Mi templo poema de Leoncio Lasso de la Vega
El Castillo: Es una de las principales estructuras de Chichén Itzá. Construido por los mayas itzáes en el siglo XII. |
I
Yo, peregrino del mundo, creyente de la Idea, explorador de ensueños, buzo de mi propio espíritu, apenas desperté al contacto de la vida, busqué con ansia mi templo... el templo verdadero en que debería elevar las plegarias mudas de mi alma.
Con vaga zozobra en el oculto seno, .con inquieta angustia en el alma , me lancé al camino, acosado por la sed: la doble sed del cuerpo y del espíritu.
Pero pronto dejé las rutas trilladas por el vulgo y exploré los ocultos senderos y cuando alguien me dijo: «¿Por qué no sigues los parajes conocidos? Te perderás en la sombra y se extraviarán tus pasos — contesté: — «La fuente de la Verdad es una; se llega a ella por todos los caminos. Son más cómodas las sendas conocidas pero dejad al que lo intente lanzarse por la trocha.
Triunfe o naufrague, cumplirá su misión, obrará según su naturaleza, buscará según su fe. No hay más que dos teorías, dos sistemas filosóficos, dos doctrinas científicas, dos cultos, dos escuelas... lo «bueno» y lo «malo». Todo lo demás es lección de esgrima, no batalla.
Y me lancé ansioso en busca de mi templo, el templo verdadero en que
debía elevar las plegarias mudas de mí alma. II
Tras de selvas espesas y desiertos áridos, llegué a una extensa avenida de templos, ya grandiosos como montañas de granito, ya esbeltos y bellos como la oración o la fe que tiembla y balbucea. Me hallé cercado de altas basílicas, gallardas mezquitas, soberbias pagodas y templos mitológicos de caldeos, egipcios, incas, aztecas y manchúes.
Compactas muchedumbres pululaban en torno; millares de creyentes transponían sus puertas, y sobre los pavimentos de mármoles y mosaicos, ya hincando la rodilla , ya haciendo sus zalemas, ya elevando el humo de los holocaustos, murmuraban preces, oraciones y plegarias que ascendían, entre nubes de incienso y perfumes de mirra, hasta las pétreas bóvedas o los tallados arquitrabes, con rumor de cantares, armonía de órganos, fragor de hosannas y aleluyas.
Allí, los ídolos extraños de Budha y Siva, de Witzlipoztli y Quetzalcoatl. Allí, las imágenes zoomorfas de Anubis y de Pta o las estatuas purísimas de Minerva y de Apolo. Allí los toros alados, los Baales, los Terafines. Allí, Tifón y Omorca, el cocodrilo sagrado, el Ibis, el Apis, los izedes, los ferveres y las apsaras.
Allí el derroche de la riquezas en paramentos y vestiduras, coronas y cetros, azafates y orfebrería, palios y flabeles, pinturas, alicatados, tallas y ornamentación maravillosa.
Allí, las voces de derviches y profetas, de bonzos y apóstoles, fakires, sacerdotes y flamines, en babilónica multiplicidad de lenguas, pidiendo a sus menudos dioses atados por su propios destinos, las dulzuras de la vida terrena, la misericordia adquirida con oro y penitencias y reclamando, con ardorosa demanda, en almoneda mística, una centiárela de cielo, un rayo de luz increada, una nota de armonía célica, una mirada benévola del Alto, del Omnipotente, del Ignoto.
Y ante sus ídolos horribles, aderezados con vestimentas abigarradas, mudos, inmóviles, en inerte pasividad de muertos, entre las graníticas aras o los enguirnaldados altares ... las toscas muchedumbres, temblorosas, suplicaban o exigían el fin de sus anhelos en murmurantes rezos.
Apenada el alma, moví mis pasos en silencio, atravesé los pórticos, crucé bajo los obeliscos, los pilones y las torres y murmuré en el fondo de mi espíritu:
—¡No: no está entre vosotros mi templo! Más valdría adorar en la carne, vivida y palpitante, lo que de divino encierra, que junto aprisionar en la tosca materia de una imagen el sublime concepto de la divinidad! Vosotros, aún lo que destacáis entre las muchedumbres ciegas o fanáticas, no tenéis verdaderos templos ni acatáis á la verdadera inagotable energía que es eterna creadora de universos. ¡Cuando más los más sabios, sois idólatras.,, idólatras del «Arte»! ¡No! no está entre nosotros mí templo.
Y acosado por la zozobra y la angustia y la doble sed del cuerpo y del espíritu, me alejé de aquellos parajes rumorosos y en solitario valle me aproximé al borde de la primera fuente en cuyo chopo de granito se leía: «Ilusión», para abrevar en ella...
Su limpio cristal reflejó mi imagen, y observé que el rostro del adolescente estaba pálido.
Después como peregrino del mundo empuñé mi bordón de viaje y proseguí la
ruta en busca de mi templo, el templo verdadero en que debería elevar
las plegarias mudas de mi alma. III
Llegué hasta la pradera risueña, entre viñas cargadas de racimos, junto a los vergeles floridos, bajo un cielo alborozado, cabe el oleaje de espigas que ofrecía el áurea mies a los hombres gozosos, heraldos de albricias y venturas.
Allí los deliquios de amor. Allí, las danzas voluptuosas y las arreboladas mejillas de las doncellas, coronadas las sienes de flores y de pámpanos. Allí, el cantar bullicioso, el idilio en las frondas entre arrullos de paloma. Allí, el banquete deleitoso, la copa bullente en brindis de salutación bajo guirnaldas columpiadas por la brisa, a los rayos chispeantes del sol y sobre el césped de esmeraldas. Allí, la belleza humana grabada en rostros varoniles, y reflejada en semblantes de hermosas núbiles de todos los pueblos, de todas las épocas, de todos los ritos eróticos, como oblación de amor, sobre altares de hiedra y adormidera, al borde de las albercas, entre las rojas amapolas y los azules cálices de la misteriosa mandrágora.
Allí, los petulantes atavíos de la orgullosa juventud: el culto de Epicuro y Anacreonte: los templetes de mármoles y pórfidos a la sombra de los arrayanes de perfumantes y lustrosas hojas.
Allí, el aliento embriagador de Roma y Alejandría, de persas y atenienses, de los árabes andaluces, y de las voluptuosas cortes de Médicis, de Felipe III y de Luis XIV.
Y apenas vibró en mis oídos el erótico canto, mancebos y doncellas me ofrecieron libaciones perfumadas en sus copas marinas rebosantes y en sus cráteres espumosos.
Pero aquella opresión de mi garganta contraída por la angustia; aquel anhelo interno que arrastraba a mi espíritu sondeador de ideales, levantó un muro invisible pero infranqueable entre el vaso de mosto y la mano ansiosa que con sensual anhelo lo buscaba,
—¡No!— murmuré, volviendo sobre mis pasos, —¡No es el vuestro mi templo! Vosotros, en vuestra embriaguez de aturdidora savia, no acatáis a la eterna Genesia, madre de astros y engendradora de almas. Cuando más, los más sabios, sois idólatras,., idólatras de la «Vida»... ¡No: no está entre vosotros mi templo!
Y siempre acosado por la zozobra y la sed... la doble sed del cuerpo y del espíritu, huí de la bulliciosa pradera y me acerqué, anheloso, a la segunda fuente en cuyo chopo de granito se leía «Duda», para abrevar en ella.
Su espejo de plata reflejó mi imagen, y observé que los ojos del joven estaban empañados.
Luego, como errante peregrino del mundo, empuñé de nuevo mi bordón de viaje, y proseguí la ruta en busca de mi templo; el templo verdadero en que debería elevar las plegarias mudas de mi alma.
Al borde del camino, en tupido bosque de asfodelos, cabe encinas y laureles, vi una muchedumbre severa, de solemne apostura, de graves y de meditabundos semblantes, y me aproximé a ella.
Allí, las aulas del consejo, los amplios laboratorios, los activos talleres de la ciencia, junto a las vastas y apacibles alamedas de terebintos y cinamomos. Allí, el estudio que sonda, la incansable observación que experimenta. Allí, las largas hileras de interminables anaqueles, el libro y el crisol, el reactivo y el escalpelo, la lente maravillosa que descubre en el átomo millares de yonos, y el espejo telescópico que numera en la nebulosa millares de mundos. .
Allí, la luz solar, presa y acumulada, para fulgurar sumisa durante las ausencias del astro. Allí, los mágicos almacenes de, fuerza que, domada y humilde, obedece, como el corcel amigo al freno, a la espuela y a la voz estimulante del dueño. Allí, la energía vital, medida, pesada, conservada en extrañas redomas, para nutrir la sangre, para vigorizar el nervio, para resplandecer en el cerebro. Allí, la prodigiosa óptica que investiga en el zoospermo los principios de la vida, y la acústica maravillosa que escucha en el éter la armonía de los mundos al girar en sus órbitas.
Allí, el cultivo de la bacteria que mata, y de la bacteria que salva; el análisis de la razón y la balanza de la fe; el sondaje de lo infinito y la agronomía del espacio; el reloj que mensura tos ciclos de las almas inmortales, y el manómetro que marca las calorías del espíritu.
— ¡Ven — me dijeron los sabios allegándose a mí — éste será tu templo. Su bóveda tiene la clave en la invisible idea: sus cimientos afirman la segura base en la eterna materia.
Pero volviendo sobre mis pasos, exclamé :
— ¡No; no está entre vosotros mi templo! Vosotros, aún los más sabios, aún los que amáis la idea por la idea sola, y al bien por el bien mismo, y á la verdad, por su inmaculada pureza, no sois más que idólatras... de la « Ciencia » ¡Cuando más, podréis mostrarme el camino... pero solamente el camino de mi templo.
Y acosado todavía por la zozobra, y la angustia, me alejé de aquellos bosques solemnes, y me acerqué a la tercera fuente en cuyo chopo de granito se leía: «Verdad » para abrevar en ella.
Desmayado y triste, me senté al borde de la pila, dejé a un lado mi bordón de peregrino, y medité largamente, con honda melancolía, con intensa nostalgia.
Un denso velo opaco me circundó, corriéndose en torno de aquel paraje agreste. Por extraña magia condensáronse sus tules, adquirieron pesantez y fortaleza de piedra, y fijáronse, al fin sobre la tierra, con la dureza firme de altos muros, macizos como rocas.
Era aquello, o un templo con aspecto de sombría gruta, o una inmensa gruta con majestad de templo.
Concierto extraño de gemidos se elevó hasta mi, brotando de la augusta penumbra. Ayes, lamentos, suspiros quejumbrosos, se mezclaban en el ambiente como almas doloridas que confundieran sus penas en fraternales abrazos.
Sólo el susurro blando de la fuente dulcificaba al doliente concierto, dejando caer sus gotas de agua sobre la ebúrnea taza, con suave y monótono llanto de melancolía.
Abrí con ansiedad mis ojos para percibir mejor las vagas siluetas gemidoras, y vi una excelsa figura, grave aunque bondadosa, humana por su aspecto, pero con aureola de divinidad, que elevando su mano pálida la pasó sobre mi abatida cabeza con amor compasivo. A su contacto corrió consolador mi llanto,
— ¿Quién eres? — pregunté al fin.
— Soy el dios de este templo. Los que llegan a comprenderme y amarme, se transforman, a su vez, en dioses...
— ¡En dioses que sufren y se lamentan!... — interrumpí con amargura.
Extendió su brazo, y replicó:
—¿Ves aquellas mujeres que lloran? En pos de sus lamentos, más dulces que dolorosos, brota el Amor que es padre de la «Vida »; en pos de sus gritos angustiosos al sentir desgarrarse las entrañas brota, como un capullo, el niño, el nuevo ser que es la «Vida» misma. ¿Ves aquellos varones, jóvenes o adultos, que oprimen sus sienes entre las crispadas manos, y transparentad la angustia en sus semblantes? En pos de ese sufrimiento surgirá la estrofa inmortal del poeta, el himno imperecedero del músico, el concepto sublime de la Idea: porque ese dolor se llama Inspiración, que es la madre del «Arte» ¿Ves aquellos ancianos de pecho oprimido de manos temblorosas, acosados por incesante zozobra, por sed insaciable y por torturas internas? En pos de ese tormento brotará lo ignoto como un rayo de luz; surgirán el invento salvador, la oculta fuerza poderosa, el rayo que se torna en esclavo el misterio que resplandece, el prodigio que se hace carne; porque ese dolor se llama Razón, que es madre de la «Ciencia».
— ¿Cual es tu nombre ? — exclamé.
Soy... el Dolor. Soy el padre inmortal del Todo: el creador inagotable; el artista fecundo, que golpeando a las almas, las modela, las fortifica y las diviniza. De mi seno ha brotado y brotará: cuando existe; desde la simiente que lucha y sufre para elevar su espiga a! arroyo del sol, hasta el «Arte», la «Vida» y la «Ciencia», que luchando y sufriendo, ascienden por la escarpada montaña cuya cima es lo Inaccesible. Soy el Dolor. Soy el Padre universal.
— ¡Bienvenida sea para mi alma tu excelsa divinidad! — exclamé sintiendo que la angustia, la zozobra y la sed se suavizaban en mi seno y que una dulce luz inundaba mi pecho.
— ¡Bienvenido seas! ¡Tú eres mi Dios, y tu casa es mi templo... el
templo verdadero en que debo elevar las plegarias mudas de mi alma!
VI Cuando se disipó la visión, sólo percibí á mi alrededor el agreste paisaje y la sonora fuente... más no la de la ilusión ni de la duda, sino la fuente de fa verdad, que aún lloraba, sobre la taza de alabastro, sus perlas de agua.
Cogí de nuevo mi bordón de peregrino, y aunque observé en la linfa fidelísima que el rostro estaba pálido, y los ojos empañados, y el cabello encanecido, sentí que mi alma irradiaba extraño y divino fulgor, bañándome en dulcísima melancolía.
Y desde entonces... yo, peregrino del mundo, creyente de la Idea, explorador de ensueños, buzo de mi propio espíritu, viajo por la Tierra: doliente, pero dichoso: porque puedo exclamar, sonriendo entre lágrimas:
—¡He conocido a mi Dios! ¡He encontrado mi Templo!
¡Salve, Dolor! |
poema de Leoncio Lasso de la Vega
del libro "El morral de un bohemio" Inédito en el cíber espacio al 28 de diciembre de 2016
O. M. Bertani Editor
Montevideo, 1913
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
Ver, además:
Leoncio Lasso de la Vega en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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