Julio, mi hermano
mayor, tiene la costumbre de escarbarse la nariz en busca de mocos.
Parco de palabras, taciturno, hurga en sus fosas nasales hasta sacarlos
de variados colores: amarillos, marrones, y verdes, tras lo cual, sin
más preámbulo, los deposita en su boca. Su hábito no genera mayor
molestia, salvo que se llene, de tal manera, que opta por hallar
superficies donde pegarlos. Sillas y paredes son sus primeras víctimas
hasta que se aburre y su espíritu aventurero lo empuja a depositarlos en
la ropa de aquél que tenga más a mano.
Viajábamos en tren y Julito seguía concentrado en sacar los mocos de su
nariz y llevárselos a la boca. Busqué con la mirada a nuestro hermano
menor, Juan. Este, a diferencia de Julio, ignoraba siempre sus
secreciones. A tal punto, que no eran raras las ocasiones en que a Julio
se le acabara la materia prima, tomando la de su hermano, que colgaba
largamente de la nariz de este.
Juancito era más extrovertido. A todo lugar que iba llevaba su cajita de
herramientas, las que mostraba orgulloso a quienes le rodeaban. Esta
costumbre lo hacía más simpático que Julio, por lo que trababa relación
rápidamente. Siempre algún incauto se disponía a jugar con él. El juego,
muy sencillo, consistía en lanzarle un martillo, destornillador o pinza
a Juan, quién parado de manos con los ojos vendados, lo atrapaba en el
aire. Esta rutina se podía repetir bastante, hasta que, como Julio, se
aburría. Por ahora todo estaba tranquilo. Juancito atrapaba parado de
manos un pesado martillo, su favorito, que una adorable viejita le
arrojaba cada vez más admirada de sus habilidades. Varios pasajeros los
miraban y aplaudían cuando mi hermanito tomaba el objeto...
El tren siguió con su traqueteo monótono. Algunos pasajeros dormitaban.
De pronto, miré a Julio y la alarma sonó en mi cabeza. Tenía un moco
hecho pelotita en el dedo índice. Lo observaba detenidamente mientras un
significativo provecho emergía de las profundidades de su garganta. Eso
quería decir sólo una cosa... Estaba lleno, aburrido, y habría
problemas...
A su lado, una gorda descomunal, vestida con una especie de carpa
amarilla, lo miraba asqueada y bastante molesta. Había soportado
estoicamente el viaje al lado de Julito y su ingesta de mocos. Aquél
horrible sonido era el colmo. Rogué al cielo que no dijera palabra...
¡cómo explicarle que mi hermano era tan sensible!...
“- ¡Ordinario!”, vociferó. Julio la miró con esa fría calma premonitoria
de peor desenlace. Sus ojos se balanceaban del moco a la gorda, y de
ésta al moco, en un vaivén terrible. Sólo yo sabía que trataba de
encontrar un buen lugar donde dejarlo.
Todo se precipitó. La respiración cada vez más agitada de aquella mujer,
el dedo apoyado firmemente en un pecho enorme, la bolita aplastada
contra la carne y el chillido agudo, fueron un instante... El otro
grito, ronco, de fiera herida, y el golpe sordo, me agitaron a mí. Giré
en redondo. La boca de Juan aún emitía el alarido cuando vi el martillo
clavado en la cabeza de la simpática anciana. Juancito, con evidente
fastidio, gritaba a la cara del cadáver, “- ¡me lo tiró mal, me lo tiró
mal!” entre sollozos histéricos, mientras trataba sin éxito de recuperar
su herramienta.
Tal sucesión de hechos enloqueció al pasaje. Todos aullaban
aterrorizados. Alguien pulsó el freno de emergencia. Hubo caídas,
empujones y más gritos...
Antes de que se detuviera el tren todos habían descendido. La gorda, en
el intento, cayó entre dos asientos donde quedó encajada. Julito se
agachó sobre ella...
Julito, montado ahora sobre el pecho de la gorda, le colocaba otro moco,
esta vez sobre la frente. La pobre mujer lo miraba aterrorizada. De
pronto, se agitó tanto que mi hermano subía y bajaba aferrado a su
cuerpo. La boca de ella se abría y cerraba espasmódicamente, su rostro
mudaba de careta a cual más grotesca, hasta que por fin, quedó quieta,
con los ojos y la boca tan abiertos que parecían romperse...
Juan, recuperado su martillo, ahora peludo, se paró a su lado, mientras
Julio descendía de aquella mole. Yo me acerqué también. Por primera vez
presté atención a los dientes de la infortunada. Eran blancos, cuadrados
y grandes, con alguno medio negro intercalado, cual si fuera un piano.
Sonreí. Puse mis dedos en ellos con firmeza pero no sonaban. Insistí en
vano, mientras mis hermanos reían... A lo lejos se oían sirenas,
acercándose.
Julio cedió su puesto a Juancito. Este miró su martillo, el teclado, y
luego a mí... Las sirenas ya estaban próximas. Asentí sonriendo. La
herramienta cayó con fuerza... Dientes y pelos su hundieron en la negra
profundidad...Nos abrazamos riendo... Sordas explosiones desde el
exterior nos hacen vibrar... Una mano invisible golpea mi cabeza... veo
todo rojo... |