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Doblemente
José Washington Legaspi
  jowalech@gmail.com   

 
 
 
 

Aquél ser era muy extraño...

Alto, muy alto, iba siempre vestido de negro. Pantalón, camisa y zapatos de ese color. Todo ello cubierto con una gabardina negra que le llegaba a los pies. Era terriblemente flaco, lo cual provocaba en su cara una imagen patética, parecía que hubieran forrado una calavera con la piel de otra cabeza dos números más chica...

Como resultado de esto, la tirantez del cutis, a punto de rajarse, sostenía a duras penas dos ojos grises inyectados en sangre, siempre dispuestos a saltar de sus cuencas. Y, para colmo, esa horrible cicatriz cruzando su mejilla derecha, curvada cual segunda boca, con un rictus irónico a punto de estallar.

Verlo me provocaba pavor. Llegaba siempre en silencio a la misma hora, poco antes de la diez de la noche. Un momento muy especial en ese bar, pues había poca gente, y uno podía leer o escribir con tranquilidad. Más tarde se llenaba y era imposible.

Yo ocupaba siempre la misma mesa, sentado de espaldas a la puerta frente a un gran espejo que me permitía estudiar a los parroquianos sin ser descubierto. Desde allí había creado personajes para mis cuentos. El material era abundante, pero desde que apareciera este no podía prestar atención a nadie más. Ejercía una poderosa atracción sobre mí, a tal punto, que llegado él no separaba mis ojos de su exótica figura.

Se sentaba y alzando un dedo índice desmesurado, el mozo se acercaba con una bebida ya servida. No intercambiaban palabras, pero no cabía duda de que ya lo conocían.

Al poco tiempo descubrí otro hecho intrigante. Nunca le servían lo mismo, cada noche tomaba algo distinto, y jamás repetía el trago dos noches seguidas. Tampoco comprobé que pagara. Allí, sentado, libaba con aparente placer su copa. Ya terminada se le servía otra, y otra, hasta que se levantaba y salía sin dejar plata en la mesa, y sin que nadie lo atajara con la cuenta.

Su influencia sobre mí ya era una obsesión. No veía la hora de dirigirme hacia el bar, todos los días. Al principio esperaba que no apareciera, pero siempre, a la diez, atravesaba la puerta y repetía el ritual. Nunca posó sus ojos en mí. En realidad, su actitud era de total indiferencia hacía todo lo que le rodeaba.

Al cabo de algunas semanas de estudiarlo no soporté más. Llegué al bar y pregunté por él al mismo mozo que lo atendía todas las noches. Se miraron con el cajero extrañados y confesaron no saber de quién les hablaba. Cuando comenté con detalle lo de las bebidas, que no las pedía ni las pagaba, sonrieron misteriosamente. Confundido me dirigí a mi mesa y me dispuse a esperarlo...

Llegó puntual pero no se sentó donde acostumbraba... Algo había cambiado... Me miró directo a los ojos mientras se acercaba a mi mesa. A pesar de sus “dos bocas” adiviné un gesto irónico en su cara... No me dirigió la palabra, simplemente se sentó frente a mí, sin más, taladrándome... sentí temblar mis piernas, mis manos, y un sudor frío recorrió mi espalda.

Traté de hablar pero no pude. Un respetuoso saludo, un insulto, y, hasta un alarido se atropellaban en mi garganta pugnando por salir...

Sin dejar de sonreír doblemente, alzó el dedo.

 

José Washington Legaspi
jowalech@gmail.com

 

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