Aquél ser era muy
extraño...
Alto, muy alto, iba siempre vestido de negro. Pantalón, camisa y zapatos
de ese color. Todo ello cubierto con una gabardina negra que le llegaba
a los pies. Era terriblemente flaco, lo cual provocaba en su cara una
imagen patética, parecía que hubieran forrado una calavera con la piel
de otra cabeza dos números más chica...
Como resultado de esto, la tirantez del cutis, a punto de rajarse,
sostenía a duras penas dos ojos grises inyectados en sangre, siempre
dispuestos a saltar de sus cuencas. Y, para colmo, esa horrible cicatriz
cruzando su mejilla derecha, curvada cual segunda boca, con un rictus
irónico a punto de estallar.
Verlo me provocaba pavor. Llegaba siempre en silencio a la misma hora,
poco antes de la diez de la noche. Un momento muy especial en ese bar,
pues había poca gente, y uno podía leer o escribir con tranquilidad. Más
tarde se llenaba y era imposible.
Yo ocupaba siempre la misma mesa, sentado de espaldas a la puerta frente
a un gran espejo que me permitía estudiar a los parroquianos sin ser
descubierto. Desde allí había creado personajes para mis cuentos. El
material era abundante, pero desde que apareciera este no podía prestar
atención a nadie más. Ejercía una poderosa atracción sobre mí, a tal
punto, que llegado él no separaba mis ojos de su exótica figura.
Se sentaba y alzando un dedo índice desmesurado, el mozo se acercaba con
una bebida ya servida. No intercambiaban palabras, pero no cabía duda de
que ya lo conocían.
Al poco tiempo descubrí otro hecho intrigante. Nunca le servían lo
mismo, cada noche tomaba algo distinto, y jamás repetía el trago dos
noches seguidas. Tampoco comprobé que pagara. Allí, sentado, libaba con
aparente placer su copa. Ya terminada se le servía otra, y otra, hasta
que se levantaba y salía sin dejar plata en la mesa, y sin que nadie lo
atajara con la cuenta.
Su influencia sobre mí ya era una obsesión. No veía la hora de dirigirme
hacia el bar, todos los días. Al principio esperaba que no apareciera,
pero siempre, a la diez, atravesaba la puerta y repetía el ritual. Nunca
posó sus ojos en mí. En realidad, su actitud era de total indiferencia
hacía todo lo que le rodeaba.
Al cabo de algunas semanas de estudiarlo no soporté más. Llegué al bar y
pregunté por él al mismo mozo que lo atendía todas las noches. Se
miraron con el cajero extrañados y confesaron no saber de quién les
hablaba. Cuando comenté con detalle lo de las bebidas, que no las pedía
ni las pagaba, sonrieron misteriosamente. Confundido me dirigí a mi mesa
y me dispuse a esperarlo...
Llegó puntual pero no se sentó donde acostumbraba... Algo había
cambiado... Me miró directo a los ojos mientras se acercaba a mi mesa. A
pesar de sus “dos bocas” adiviné un gesto irónico en su cara... No me
dirigió la palabra, simplemente se sentó frente a mí, sin más,
taladrándome... sentí temblar mis piernas, mis manos, y un sudor frío
recorrió mi espalda.
Traté de hablar pero no pude. Un respetuoso saludo, un insulto, y, hasta
un alarido se atropellaban en mi garganta pugnando por salir...
Sin dejar de sonreír doblemente, alzó el dedo. |