas y en la cama. De pronto levanté la cabeza y me encontré conmigo mismo, con mi olvidada cabeza de caballo desdichado. El espejo también mostraba partes de mi cuerpo; mis manchas blancas y negras parecían también ropas revueltas. Pero lo que más me llamaba la atención era mi propia cabeza; cada vez yo la levantaba más. (121)
Sólo un hombre puede decir “levanté la cabeza”, sólo un hombre sabe lo que esto significa respecto de la relegación y el sometimiento. El final de la cita parece aludir a la postura erguida y a su cabeza como distintivo de inteligencia. El proceso de anagnórisis iniciado en la percepción del parecido se completa con esta imagen de sí mismo que experimenta en el cuarto de la mujer. Confrontar con nuestra apariencia, saber cómo nos ven los demás en una comprobación que puede ir desde el desaliento a la adoración narcisista: contemplarse al espejo es algo profundamente humano. Al personaje de esta historia lo lleva a reflexionar sobre su condición, a tomar conciencia de aquello que siempre asumió pero que no tenía forma concreta, imagen. Nuevamente las manchas propias se confunden con el entorno, se identifican con la intimidad de las “ropas revueltas” de la maestra, esas prendas que cubren la desnudez de las personas como una segunda piel. La escena posee todos los ingredientes de un encuentro amoroso en clave, cifrado: la cama, las caricias, las ropas revueltas, la mujer que aguarda a que estén solos para introducirlo en su dormitorio con recomendaciones de silencio y discreción, el espejo que duplica el erotismo y a cuyo pie Tomasa ha puesto la foto de ambos. El interrogante del narrador casi mojigato, casi cómico, casi triste, “¿Pero qué quiere esta mujer de mí?”, refuerza el equívoco. No es casual que uno de los momentos de mayor humanidad y autoconciencia del personaje transcurra en la alcoba de la mujer que se le parece y ama, puesto que el amor es una situación límite que replantea la vida interior del hombre, que conmueve las raíces de la existencia. La elección del objeto de deseo con el cual nos identificamos conlleva una proyección de la subjetividad en la que se compromete la totalidad del ser, en la que innumerables factores definen y cargan al objeto de nuestra preferencia. No siempre la sexualidad humana es necesariamente erótica pero el erotismo es necesariamente humano –dice Bataille–, y lo es justamente cuando deja de ser sólo animal, cuando replantea al ser dentro de la conciencia.[4] Finalmente, los presagios de la negra Candelaria se cumplen y el dueño lo descubre, lo reclama y se lo lleva. El pasado lo alcanza para animalizarlo nuevamente: pasado y regresión se identifican, son lo mismo. Colocándole el freno y montándolo a rebencazos aquel hombre pretende frenar su transformación. Pero cuando el desahuciado animal intenta calmar su sed en un arroyo y otra vez es golpeado brutalmente, la reacción no se hace esperar, y sobreviene el fatal desenlace: una rama lo ayuda a desembarazarse del jinete, y una vez caído se le echa encima pisándolo y mordiéndolo hasta matarlo. Pero incluso ese último acto de violencia tiene rasgos humanos; hay premeditación, venganza y hasta se habla de “locura”. Con la eliminación del último obstáculo que era el dueño queda definitivamente libre el camino hacia la humanización. “Crucé varias veces el arroyito de un lado para otro sin saber qué hacer con mi libertad. Al fin decidí ir a lo de la maestra; pero a los pocos pasos me volví y tomé agua cerca del muerto”. (123) La metamorfosis va llegando a su fin: el noble bruto ha conquistado su libertad pero la percibe como una condena. Como si la cercanía de lo humano lo hubiera confrontado con la responsabilidad de sus actos y, junto a esa libertad, se manifestara toda la carga de solipsismo, angustia y desamparo de la existencia. Recordemos que para Sartre ser hombre implica asumir que la existencia precede a la esencia, o sea que, al dejar de ser caballo y empezar a ser humano, él deberá forjar su propia naturaleza porque no hay concepto que lo preceda; de ahora en más él será el producto de sus actos y nadie más que él será el responsable de lo que haga de sí mismo.[5] Hay allí otro elemento bien marcado que pareciera cifrar otro aspecto de los orígenes: antes de regresar con la maestra se vuelve para beber agua junto al cadáver. Esa escena semeja un sacrificio o rito fundacional para acceder al mundo de los hombres: beber “cerca del muerto” el agua mezclada con la sangre adquiere resonancias de aquel banquete totémico imaginado por Freud en el origen de la prohibición, de la ley, en el pasaje de la horda a la sociedad.[6] El cierre es el desenlace clásico de un triángulo amoroso: uno de los varones se queda con la muchacha y el otro se va rumiando la escena final. “O el caballo o yo”, ha dicho el novio junto con la propuesta de casamiento, instancia de legalidad que nuestro personaje no puede equiparar. La mezcla de niveles y de agentes, la interacción del animal con los humanos y, sobre todo, la disgregación y la ruptura de la linealidad narrativa no permiten que el relato, a pesar del tono fabulario, se constituya en una alegoría con fines didácticos. Romper la lógica de causa-efecto, encontrar una línea de fuga al encadenamiento racional que sostiene el mundo tal cual es, pareciera ser el efecto de esta metamorfosis. En suma, no se trata de un símbolo metafísico ni de una conversión fantástica: ese personaje a medio camino entre el animal y el hombre a que se refiere el relato es real, alude a una instancia constitutiva y estructural de la realidad.[7] Todos conocemos expresiones populares del tipo: “vida de perros”, “laburar como un burro” o “tirar del carro”. La lógica del relato pareciera ser la de tomar el sentido figurado como propio. Este humano-caballo, este sufrido trotamundos de “libertad triste”, esta prosopopeya, en suma, funciona también como un atajo epistemológico para decirnos otras cosas acerca de la sociedad de los hombres. ¿Podemos pensar que la analogía recae en la exageración, que abusa de la hipérbole? Por supuesto que sí, pero se trata de procedimientos narrativos mediante los cuales se realizan rupturas, cortes en lo cotidiano y se acercan realidades que la reificación mantiene “naturalmente” separadas. El tratamiento impropio de la figura permite que se perciba eso otro, eso que la repetición, el hábito y la ideología recubren, normalizan. Se trata, como bien lo expresa Genette, del poder hiperbólico del lenguaje, que consiste en enviar tan lejos como sea posible al pensamiento, este modo hiperbólico del espíritu.[8]
NOtas [1] Salvo indicación en contrario nos remitimos a la edición de Felisberto Hernández, Obras completas (tomo 2), México, Siglo xxi, 1998 (las páginas se indican en el interior del texto). [2] Blanchot dice que “el tono no es la voz del escritor sino la intimidad del silencio que impone a la palabra”, que allí se manifiesta la fuerza viril del yo que ha renunciado a sí mismo pero que mantiene, sin embargo, en esa desaparición, la autoridad de un poder, la decisión de callarse, para que “en ese silencio tome forma y sentido lo que habla sin comienzo ni fin”. Véase Maurice Blanchot, El espacio literario, Barcelona, Paidós, 1992, p. 21. [3] Indignados por las interpretaciones simbólicas de Kafka, Deleuze y Guattari prefieren las “realistas y sociales”, ya que están más cerca de una no-interpretación que las lecturas metafísicas: “¿Entonces hay que defender las interpretaciones realistas y sociales de Kafka? Por supuesto; ya que están infinitamente más cerca de una no-interpretación. Y más vale hablar de una literatura menor, de la situación de un judío en Praga, […] de la burocracia y de los grandes procesos, que de un Dios ausente”. Y más adelante señalan que “se trataba de hablar, y de ver, como una cucaracha, como un escarabajo”, y que “el desmontaje de los dispositivos provoca fugas en la representación social, en una forma mucho más eficaz que una crítica; y realiza una desterritorialización del mundo que en sí misma es política”. En Kafka. Por una literatura menor, México, Era, 1978, pp. 70-71. [4] Georges Bataille, El erotismo, Buenos Aires, Sur, 1960, pp. 27-28. [5] Véase Jean Paul Sartre, El existencialismo es un humanismo, Barcelona, Edhasa, 2009, pp. 27-36. [6] En Tótem y tabú, Freud ubica el origen de la ley como contención social, en el acto por el cual la horda fraterna se rebela contra el padre tiránico y excluyente, matándolo y devorándolo. En estos términos, la antropofagia funcionaría como la herencia repartida del poder paterno, en tanto que la culpa por el crimen cometido instaura la prohibición de matar y del incesto como leyes fundacionales de la comunidad. Véase Sigmund Freud, Obras completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1972, tomo V, pp. 1745-1850. [7] Véase Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pre-Textos, 2006, pp. 244-245. [8] Véase Gérard Genette, “Hipérboles”, en Figuras. Retórica y estructuralismo, Córdoba, Nagelkop, 1970, pp. 269-278. |
Gustavo Lespada
glespada@gmail.com
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